domingo, 8 de enero de 2012

El bisnieto de Oates

David Rodríguez

No hay bares, restaurantes, cines, ni tiendas. No hay edificios ni calles. A cambio, inmensas paredes blancas, montes inesperados y grutas submarinas azules. En algunas ya se ha internado en compañía de Jamie, un buceador neozelandés un poco loco, pero gran profesional. Y buen tipo. Incluso con el mejor traje seco las inmersiones no han superado nunca la media hora. Con un agua a dos grados bajo cero sin llegar a congelarse, en ese tiempo las manos se insensibilizan bajo los guantes. Pero el espectáculo es fascinante... Edgar se ha cruzado con elefantes, leopardos y lobos marinos, como si la fauna que vive en ese océano gélido fuera el reflejo acuático de la que habita sobre la tierra de continentes más cálidos. Muchas mañanas se ha desayunado en el comedor de la base al mismo tiempo que las ballenas en el muelle frente a la ventana. Él, café caliente y huevos cocidos. Ellas, krill. ¡Les vuelve locas! A las ballenas azules, a las enanas y a las bobas, sin distinción. ¡Se pirran por esos camarones!

Esta mañana, mientras removía el café,  ha rememorado el susto que les dio a Jamie y a él aquel cachalote... Había muy poca luz y los haces de las linternas apenas iluminaban una distancia de tres metros, justo estaban saliendo de una cueva no demasiado profunda cuando vieron una masa oscura cruzando ante ellos.  Aquello comenzó a pasar por delante y no terminaba nunca, y a Edgar le vino a la cabeza la imagen del calamar colosal que sólo había visto en los libros, un ejemplar dificilísimo de encontrar que podía llegar a pesar 500 kilos y rozar los 15 metros de longitud. ¡Terrorífico! Incluso hoy se le ha erizado la piel de la nuca mientras se mordía el labio al acordarse. Sí, es cierto... Para pasar dos años y medio rodeado de hielo, hay que estar un poco loco, como Jamie y como él. Hoy termina su trabajo de biólogo marino en la Inspección Antártica Británica. Ha dado por concluido su último informe, ha escrito en su blog y ya le esperan para cenar. Una cena especial, porque se despide y porque hoy cumple 32 años. Los mismos que su bisabuelo cuando murió unos kilómetros más al sur. Y se ha acordado de él.

Se ha acordado del pedazo de continente helado que lleva su nombre, la Tierra de Oates, de la brutal desilusión que debió de vivir cuando vio, con sus compañeros de expedición, la bandera noruega de Amundsen coronando el Polo Sur y del horror que tuvieron que padecer ya vencidos en aquel infernal camino de vuelta, sembrado además de discusiones con Scott. Antes de bajar a cenar, Edgar se ha preguntado cuál pudo ser el último pensamiento de su bisabuelo cuando abrió la cremallera de la tienda enfermo y exhausto, "voy a salir fuera, puede que tarde en volver", creyendo que si liberaba al resto de la expedición de la carga que les suponía acarrearlo podrían salvar sus vidas. Se equivocó. Los demás sólo tardaron unos kilómetros más que él en morir. Pero Edgar, a punto de soplar la vela de su tarta, ha pensado que su bisabuelo Lawrence hizo lo que tenía que hacer. Y que él no se habría atrevido.