lunes, 20 de junio de 2011

De primeras veces y ascensoristas

Hoy me he dado cuenta de algo que... no sé si cambiará el curso de mi vida, pero sí sé que es una constatación de algo irrefutable. Hasta ahora pensaba que los 15, los 18, eran La Edad de las Primeras Veces. Tu primer concierto, tu primer sujetador, tu primera borrachera, tu primer beso, tu primera fiesta universitaria, tu primer volante entre las manos (siempre prestado con una pizca de temor contenido en los ojos del prestamista)... todo. Y hete aquí que me quedaba corta. Los treintaylargos también son La Edad de las Primeras Veces, amigos. Conozco experiencias cercanas de gente con la que comparto década que ahora está perdiendo su virginidad sanitaria con el traumatólogo, el nutricionista o el tocólogo. Ah... el universo de los especialistas... en continua expansión.

A mí me ha tocado estrenarme con el Otorrino, una palabra que me encanta. Siempre me lleva a los  pájaros y a esos animales extraños con pico de pato, cola de castor y cuerpo de roedor. Ornitólogo. Ornitorrinco. ¿Preferiría encontrármelos a ellos al franquear la puerta de la consulta? Sí. En estas divagaciones me hallaba, recién llegada al centro de salud, cuando una señora de unos setenta que parecía respetable se me ha colado dentro del ascensor por la puerta entreabierta. Serena pero ágil. Yo tenía pulsada la tecla del segundo. Ella, sin pestañear, me ha indicado "Al primero". Yo le he respondido "Por supuesto". No, amigos. No soy la ascensorista. Pero mantengo la educación de aquel colegio de monjas. He creído que la señora debió de crecer acostumbrada a tener servicio a su disposición. O a mandar, sin más. También he creído que en realidad era difícil que me confundiera con un fantasma, porque ya casi no quedan ascensoristas vivos. (El de Barton Fink, que es el que me acaba de venir, está más en otro mundo que en este). Así que estoy pensando en el único que conozco. Un chaval cuya vida, en una tercera parte, transcurre en los escasos dos metros cuadrados de un ascensor que comunica dos barrios de Bilbao.

Viste de negro -normal-, lleva una larga y lacia melena rubia que no se le mueve un milímetro porque en ese cubículo no hay ventilación, ni mucha ni poca, y se hace acompañar de un taburete de escay roído y de un transistor a pilas colgado como un funambulista de un alambre que para su última película quisiera el creador de Delikatessen (y ahora de Micmacs). Ahí nunca suena Frank Sinatra. Eso sólo lo escucha el ascensorista del Ritz. Tampoco le falta esa riñonera donde guarda multitud de monedas de 5 céntimos, porque subir en ese ascensor cuesta 45, y casi nadie los lleva encima así, listos para entregar. Por supuesto, en esa ratonera huele a una combinación de efluvios biológicos y estanquidad. Un gusto. ¿Cómo sale uno de ahí después de ocho horas sobando moneditas de latón y aguantando la respiración ajena a 40 centímetros? ¿Con ganas de trasegarse tres litros de cerveza, meterse un par de rayas y lanzarse a un concierto de Sepultura como loco? ¿Queriendo huir a un monasterio tibetano encima de un risco? Todo sería comprensible. Conozco otro, ahora que lo pienso. Es más el chico de la recepción que el ascensorista, pero viste igual. Y si me vuelve a tocar ejercer, quiero ser como él.


jueves, 16 de junio de 2011

Operación Rescate!

Estaba abandonándome al vagabundeo por la red bien armada con los cereales del desayuno a un lado del ordenador y el café al otro, como un Clint Eastwood en pijama, y me he encontrado con un auténtico tributo al make-it-yourself vía postales. Una página donde artistas de Berlín, NY, Tokyo, Madrid y Londres te ilustran y te cuentan sus rincones preferidos. Iba a decir "postales de las de toda la vida", pero me he dado cuenta de que como son una especie en vías ya muy aceleradas de extinción, probablemente habrá ahora mismo una generación que no sepa ni de qué hablo.

http://inbox12.blogspot.com/ 
Las postales eran un trozo de cartulina que tenía por un lado una superficie en blanco donde tú escribías o dibujabas algo, unas líneas finas en negro sobre las que consignabas la dirección del destinatario y el rectangulito donde tenías que estampar el sello, y por el otro una imagen casi siempre brillante. Brillante el acabado de la cartulina, la imagen no tenía por qué. La imagen podía ser, por ejemplo, esa puesta de sol tópica que todos fotografiamos alguna vez en la vida, una vista aérea en blanco y negro del Trastevere romano, una colada al viento sobre una fachada desconchada en Grecia, una ilustración a carboncillo de una mujer desnuda recostada... y una paella gigante con banderitas y nombres de pueblos, una flamenca con una falda de volantes de tela acrílica que podías tocar, incluso levantar -no había nada debajo, la flamenca con otra falda- y un tipo agarrándola prieto de la cintura vestido como la botella de Tío Pepe... Y lo bueno que tenía la postal es que tú te ibas de viaje a cualquier lugar del mundo entre Estella y Sidney, y a los pocos días de llegar a ese destino deseadísimo te la encontrabas esperándote en cualquier esquina, librería, gasolinera o café, escribías cuatro cosas y dibujabas la quinta para hacer pasar envidia a quien se la enviabas, o para confirmarle que algunos tópicos tienen una base pavorosamente real, tú seguías tu viaje, volvías a casa y después llegaba esa postal. Lenta, pero segura.

Al destinatario le embargaba la ilusión de constatar que tú habías pensado en él o en ella durante ese viaje por lo menos el tiempo de ir a por la tarjeta, escribirla sentada en una terraza con el Danubio de fondo, y encontrar un buzón o una estafeta de Correos, cosa que podías no conseguir hasta el último día. A ti, ver esa postal te devolvía al momento en que mirabas el transcurrir de ese pedazo líquido de historia que es el Danubio con un café humeante que no es quizá el que más te gusta, pero estaba bien porque te lo estabas tomando en Budapest.

Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Junto con las naves en llamas más allá de Orion. Por eso, cuando hace unas semanas metí la mano por la ranura del buzón y saqué una postal con la flamenca y su falda de volantes acrílica la sonrisa me duró cinco pisos de escalera, y si hubiera podido, me habría acercado empapada bajo la lluvia ácida a dar un beso en la mejilla al Nexus-6 más sensible en la terraza del edificio Bradbury.