viernes, 13 de diciembre de 2013

El monje que iba a 2046

Parecía un cuervo atemporal y anacrónico a un tiempo. Se deslizó entre las puertas metálicas cuando estaban a punto de cerrarse y sólo se escuchó el frufrú de su hábito rozando el suelo del vagón. Cabello ralo distribuido en torno a una tonsura de monje franciscano y hábito largo y negro cubierto por un abrigo de paño zaino que le cubría hasta debajo de la rodilla permitiendo que sus faldas volaran cuando atravesara presuroso una rejilla de salida de aire.

Unos centímetros por encima del cuello alzado del abrigo su mirada se despeñaba oscuridad abajo hacia un libro abierto que resultaba maravilloso por encontrarse tan fuera de lugar. Libros como este no viajan en metro. Podría tratarse de un incunable, pero quizá fuera sólo un libro de salmos en latín, con sus frágiles páginas de papel biblia, aunque sin los bordes dorados, y una tipografía clásica apretada en hileras estrechas sin apenas interlineado que dibujaba palabras en latín eclesiástico. Canticum matinalis.

Sacra de San Michele, Piamonte, Italia.
Esas páginas fueron lo único real para él a lo largo de las cuatro paradas de metro en que coincidimos. Durante esos minutos, ni los asientos y las barras verticales de acero, ni nuestros cuerpos, olores, los sonidos que emitíamos, la voz metálica que anuncia las paradas, nada ni nadie existimos para este hombre sin años. Entonces pensé que quizá él tampoco era real. Quizá se trataba de un viajero que acababa de salir de 1327, del scriptorium de una abadía benedictina encaramada a algún monte del corazón de Italia, y se dirigía ensimismado en su reconfortante lectura hacia el comedor, donde otro hermano que cubriría su hábito con un delantal de algodón sin desbastar le serviría un tazón de leche humeante, recién ordeñada y hervida, con trozos de pan flotando. Ese comedor se encontraría en 2046, en la Sacra de San Michele, y sus movimientos pausados, los ruidos vecinos de cacerolas de cobre chocando entre sí y los  chasquidos de las llamas al derramarse sobre ellas parte de una sopa de capones se sucederían en su propio ritmo natural. Ajenos a los hombres y mujeres sin edad que se desplazarían sin moverse, enviando sus hologramas a reuniones de trabajo para poder entretanto reinstalarse el sistema operativo en el cerebro.

Bajé del metro en la parada de San Mamés, mi móvil indicaba las nueve menos diez de la mañana y pensé que durante unos minutos había dejado de existir en el tiempo tal y como lo conocemos. Al menos, en el de ese franciscano que simplemente estaba recorriendo unas decenas de metros dentro de su monasterio, las que le separaban de su celda en 1327 y el comedor en 2046. Al principio se me ocurrió fotografiarle con discreción, pero rechacé la idea. Pensé que no habría aparecido en la foto.











domingo, 24 de noviembre de 2013

Emmet Gowin

Esto no es una crítica de una exposición. No soy crítica de arte.
Esto es un agujero que se abre en un domingo gris y lluvioso al que anteceden al menos trece días iguales.

Emmet, un chico de Virginia hijo de un severo pastor metodista, cogió un día una Leica de 35 mm. y después se enamoró perdidamente de una chica cuya familia vivía junto a la suya. No sé si en ese orden. Edith, la chica, se convirtió en su musa, su modelo, su esposa, la madre de sus hijos, la cómplice y la compañera de un largo viaje que aparece en un sinfín de fotografías que parecen haber sido tomadas sin ningún esfuerzo, con la misma naturalidad con que el sol atraviesa y funde a veces las nubes de otoño. "Sin Edith, hoy no sabríais nada de mí…" ha dicho un hombre que, además, sabe escribir.

Mr. Gowin (1941, Danville, Virginia) ha atravesado con su mirada muchas más cosas a lo largo de medio siglo. En su nítido blanco y negro ha recogido fragmentos de piedra hallados en Italia y en Petra. Ha sobrevolado desiertos de pruebas nucleares en Nevada, vastos círculos del Medio Oeste norteamericano habitados por instalaciones de riego fantasmagóricas, entrañas de extensas minas de carbón abiertas al cielo, no-lugares tatuados por huellas de todoterrenos… Un sinfín de paisajes aéreos sorprendentes que resultan abstractos de puro hiperrealismo. Pero Edith siempre vuelve a protagonizar sus series. Bellísimas. Y lo bello no es el aspecto de esta mujer, o cómo incide la luz sobre ella, o la elección del entorno, el gesto o la postura. Creo que lo que más me ha emocionado es la paz, la honestidad, la manera de dejarse estar delante de la cámara del hombre que la fotografía. El hilo umbilical que se intuye entre los dos. Ella misma lo explica en una entrevista conjunta. Que cada vez que ve esas imágenes, de la misma manera que cuando su marido las estaba tomando, siente cómo la quiere. Sí, creo que es eso.



"Emmet siempre me dice, en cualquier situación en que estoy de pie en algún lugar, quédate quieta, quédate ahí. Y entonces, sé que me va a fotografiar". Ya está. Sin más discurso conceptual, ni parafernalia pretenciosa. Es un placer verlos y escucharlos a ambos, a sus sesentaytantos, en esa conversación grabada. Él asegura que no es un artista de mensajes, no pretende transmitir ninguno en especial con su trabajo. Si acaso, dejar constancia del mundo que le rodea y que nos rodea, para que podamos conocerlo y querer cuidarlo. Falsas modestias aparte, este tipo de reflexiones suele conducirme a pensar que la gente que es realmente buena en lo suyo tiende a restar importancia a lo que hace, es más de desnudar que de vestir. No necesitan esos ejercicios de vanidad tan vergonzosos en los que a veces caemos quienes somos infinitamente más mediocres.

Hace pocos años a Emmet Gowin le encargaron un trabajo de catalogación de insectos en Sudamérica para un proyecto científico. Algo en principio bastante más prosaico que poético, dio paso a una serie maravillosa que tiene bastante de onírico y mucho de homenaje. El objetivo era fotografiar mariposas nocturnas, y lo hizo, decenas, centenares y miles quedaron atrapadas en su lente, pero la última noche, antes de dar por terminada la caza de imágenes, recordó que en su equipaje llevaba unas siluetas de fotografías tomadas a Edith. Así que aprovechó las últimas horas para fotografiarlas superpuestas a la red donde se posaban las mariposas de la noche. El resultado es increíble, el de un espíritu que vuelve a acompañarle y a ocupar su lugar rodeado de sombras aleteantes y regueros de luz dibujados sobre negro.

Recomiendo pasar hora y media, o lo que cada cual necesite, ante estas imágenes. Como quien receta ibuprofeno en días de migraña. Sirven para amantes de la fotografía, para enamorados del amor, para poetas disfrazados de transeúnte anodino, para buscadores y para quien quiera escanciar algo de luz en cualquier oscuridad.


Bilbao, Sala Rekalde, hasta el 26 de enero de 2014.



domingo, 20 de octubre de 2013

¿Qué horas son, mi corazón?

Doce de la noche en La Habana, Cuba. Ding!...
Once de la noche en San Salvador, El Salvador. Ding!... 
Once de la noche en Managua, Nicaragua. Ding!...

Y doce de la noche en Lisboa, Portugal. Dong.

Al principio ha estado muy bien escuchar de nuevo a Manu Chao, viajar hasta los noventa, cuando Mano Negra tenía la sana costumbre de no anunciar sus conciertos, con lo cual, o te pillaba cerca del pueblo en cuestión cuando te enterabas, o te perdías la ocasión asegurada de una juerga bailonguera-reivindicativa. Digo al principio. Porque el tasco que estaba poniendo anoche esos entrañables temas de hace veinte años, en modo cd completo -sí, cd- se halla justo debajo del apartamento que hemos alquilado en la Alfama para esta semana. Y debajo quiere decir que sacas la mano por el balcón y le rascas la calva al cliente que ha salido a fumarse un cigarro en plena efervescencia socializadora después de meterse una rayita y tragarse medio copazo como si fuera el último de la Tierra y esta noche la del fin del mundo. Y que no pasa nada, que todos hemos estado en ese lado, pero justo anoche, no. Anoche una contaba ilusionada con dormir un poco después de toda una jornada saltando de adoquín en adoquín por estos barrios que son todo menos llanos, que recubren la piel de las siete colinas lisboetas con casitas humildes a las que les brotan protuberancias en forma de escaleras al aire, terrazas laterales ajenas a la ley de la gravedad, desvanes fuera de ordenación urbanística, paredes panzudas y  jardines silvestres en los tejados. Espíritu libre el de estos barrios, especialmente el de "el nuestro", Alfama.

Anoche, antes de ser acunados durante horas por Manu Chao y sus coros callejeros, cuando trepábamos camino a casa por uno de esos callejones bastante más angostos que una cama doble, descubrimos un lavadero. Un lugar al que las vecinas del barrio, señoras mayores con faldas a la rodilla y chaquetas remangadas hasta el codo, acuden con sus baldes repletos de ropa, la mojan, la restriegan bien contra la piedra inclinada, la enjabonan, vuelven a frotar, la aclaran y la retuercen hasta sacarle la última gota de agua. Arduo proceso que la instauración de la era del consumo y la llegada de lavadoras a los hogares hizo pasar a mejor vida hace décadas. Pero en esto, como en tantas otras cosas, el pasado se demora perezoso en multitud de rincones, pueblos y momentos de Portugal. Por eso merece tanto la pena perderse por aquí unos días. Por el viaje en el tiempo, por ese aire de decadencia y abandono que impregna tantos edificios que aún se empeñan en resultar maravillosos, por el olor a sardina asada que te asalta tras cada esquina, por las terribles humaredas que desprenden los hornillos de los castañeros y que te hacen localizarlos como a incendios en el monte gallego en plena noche. Por las galerías de arte mínimas, las tienditas de artesanía, la impecable exposición de Felipe Oliveira Baptista en el MUDE, el Museo del Diseño y Moda, la majestuosidad intacta del Monasterio de los Jerónimos, las iglesias que lanzan sus cruces de hierro como espadas al cielo desde cada montículo, los kioscos que asoman bajo tejado de cristal esmerilado y filigranas art decó. Por los benditos pasteis de nata, con su hojaldre ligero y crujiente y su crema al punto y por los sumos do día, que te refrescan el espíritu y puedes tomar en cualquier parte por uno o dos euros.


A quienes somos de naturaleza impaciente Lisboa también nos pone a prueba, o nos regala un ejercicio. Porque cada vez que uno pide un plato de bacalao, un café, o una caña, hay que esperar. Como si el bacalao, el café y la cerveza estuvieran aguardando sentados sobre un bidón metálico en la trastienda, sesteando, hojeando el periódico o limándose las uñas hasta que nuestro pedido llega. Y entonces se estiraran la falda, se arreglaran un poco el pelo y se dijeran "vamos, a lo nuestro, a dar de comer al hambriento y de beber al sediento". Y sólo entonces se dejaran preparar en salsa de tomate, servir en taza con un poco de leche humeante o repicar en vaso ancho. Todo lleva su tiempo, y una aprende que incluso se puede esperar, y está bien que en ocasiones así sea. Sobre todo cuando la espera se ve recompensada. Para huir de lo bucólico, se ha de decir que esto no siempre ocurre. Este jueves un batido de mango tardó en completar su recorrido hasta la mesa cerca de media hora, y cuando ya había renunciado mentalmente a la idea de sorberlo con una pajita, apareció. Eso sí, disfrazado de copa de leche templada con una lejana reminiscencia al mango en el tono y el sabor. Irreconocible.

Con todo, siempre se vuelve a Lisboa. A la orilla del Tajo, a su brisa atlántica. Ella no es impaciente, siempre está aquí, esperando sin prisa, porque sabe que vendrás otra vez a verla.

Me gusta soñar, me gustas tú. 
Me gusta la mar, me gustas tú.










martes, 17 de septiembre de 2013

La dentista de Jamín

David Rodríguez

Jamín se ha cruzado con osos y lobos camino de Caunedo como quien se encuentra con una zarza. Con la misma indiferencia. No hay miedo. Curtido como el cuero toledano, este hombre de aldea cántabra  ha cumplido 88 pero debe de haberse quedado atascado en unos 73. Igual que los tacos de las almadreñas que va clavando al andar en el barro del camino. Jamín, Ben Jamín.

Nos topamos con él una mañana de abril fresca y brumosa, va descendiendo tranquilo por un angosto camino de monte con tres ramas larguísimas sobre el hombro, sin prisa y sin dar la sensación de que le pesen especialmente. Es un terreno de desniveles abruptos, a unos metros del camino se eleva una pared tapizada de un verde jugoso, tan vertical que da la impresión de que los dos caballos negros y la yegua rojiza que vemos pastando sobre esa ladera son recortables pegados con velcro. O tienen dos patas la mitad de largas que las otras dos. No encuentro otra explicación a su extraño equilibrio. A Jamín no le sorprende ese ejercicio de funambulismo equino, vive acostumbrado a su presencia, como antes lo estaba a la de los osos y los lobos. Justo antes de apoyar las ramas en la pared, quitarse las madreñas y dejarnos ver las zapatillas de casa que viajaban dentro, marrones y de cuadros, como tienen que ser, nos cuenta que lleva toda la vida con la misma mujer. Un cura los casó sesenta años atrás casi contra su voluntad. La del cura, porque para ser el primer matrimonio que oficiaba, se encontró con que los futuros marido y mujer compartían el mismo apellido, y aquello no le pareció sano. Emma María Fidalgo y Benjamín Fidalgo no son hermanos, ni siquiera primos, pero no hubo quien convenciera a aquel sacerdote inquisidor.

- Al final el hombre tuvo que ceder... ¡Jeeejeje! Y tres dientes cilíndricos como patas de un taburete asoman desprevenidos al balcón abierto de su sonrisa.

Nada más escucharle, aparece Emma María, rodeada de un delantal blanco y un jardín de exuberancia silvestre sembrada de tiestos de distintas razas de los que brotan geranios y petunias que se enredan en los rosales.

- Te tengo el café recién hecho. Siempre me llega a la misma hora. ¿Habéis oído si el café es malo para los dientes?




domingo, 8 de septiembre de 2013

Ladrones con corazón

EP
"No teníamos idea de lo que nos estábamos llevando. Os devolvemos vuestras cosas. Esperamos que vuestros chicos puedan continuar marcando una diferencia en la vida de las personas. Que Dios os bendiga".

¿Os imagináis encontraros esta nota en vuestro lugar de trabajo un miércoles por la mañana? Yo tampoco. Pero ocurrió. Apareció el pasado 31 de julio en las oficinas que una ONG estadounidense tiene en el soleado epicentro de las mechas rubias, California. Me habría encantado ver a través del ojo de cerradura que ya no llevan las puertas la cara del empleado que la descubrió. La nota, junto con los equipos informáticos, otras cosillas de valor y dinero en metálico. Todo bien cubicado dentro de un carro de supermercado, como en los videoclips de raperos del Bronx de los ochenta. Puro robo obrero.

¿Cómo sobrevino ese ataque de buena conciencia a estos ladronzuelos de barrio? ¿Cuándo? En el momento en que se enteraron de que la empresa donde habían sustraido lo que les vino bien -quién sabe si para montar su propia compañía en estos tiempos inciertos-, era una ONG. Una organización que se dedica a proteger y brindar ayuda a víctimas de abusos sexuales. Bonita historia, ¿no? Entronca con la tradición literaria de raptores de lo ajeno con corazón, Robin Hood, el Sindicato Andaluz de Trabajadores...

Precisamente en Andalucía creo que todavía están esperando algo así. Un folio manuscrito, una declaración pública, algo, para tratar de entender por qué su ex Director General de Trabajo se pulió un fondo de 647 millones de euros destinado a empresas en crisis. Más bien lo redirigió, hacia  subvenciones a la empresa de su chófer y otros adláteres, pensiones que nunca habían generado para su suegra y la de su chófer, hectolitros de gintonic y bolsas de farlopa para él y para su chófer -quería al hombre, sí-, y también hacia la compra de las voluntades que hiciesen falta por el camino.

Los valencianos imagino que ya ni la esperan. Ni esta nota ni ningún otro reconocimiento parecido. Entre obras magnas de Calatrava, visitas grandiosas del Sumo Pontífice, bigotes, correas, blanqueo de capitales, fraudes fiscales, cohechos y tráficos de influencias de su clase política, no deben de tener tiempo ni resquicio mental para imaginar si otra realidad sería posible. Eso es lo más triste. Que cuando una filosofía vital tan pervertida como esta arraiga en una sociedad, se deja de apreciar como lo que es, una enfermedad que se debe curar, un brazo gangrenado que hay que amputar. Y pasa a encajarse como una manera de vivir. La del listo. La del que si no lo hace, es porque no tiene la oportunidad. Ahí está Bárcenas, más listo que nadie, en Soto del Real desde el 27 de junio, fumando sus puros traídos del mundo exterior. Esperando algún truco que le permita recuperar en breve su abrigo de corte impecable y su maletín. Rinconete y Cortadillo se han hecho mayores, peores, y han perdido la gracia.

Sí, triste. Pero lo que más me enerva, lo que realmente me cabrea, porque no consigo entenderlo, es que si hace unos meses, hoy mismo, o dentro de un año, se convocan elecciones en la Comunidad Valenciana, en Madrid, en Galicia, en las Baleares, en Cantabria... el PP volverá a ganar, con o sin mayoría absoluta. Aquí reposa un fascinante yacimiento por descubrir para los futuros expertos en salud mental y ciencias del comportamiento. Ya pueden ir haciendo prácticas, a mí me encantaría que me iluminaran.

* Hoy, domingo, El País publica los resultados de una encuesta de Demoscopia. Dos de cada tres votantes del PP creen que su partido no está colaborando con la justicia en el caso Bárcenas. Bien. ¿Y? O ¿y bien?

viernes, 30 de agosto de 2013

Pensiones


Pienso en los alojamientos sencillos y económicos que he encontrado alguna vez en La Alfama lisboeta, encajados entre ventanas floridas en una cuesta escalonada y tapizada de azulejos blancos y añil. Con una distribución interior anárquica y sorprendente y mobiliario de distintas épocas que se encuentran o desencuentran, pero siempre generan una atmósfera vagamente obsoleta, como de haberte caído por un agujero en un rincón del siglo XIX. Un remedo breve del Aleph borgiano.

También puedo pensar en cuchitriles con catre, sábanas que nacieron blancas y se perdieron por la senda de los parduscos, mesilla de formica y lámpara de luz mortecina. Pero no quiero.

Así que termino derivando en lo que son hoy las pensiones de las que vive buena parte de la población, y sobre todo, en lo que no serán. Leía esta semana mientras preparaba el reportaje del día que en Euskadi los jubilados cobran, de media, 1.060 euros, más que los madrileños, catalanes, manchegos… y mucho más que los gallegos. Un 3,2% más que el año pasado, dicen las estadísticas. Pero unos señores pensionistas se me han reído a la cara cuando les he trasladado estos datos, porque resulta que como ha subido el precio de los productos, de los servicios que pagamos, y de los impuestos que también tenemos que apoquinar, el poder adquisitivo que tienen nuestros padres y abuelos es más pequeño de lo que parece. Así son las cosas, mientras la tijera no las alcance de lleno, en la realidad de las pensiones.

La duda es cómo serán en diez, veinte o treinta años. Hoy por hoy, a mí me cuesta imaginar que una cantidad que me permita vivir decentemente me vaya a ser ingresada en cuenta cada mes cuando cumpla los 65. Y eso que la cantidad en cuestión la habré generado yo misma, si consigo mantenerme trabajando y cotizando, durante toda mi vida laboral. ¿Pesimista? Cada vez es más precario el empleo, los contratos para más de tres meses se han convertido en una joya en medio del fango, acumular antigüedad está al alcance de cuatro funcionarios, los salarios que recibimos por el mismo trabajo son más bajos y despedirnos resulta baratísimo. Somos menos los que cotizamos, y cotizamos menos. 

Claro, existe la opción de tratar de blindarse un poco el futuro mediante un plan de pensiones, pero ¿por qué seguir alimentando la privatización? ¿Por qué tenemos que asegurarnos de manera privada una garantía que ha de ser pública, porque es uno de los pilares de ese Estado del Bienestar que construimos hace décadas? Hoy vivimos en un malestar permanente, pero en ocasiones, hay destellos que nos hacen replantearnos lo que percibimos como realidad abrumadora. 

Un pensionista me alertaba el otro día. Venía a decirme que la idea de que nuestra generación no va a tenerpensiones que cobrar es mentira, es lo que quieren hacernos pensar. Sagacidad reposada. En la generación de un estado de opinión siempre subyacen intereses, los de la banca, los de un partido, los de un gobierno. Sabemos que la estrategia del miedo siempre funciona. Y a pesar de ello, seguimos cayendo en la trampa. 

sábado, 27 de julio de 2013

Miedo al espejo

Cuando tenía seis o siete años y una capacidad casi intacta de creer en lo increíble, alguien me dijo que si me miraba en un espejo a medianoche con la luz apagada, me vería reflejada tal y como iba a ser de vieja. De mayor no, de vieja. Sólo lo intenté una vez, una noche de verano como las de este mes de julio, en una casa de pueblo y con la luz de la luna penetrando en el baño por la ventana. Pero no me atreví a subir la mirada del lavabo al espejo. Esperaba algo terrible al otro lado.

Me he acordado de aquel momento esta mañana, al ver la foto que ha publicado en portada El País. Creo que es muy buena, sobre todo porque une lo que iba a haber sido y lo que fue. Futurible y presente.

La imagen habla de lo que el pasado miércoles, cuando el Alvia partía de Madrid a las tres de la tarde, era un futuro esperable y previsible, un horizonte conocido y casi seguro que no daba miedo. Seguramente, en ese tramo junto a la parroquia de Angrois, cuando sólo faltaban cuatro kilómetros para Santiago, los pasajeros más impacientes ya habrían empezado a guardar libros, revistas y botellines de agua en sus bolsos. Los más ansiosos estarían enviando whatsapps a los amigos y parejas que les esperaban en la estación para anticiparles que ya, que ya llegaban. Los perezosos y los agotados por cinco horas y pico de trayecto aún no habrían despertado de esa última cabezada que nos guardamos de comodín en los viajes largos. Las madres y padres andarían acelerados recogiendo los dinosaurios, rotuladores y coches de bomberos de sus hijos pequeños, atusándoles el pelo y estirándoles las camisetas arrugadas por el viaje. Las parejas de jubilados ya habrían preguntado a algún chaval joven y de aspecto enérgico si podría ayudarles a bajar su equipaje. Las adolescentes y las maduras más coquetas justo habrían vuelto de retocarse los labios y el pelo en el baño. Todas las señales de que el futuro previsible era inminente se dieron cita en ese instante. Porque el futuro inmediato se concretaba en la estación de Santiago, y sólo faltaban 4 kilómetros. A 80 km/h., tres o cuatro minutos. A 190, sólo uno. Imposible. No hay tren que pueda decelerar y parar en esa distancia.

A las 20.40 horas del miércoles las proyecciones mentales de esos 222 viajeros, y del maquinista, estallaron. Rompieron los cristales, se golpearon contra las paredes metálicas de los vagones, se esparcieron por las vías y saltaron un talud hasta desplomarse junto a las viviendas más cercanas. Algunos de esos futuros próximos se reconstruirán, aunque a sus dueños les lleve tiempo, les cueste, les duela, y al principio no consigan dormir tranquilos por las noches. Pero otros futuros, 78, se desintegraron en esa curva. Simplemente dejaron de existir. Y con ellos, murió también una parte de quienes protagonizarían ese tiempo cercano que iba a llegar ya, igual que la estación de Santiago. Padres, hermanos, abuelas, novias, maridos, hijos, amigas, compañeros de trabajo.


Primer Alvia que pasa junto al siniestrado. (Foto publicada en El País, 27/07/2013. Pablo Blázquez, Getty)

Eso es lo que se me pasaba por la cabeza hoy, cuando he visto esta imagen, así que no he podido dejar de preguntarme qué habrán pensado los pasajeros sentados junto a la ventanilla derecha en ese instante, qué habrán sentido en el cuerpo. Y el maquinista. Qué habrá pensado y sentido él, también. Quizá para ellos esos segundos han sido como los de quien ve un espíritu, el de lo más terrible que te puede ocurrir, el de lo que nunca esperarías ni imaginarías que te fuera a tocar. Uno de los futuros posibles que nadie queremos ver. 

Por eso preferimos no mirar al espejo.

Desde aquí, toda la solidaridad y el cariño para quienes han perdido a alguien en este accidente. Y para quienes han sobrevivido. Espero que obtengan el apoyo y la comprensión que merecen y que necesitan.








domingo, 9 de junio de 2013

20 km. de camino

No importa que uno haya hecho antes el Camino de Santiago o no, porque de esta ruta tenemos la sensación de que lo sabemos todo. Se han publicado ya tantas novelas, cuadernos de ruta en bici, caballo o cabra, bitácoras, guías secretas, diarios de crecimiento personal y reportajes trufados de anécdotas, que nos parece que esos 800 km. -si has elegido el francés- ya no dan más de sí. Experiencias religiosas, paulocoelhianas, deportivas, ociosas y puramente hedonistas... Impresión de déjà vu. Y sí, pero no. Es como decir que existen tantos libros, películas y documentales sobre las consecuencias de la guerra civil española que hay que callarse y dejar de remover la tierra. Todo el mundo tiene derecho a hacer su propia búsqueda y a exigirla, y a recorrer y vivir su tramo de camino.

El nuestro fue mínimo y casi espontáneo. Para los profesionales, una miseria, para nosotros, una tarde
Mar de espigas.
estupenda. Quiso la vida que el hermano de uno de mis mejores amigos en esta vida -en otras ojalá también-, sea adicto a los retos de alta exigencia. Tras marcar en el cinturón las muescas de unos cuantos maratones, Nueva York, Tokyo, los Sables (240 km. por el Sáhara marroquí a más de cuarenta grados en seis días, amigos) eligió la ruta jacobea. Una minucia, 800 km. al trote en 13 días a sólo veintitantos grados. ¿Quién no lo haría? Nosotros, por ejemplo. La aportación fue unirnos a la etapa Estella-Los Arcos la semana pasada, en la primera jornada de sol tras meses convencidos de que vivíamos en Escocia. Así tenemos estos trigales de un verde insultante y estos campos rozagantes, normal. Lo justo y necesario.
Josep Maria, la nena y La Nena, pilgrims for one day.

El Joe y la Rosa son els pares del Carles, el corredor de fondo, y del Josep Maria, el meu amic. Una pareja maravillosa que, recién estrenados los setenta, siguen queriéndose y mantienen un espíritu vital, curioso y viajero que otros no han conocido ni a los treinta. Ellos constituyen el apoyo logístico, con su coche recorren la distancia del Camino multiplicada por siete, recogiendo a su hijo de los finales de etapa y llevándolo a los comienzos, compartiendo con él comidas, cenas y relatos del día. El Josep Maria y La Nena, hermano y tía del deportista, se sumaron durante dos o tres días a la experiencia familiar, y la que suscribe se adhirió en la etapa de Estella, por aquello de enseñar un poco el lugar donde nació y descubrir ese camino que, de puro conocido, no había hecho en mi vida. Vuelta a los orígenes.

He de reconocer que durante esos 20 km. me sentí orgullosa de mi terruño, de los mares de trigo ondulantes, los puentes románicos, las amapolas que asomaban junto al camino, los lavaderos medievales, las fuentes y los hortelanos que te hablan gritando como si estuvieras a 500 metros de distancia cuando estás a 5. Siempre que miras tus parajes a través de otros ojos encuentras algo nuevo y mejor.

Tramo entre Villamayor de Monjardín y Los Arcos.
- Mi tierra también es muy verde, y tiene un montón de colinas y montes, pero no es como aquí... Esto es maravilloso.

Me lo dijo una chica colombiana con la que coincidimos en una cuesta arriba. Ella llevaba muletas y un ritmo costoso, casi arrastraba la pierna izquierda. 800 km. así. Otro peregrino de Montpellier y madre americana nos desveló el misterio en el siguiente pueblo. Había sufrido un accidente que le había dejado paralizada la mitad inferior del cuerpo. Tras un tiempo de rehabilitación se había lanzado al Camino de Santiago. Sí, 800 km.

A nosotros, las cuatro horas de paseo nos sirvieron para hablar de madres, de serlo y no serlo, de lo que han sufrido algunas de las nuestras y de lo poco que se les nota hoy -por eso saben disfrutar mejor-, de lo que hacen sufrir cuando los años pasan, de amores, parejas y peajes, de sueños perdidos y libertades encontradas, de los viajes que hicimos y los que haremos. Y también para libar antídotos contra la trascendencia, reírnos, bañarnos en fuentes del Medievo y después cenar rico todos juntos. ¡A por el siguiente tramo!



martes, 7 de mayo de 2013

Ultramarinos sobre ruedas

El de Ancín venía los miércoles. El Súper los viernes. El de Ancín era un hombre alto, delgado, con el pelo ya escaso y blanco, jubilado, simpático y jovial. El Súper, compacto, con dificultades para acomodar la barriga tras el volante, siempre llegaba a Ganuza ya sudado y enfadado de casa. Con un puro atornillado a la boca y la camisa desabrochada. Nuestro pueblo se acomoda al fondo del valle y en él muere la carretera,  última parada, así que en el anterior, como mucho, ya se le había escurrido pecho-lobo abajo la poca paciencia que tenía. Ahora, para redondear el tópico, debería añadir que aunque bruto, el hombre era un trozo de pan. A ver... No, no me viene esa sensación. Y ya se sabe que los recuerdos infantiles son como llamaradas, te iluminan la noche y espantan cualquier matiz y cualquier duda.

En aquellos veranos, hasta que ya en edad adulta quiso honrarnos con su visita la furgoneta de Helados Velasco los fines de semana a la una de la madrugada, esa hora perfecta para hartarse a vender a los niños, nuestra semana se articulaba en torno a expediciones en bici, partidos de frontenis, trastadas en la sacristía y travesuras varias, bocatas de tortilla para cenar en el frontón y... ¡los dos ultramarinos rodantes que se presentaban en Ganuza miércoles y viernes! Hoy lo piensas y te resulta tremendamente tierno, así como de pequeña aldea sudamericana que brota junto a una carretera interminable, de película de Carlos Sorín. Pero algunos afortunados los conocimos aquí, en Navarra, en la Tierra Media.

El mismo aspecto que nuestro Súper. Granate y crema, muy 50's.
Se trataba de dos tiendas agazapadas dentro de autobuses. Sus propietarios, gente lista tallada en la cultura de supervivencia de la posguerra, se hicieron con sendos vehículos pequeños, redondeados y viejos, los pintaron y abrillantaron, vaciaron de asientos y después llenaron de productos que se apretujaban en estanterías a ambos lados del pasillo central. ¡Aquello era lo máximo! Pura oda al consumo selectivo. Que llegase hasta nuestro maravilloso y pequeño pueblo una tienda rodante rebosante de chucherías, galletas, tebeos, polos y otros artículos ya más prosaicos como alubias, tarros de pimientos, hilos, detergente, cremas y fregonas era como si hoy arribara... no sé, Le Cirque du Soleil. Rozaba lo espectacular.

Cada uno va criando y alimentando sus vicios ya desde la infancia, y el mío entonces consistía en comprarle un tebeo y regalices rojos cada miércoles a Eldeancín. Buscar unas escaleras apartadas entre geranios o subir al tejado del lavadero para devorar las dos cosas al mismo tiempo era uno de los placeres solitarios que no se olvidan. Hasta que empezó a disiparse esa neblina ingenua que nos rodea de muy chiquitos no se me ocurrió traducir su nombre. El tendero-conductor salía con el autobús de Ancín, su base de operaciones. Claro. Pero de pequeña creía que él se llamaba así. Como podía haber nacido Eugenio o Eurípides. Eldeancín. El Súper tenía menos gracia. Y eso a pesar de llegar los viernes, un día que siempre te alegra el cuerpo y el espíritu, hasta cuando no trabajas. ¿Por qué? Porque sí. Si no tienes gracia, no la tienes. Y si tampoco llevas tebeos, te conviertes en una auténtica mierda. Tanto no, pero sí te quedas en la categoría de "lo necesario", eso que lleva anotado en la lista de la compra tu madre, sin ascender a "lo que no hace ni puñetera falta", pero es lo que en realidad deseas y te hace más feliz.

Además de surtirnos de todo tipo de golosinas infestadas de estabilizantes, colorantes y demás que nos atrapaban como la luz a las polillas, Eldeancín siempre nos hacía el regalazo de la semana.

- ¿¿¿Podemos montarnos hasta el barrio de arriba???
- No sé...
- ¿Podemos? ¿Podemos?
- Hoy llevo el autobús muy lleno, lo he cargado antes de salir...
- Vengaaaa, que no pesamos nada...
- ¡Hala, p'arriba!
- ¡¡¡Tomaaaaa!!!

Éste podría ser el bus de Eldeancín, ya jubilado.

Y nos llevaba a tres o cuatro afortunados entre fontanedas, dixanes, pantys marie claire y arroces la cigala de una parada a la otra. Un minuto a bordo, 150 metros. Como cruzar la Patagonia. Mágico.

¿Dónde vivirán hoy esos autobuses? Eldeancín y el Súper hace años que se han ido. Seguro que han montado un par de colmados allá donde se encuentren y no les está afectando esta crisis. De mierda. La crisis, el Súper no. Seguirá sudado y con el puro a medio morder, pero en realidad, el hombre no era tan malo. Sólo era que no había aprendido a ser bueno, como podría decir un Benedetti cualquiera.

lunes, 29 de abril de 2013

Berlín no es ciudad para viejos

Hablemos de leyendas urbanas. Hay una, asentada ya entre amantes de lo freak y del absurdo -me incluyo- que se ha ido tejiendo en los últimos años de inmigración oriental. Lanza una tesis acerca de la notoria ausencia de población china de edad avanzada en nuestro país. Bien, no entraré a valorar lo escabroso del asunto. ¡Pero sí la ampliaré! A Berlín. Berlín no es ciudad para viejos. O más bien al contrario, sí lo es, porque hay multitud de parques extensos para jugar a la petanca, pasear, sentarse en un banco a charlar o leer al primer sol de la primavera. Porque las aceras son auténticos campos de fútbol con espacio para todos y todo, donde las posibilidades de romperse la cadera por tener un mal tropiezo con alguien son tantas como las de ver a Izquierda Unida ganar la Comunidad de Madrid. Porque la variedad e interconexión de los transportes públicos facilita el turismo dentro de la propia ciudad como antídoto contra el aburrimiento. Porque toda Berlín está diseñada-para y dedicada-al ciclista, y ya se sabe que practicar deporte con relajo y con asiduidad alarga la vida y la hace más llevadera. En fin, qué sé yo... También porque la cantidad de actividades que una asocia con ese tramo de la vida tranquilo, reconfortante y hedonista que deberían de ser los setenta y los ochenta años, por ejemplo, se encuentran en esta maravillosa ciudad. Paseos, teatro, recitales de música, huertas incipientes ganadas a las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Tempelhof, cine en versión original y doblada, mercadillos con teléfonos negros de baquelita, tocadiscos Blaupunkt y cautivadoras sillas de los 50 donde acomodar la nostalgia de una RDA perdida en la memoria...

Pues oye... no hay viejos. En Berlín a la gente mayor se la comen. O la envían a los pueblos, a residencias campestres donde sopla el aire fresco de la Selva de Turingia, o de los Alpes, y sus necesidades son amablemente atendidas por jóvenes de tez sonrosada y luminosa. No sé. No sé qué pasa con ellos.

Nueve días de viaje no dan para una enciclopedia germánica, pero sí para alguna diapositiva de la ciudad, y si quisiera contar a las personas mayores que nos hemos cruzado durante este tiempo en todo tipo de espacios interiores y exteriores, me sobrarían dedos de ambas manos. Aquí, en cambio, están por todas partes, sobre explotados cuidando nietos, peleándose con envidiable energía por las primeras filas en los puestos del mercado, vaciando botellas de vino y barriles de cerveza en los bares de barrio, manteniendo ocupados centros de salud y salas de cine. Recordándonos que la esperanza de vida cada vez es más larga y que algún día, con o sin pensión, les sustituiremos.

Si alguien que sepa algo de la idiosincrasia y costumbres alemanas desea aportar un rayo de luz a esta inquietante oscuridad, puede llamar e ilustrarme. A este estupendo y contundente teléfono no, dudo que le respondan, es un recuerdo del Café Sybille. O quizá sí, y tenga la fortuna de escuchar al otro lado unas palabras susurradas por una aterciopelada voz femenina con sordina de aparato de radio antiguo... Sagen Sie mir, Ritter?

miércoles, 3 de abril de 2013

Rajastán on the road

Uno piensa en India y por el borde de su pantalla mental van apareciendo mujeres con saris de colores atendiendo puestos de fruta, elefantes bañándose en un río, rickshaws, bicis, taxis y carros amalgamados dando forma a un dragón chino en movimiento, cabras con orejas de conejo, búfalas comiendo mondaduras de patatas y sabios esqueléticos haciendo sus abluciones en el Ganges al amanecer. Se asoma también aquel pacifista flaco de gafas humildes que no eran más que dos cristales rodeados por un hilo metálico al que desde que vi con diez años en la biografía cinematográfica que dirigió Sir Richard Attenborough, sí, Gandhi, sólo puedo imaginar con la cara de Ben Kingsley. Uno piensa en India y suenan bandas sonoras de virtuosos del sitar como Ravi Shankar, que falleció en los últimos días de 2012, se le aparece entre el polvo en suspensión de las calles la pulcritud imposible y serena de los santones, los uniformes de los generales británicos que hace un siglo tomaban té servido por eficientes y abnegados sirvientes de tez oscura y dientes blancos y algunas escenas de batallas, siempre tan parecidas, que terminaron dando a este país lo que era suyo, la independencia, en 1947. Todo eso, e infinitas secuencias y personajes más es India, y resulta sorprendente evocar  cuántas historias caben en dos semanas de ruta por el norte de un país con vocación de continente.

En ocasiones, más que las visitas a templos, museos y otros ejercicios de índole intelectual o espiritual, suelen ser algunas anécdotas surreales, absurdas y peregrinas las que terminan conformando la columna vertebral que sostiene en el tiempo el recuerdo de cada viaje. Parte de los episodios imperecederos que vivimos en un paseo por India en 2005 tienen un protagonista, Kuldeep. Deep para los amigos. Apareció al octavo día de nuestro viaje. Para entonces, habíamos pasado por dos estados, Haryana, donde se encuentra la capital, Delhi y Uttar Pradesh, porque acercarse al norte de India y no vagabundear unos días por Benarés raya lo denunciable. Con él al volante conocimos algunas de las ciudades clásicas de nuestro tercer estado en aquel viaje, Rajastán. Recorrimos Jaipur, Jodhpur, Pushkar y Udaipur, además de pueblitos sin demasiado nombre como Ravla Khempur, una aldea feudal.

Ocho días a 50 km./hora
Así que éste no es el relato de aquella maravillosa experiencia en India en compañía de Guren y Ana, dos muy buenas amigas, sino una serie de pequeños episodios hilvanados por la presencia y el carácter de Deep, El Pequeño Chófer.

Noche en tren, escay azul.
Por lo general, en un país de tan largas distancias se tiende a combinar diversos medios de transporte según la ruta que uno prefiera trazar. Una vez aterrizadas en Delhi, nosotras empleamos un vuelo, doce horas de tren con literas de genuino escay y ventiladores atornillados al techo, un sinfín de autorickshaws, un autobús y el coche que alquilamos durante ocho días con su propio chófer en el interior. Como ex-colonia británica y como es sabido, India dirige su tráfico rodado por la izquierda, y el volante de los vehículos se encuentra en el mismo lado, así que la escasa familiaridad con esta costumbre inglesa unida al caos circulatorio, nos llevó a optar por un conductor. Jovencito, repeinado con esa brillantina que es signo de identidad nacional, fino y recto como el hilo de un péndulo y con la camisa siempre en tensión, remetida en un pantalón que se ajustaba con un cinturón más arriba de la cintura. Éste era nuestro hombre. Pesaría la mitad que cualquiera de nosotras y siempre iba el doble de planchado, por supuesto.

Con él llegamos a compartir tantas horas, alegrías y sinsabores que al final casi se podría decir que nos hicimos amigos, si no fuera por un último intento de timo a medias con su jefe que obviaré. Seamos elegantes, quedémonos con que al despedirse nos regaló unos collares de madera de sándalo y con... the greatests moments on the road!

Un día cualquiera por una carretera cualquiera de Rajasthan.

- Ahora iremos más rápido, ufano.
- ¿Esto es una autopista?
- Claro, henchido.
- Estoy viendo que marca máximo 80 por hora.
- Sí, es todo lo rápido que podemos ir.
- Entonces... ¿Por qué vamos a 50?
- Es mejor, vamos más seguros.
- Dios mío, así no vamos a llegar nunca... Tenemos más de 200 km. por delante...

En ese momento, sorteamos un socavón en el que hubiera cabido la mitad de nuestro utilitario, pero lo hacemos sin ninguna tensión, es lo bueno de ir a 50 por una recta de doble carril.

- Aquella vaca que está bajando de la mediana...
- ¿Dónde?
- La que asoma entre las adelfas. Parece que va a cruzar, ¿no?
- ¿Esto es una autopista?
- Claro, ya te lo he dicho antes.
- Ya, ya, pero me sorprende que...
- Vamos a parar -veinte metros antes de llegar a la vaca-, esperemos a que pase.
- ¡Cómo no!
- Dios mío, así no vamos a llegar nunca...
- ¡Pregúntale a ver si puede darle la vuelta, por lo menos!
- ¿Crees que podríamos acercarnos lentos, como estamos yendo, y rodear a la vaca? Lo digo porque igual se queda parada ahí en medio toda la mañana, ¿no?
- Puede ser, son tranquilas.
- ¿Entonces?
- No, es mejor que esperemos, es más seguro.
- Bueno... Vamos a volver diez años más viejas.

Humor indio, parte I
La vaca se movió. Tardó sus buenos diez minutos, pero al final concluyó su cruce transversal de autopista. Para compensar un exceso de prudencia que intuía nos ponía de los nervios, nuestro hombre a veces nos sorprendía con gestos que eran de agradecer.

- ¿Os gustan los chistes?
- Adiós.
- Encima de una colina hay una piscina. Dentro de la piscina, hay una cabra. ¿Cómo sacaríais a la cabra de la piscina?
- ¿Qué hace la cabra en la piscina?
- ¿Se ha caído dentro?
- Eso no importa.
- ¿Está muy en medio de la piscina?
- Eso tampoco importa.
- Pues... No sé, con un palo. Le acercaría una rama larga para que se agarrara, o se subiera con las patas.
- ¡Jaaajajaja! ¡No!
- Me metería al agua, nadaría hasta ella y la empujaría poco a poco hacia el borde.
- ¡¡No!! ¡Jaaaaaajajajajaja!
- ¿De qué se ríe?
- Ni idea. Joder, qué miedo me da escuchar el final...
- ¿Qué más?
- A ver... Bucearía, quitaría el tapón de la piscina para que saliera el agua y entonces, por instinto de supervivencia, supongo que la cabra treparía por la escalerilla.
- ¡¡Jaaaaaajajajajajaja!!

Se le caían las lágrimas, no sé ni cómo podía conducir.

- ¿Nos lo vas a decir ya?
- ¡¡Es imposible!!
- ¿Que una cabra se meta al agua?
- ¡¡Noooo!! ¡Es imposible que la piscina esté llena de agua! ¡¡¡Aquí en Rajastán nunca llueve!!!
- ¿¿??
- ¿¿Y la cabra?? ¿Qué papel tiene en esta historia?
- ¡¡Jaaaaajaja!! ¡Es así!
- Adiós.

Éste es Kuldeep. Con un sentido del humor inaprensible. En momentos así una percibe los abismos que pueden abrir las diferencias culturales y que nos dedicamos a saltar una y otra vez durante los ocho días que hicimos equipo en la carretera. Entre las variopintas conversaciones que mantuvimos a lo largo de muchas y lentas horas también pasamos por las relaciones hombre-mujer, claro está. Constatamos que la forma de relacionarnos que tenemos aquí -más fluida o más costosa, eso ya va según experiencias- dista mucho de sus costumbres, y dedujimos que nuestro Deep, para el segundo día ya nos permitió emplear su nombre de pila, no estaba demasiado acostumbrado a compartir tanto tiempo y espacio físico tan reducido con tres mujeres. Entonces él tenía 23 años, nosotras le pasábamos una década.

Aquí están los protagonistas, pura tentación.
La pelea con uno mismo
Una buena mañana, conforme aparecimos junto al coche, nos estudió de arriba abajo y concluyó el examen ofreciéndome los servicios de costurera de su madre.

- ¿Para qué?
- Para que te cosa los pantalones.
- ¿Por dónde?
- Ahí abajo.

No entendíamos nada. Los pantalones eran estilo pescador tailandés, una pieza de algodón casi cuadrada que se cruza en torno a las piernas, se sujeta con unas cintas a la cintura y hace el efecto de falda pantalón, llegando hasta el suelo. Sin llegar a ser un antídoto contra la lujuria, difícilmente podría considerarse una prenda sugerente. Por respeto a las costumbres indias y por aquello de allá donde fueres haz lo que vieres, siempre íbamos vestidas de forma decorosa, con prendas largas, sin escotes ni hombros al aire, así que no conseguíamos imaginar qué podía incomodarle.

- Perdona, Deep, ¿por qué quieres que tu madre me cosa los pantalones?
- Ahí abajo, se abren.
- ¡Ahora! Cuando hace un poco de viento, se te separan los bordes de la tela... ¡¡Y se te ven los tobillos!!
- Por favor, que son los tobillos... Que no son los muslos...
- Parece que vamos un poco contenidos, ¿no?
- Reprimidos es la palabra.
- Mmmh... Muchas gracias, Deep, pero creo que no los voy a coser.
- Los hombres te mirarán.
- Ese problema que tienen. Vámonos, que nos esperan casi 300 km. y tú no pasas de 50 por hora.
- Para lo que quiere, claro...

Tensión ambiental. Testosterona en ebullición. Descubrimos que a Deep le resultaba acogedor esconderse tras el sujeto masculino plural cuando no quería revelarnos algo. "Los hombres" te mirarán, "los hombres" pensarán cosas si os ven fumar, cuidado si vais solas por la calle cuando anochezca porque "los hombres" se os acercarán... Todos los indios eran seres de mente sucia, él no. Cuando vio que la red que estaban tejiendo nuestras tres miradas en torno a su comentario era cada vez más consistente, utilizó el que se convertiría en su gran truco para sortear situaciones embarazosas.

- ¿Os gustaría conocer a mi familia?

Acertó de pleno, con eso se nos ganó. Subimos a nuestro bólido y sólo tuvimos que desviarnos hora y media para acercarnos a su casa. Dado que el tiempo ya había dejado de existir tal y como lo conocemos y que consideramos la improvisación parte de esa columna vertebral de los viajes, aplaudimos la propuesta.

Confusiones por resolver
Su madre no estaba cuando llegamos, ni había aparecido cuando nos fuimos, fue una pena no poder conocer al alma femenina de una familia de hombres. Nos recibieron su padre, un policía serio, educado y atractivo, sus hermanos pequeños, dos lucecitas brillantes, y su abuelo, un venerable señor con aspecto de estar permanentemente enfadado, o molesto. Después entendimos por qué. Lo primero que hicieron cuando llegamos fue ofrecernos té y presentarnos a su búfala, un miembro más de la familia, como lo han sido aquí las vacas en los baserris durante décadas. Con su leche elaboraban lassi -una especie de yogur-, queso y se alimentaban cada día. Natural que la mimaran tanto. Charlamos un rato de cómo nos imaginábamos su país y qué sensaciones nos estaba provocando el conocerlo, satisficimos su curiosidad acerca de nuestro lugar de origen, agradecimos de corazón el té que nos enseñaron a preparar, añadiéndole unas especias, y las varitas de incienso de sándalo que nos regalaron y retomamos nuestra ruta encantadas. Deep se sintió importante, había llevado a tres chicas occidentales a su casa, y nosotras, honradas por su hospitalidad sencilla y agradecidas por haber podido asomarnos un rato a la intimidad de una familia india.

Con la familia de Kuldeep, tras tomar el té. Obsérvese la expresión del señor de la derecha.

- ¿No te has dado cuenta de que su abuelo nos miraba raro?
- Absolutamente. Parecía que no quería que nos acercásemos mucho.
- No estará acostumbrado a los dos besos de saludo y de despedida, igual le han violentado al hombre.
- O no le ha gustado que fumáramos...
- Pero hemos pedido permiso.
- Ya, no sé... Deep, ¿crees que a tu abuelo le hemos podido molestar de alguna manera?
- No, no, no. ¿Por qué?
- Nos ha dado esa sensación...

Entonces Deep enrojece mimetizándose con el tono de su camisa. Pero no abre el pico. Inquisitivas como somos, por profesión -periodística- y por elección, nos y le preguntamos de mil maneras qué hemos podido hacer para que el hombre se mostrara tan ostensiblemente hosco. Nada. Fracaso absoluto.

Abandonamos el asunto y nos concentramos en el paisaje camino a Jaipur, la capital de Rajastán, estado donde ya sabemos que nunca encontraremos una piscina -menos aún con una cabra dentro-, salvo quizá en algún cinco estrellas que en ningún caso pisaremos en este viaje. Tras sortear un par de vacas más, adelantar a una larga fila de camellos encabezada por su pastor y salvar unos cuantos socavones, llegamos a la ciudad rosa, parte de cuyos edificios más emblemáticos están pintados de un tono salmón considerado el color de la hospitalidad en esta población que supera los dos millones y medio de habitantes. Al parecer, allá por 1905 las autoridades del momento optaron por hacer revivir el lustre de las fachadas con ese tono ante la visita del Príncipe de Gales Jorge, hijo de Eduardo VII. De todas formas, tampoco puede considerarse tanto como un rendido y excéntrico gesto de bienvenida hacia el señor del imperio. El color salmón ya constituía la tarjeta de presentación de la ciudad antigua de Jaipur desde que fue levantada. Para la construcción de sus primeros edificios se empleó un estuco rosado que se asemejaba bastante a la arenisca.

Fuerte Amber, un lugar mágico.













Nuestro Deep se ofreció a acompañarnos durante todo el día de ruta por la ciudad, propuesta que rechazamos amablemente, como en ocasiones anteriores y posteriores, primero porque si por él hubiera sido, habríamos dedicado nueve horas diarias a visitar templos y conocer los miles de deidades que se emparientan en el hinduismo, y segundo porque de haber querido un guía lo habríamos contratado. No era el caso, preferíamos ir a nuestro aire bajo los auspicios de Santa Lonely Planet. Así que hicimos una obligada visita al Palacio de los Vientos y salimos hacia las afueras para maravillarnos ante el Fuerte Amber.

El mejor momento del día para los paquidermos.
La fortuna nos visitó, porque allí coincidimos con una peregrinación anual que convirtió el ascenso por una pendiente de piedra serpenteante y amurallada en una auténtica secuencia cinematográfica. Nos sentimos protagonistas de una de esas películas de aventuras de sábado por la tarde plagadas de mercaderes sirios, especias y aromas desconocidos, tejidos de colores al viento y oraciones en lenguas extrañas. Tras admirar una nueva muestra de la devoción que el pueblo indio profesa a sus dioses, descendimos hasta el río, convertido en un spa para paquidermos. Familias completas de elefantes se dejaban frotar las patas y el lomo con cepillos de cerdas rígidas abandonados a la pericia de sus cuidadores. Una esperaba que algo parecido a unos ronroneos guturales  y profundos emergiera de bajo sus trompas, pero no hacía falta escucharlo para saber que en esos instantes estaban conociendo la felicidad.

La clave está en la mano, no en la flauta.
Quizá no el placer pero sí una suerte de trance es lo que comprobamos que vivían las cobras mientras danzaban ante la flauta de hombres con ojos enrojecidos a la vuelta de cualquier esquina. Bajo la falta de sueño, el agotamiento provocado por el continuo desfile de visitantes, o los efectos de cualquier sustancia, estos valientes tocaban una melodía para su compañera de número con tal control de la situación que no necesitaban mirarla siquiera. Sabido como es que las serpientes son sordas, siempre había albergado la duda de qué es lo que las impulsa a abandonar la comodidad redonda de la cesta para contonearse ante los ojos de su dueño. Había escuchado la teoría de las vibraciones generadas por las notas y transmitidas a través del aire, pero parece que se trata de algo mucho más sencillo. Las cobras siguen el movimiento de quien toca la flauta en una maniobra de acercamiento a su potencial presa, así que... autocontrol, seguridad y confianza son parte del equipaje que estos señores han de llevar bajo el turbante. No todos serviríamos para el oficio de encantador de serpientes.

Misterio resuelto
De este tipo de salidas profesionales hablábamos sentadas ante un té más que merecido cuando se hizo la luz en nuestros pequeños cerebros. Fue como unir las piezas de un puzzle.
- ¡Ya está!
- ¿El qué?
- ¿Cómo llevan las mujeres el pelo aquí?
- Repeinado.
- Siempre recogido, en moños o con horquillas.
- Bien. ¿Qué mujeres nos comentó Deep que lo llevaban suelto y despeinado?
- Las prostitutas.
- ¿Qué mujeres fuman?
- ¡¡Las prostitutas!!
- Misterio resuelto. ¡Ya sabemos a qué piensa su abuelo que nos dedicamos!
- ¡Es cierto! Por eso estaba tan incómodo y nos miraba de reojo... ¡¡Pensaba que su nieto había convertido su casa en un prostíbulo europeo!!

Por supuesto, nunca expusimos nuestras conclusiones a Deep, para no hacerlo enrojecer de nuevo. Aunque después se reveló que tan pudoroso tampoco era, porque tras ilustrarnos con todo tipo de mitos sobre Shiva el destructor, que si Rudra nació de una gota de sangre de Brahma, que si Ganesha con su cabeza de elefante es uno de los dioses más importantes del hinduismo, pero no tanto como la Trimurti, la trinidad que conforman Shiva, Vishnú y Brahma... Bien, tras tanta conversación sobre aspectos de lo más diverso de su religión, de la que se confesó absolutamente creyente y practicante, y después de ofrecerme que su madre cosiera los bajos de mi pantalón para evitar miradas sucias de "los hombres", aprovechó un momento en que una de mis dos amigas se quedó a solas con él en el coche para proponerle pasar la noche juntos. O, en su defecto, un par de horas. Cuando volvimos y nos enteramos de la oferta no dábamos crédito. Algo fue capaz de leer entre líneas en nuestro intercambio de gestos de sorpresa y exclamaciones nada discretas, porque volvió a recurrir a su inefable truco.

- ¿Queréis que mañana por la mañana os lleve a conocer mi colegio?
- Qué morro tiene este tío...
- Venga, mujer, déjalo, aunque no vislumbrara ningún futuro, tenía que intentarlo.
- ¡Claro! Piensa que llevamos ya cinco días en el mismo coche...
- Y él al menos cuatro en una pura agonía, pensando cómo plantear tan suculenta oferta... Te ha tocado a ti, sin más.
- Sí, Deep, vamos a tu colegio. ¡Será divertido!

Lo fue. Sobre todo, para ellos.

Humor indio, parte II
Resultó que llegamos al Instituto Americano, donde nuestro chófer había cursado secundaria, y el director y el jefe de estudios del centro nos estaban esperando como si fuésemos una delegación de la Unesco. Una veintena de chicos y chicas de unos 18 años se pusieron en pie cuando entramos en clase, saludándonos con un educado namasté mientras el director nos proponía subir al estrado de madera reservado al profesor, delante de una pizarra verde universal, y contar nuestras impresiones sobre su país. Verdaderamente, ponernos a valorar su cultura, el papel de la mujer, sus valores...  cuando apenas llevábamos semana y media en India se nos hacía un pelín prepotente, pero cumplimos con lo que se nos pidió. Además de responder a numerosas preguntas de los alumnos acerca de nuestro país, nuestra profesión, el hecho de ser mujeres que trabajan como periodistas y otras cuestiones que, sobre todo a ellas, les provocaban bastante curiosidad. El intercambio estaba resultando de lo más interesante pero aún no había alcanzado su cénit. Lo hizo cuando el director nos pidió que cantásemos o bailásemos algún tema de nuestro folclore vasco. La única de las tres que tiene el don del cante se negó, ponernos a bailar La Era -danza típica de mi Estella natal- nos pareció un poco excesivo sin contar con una gaita a la que seguir el ritmo, así que optamos por pedir disculpas y defraudar al profesorado y al alumnado. Se lo cobraron.

- ¡Podemos hacer entonces un juego que aquí nos gusta mucho!
- ¡De acuerdo!, asentimos nosotras, incautas y desprevenidas.
- Tomad estas pajitas y este reloj.

Deep, como nexo entre el director del colegio y las visitantes, nos entrega un puñado de pajitas de refresco mientras entrecruzamos miradas interrogativas.

- ¡Tenéis que metéroslas en el pelo sin que se caigan!
- ¿¿Perdón??
- ¡En un minuto! ¡La que más pajitas tenga, gana!
- Pero... ¿Esto lo vamos a hacer todos o sólo nosotras?
- ¡Vosotras!, despliega encantado su dentadura de oreja a oreja.
- Cabrón, se está vengando..., nos susurramos con el cronómetro en la mano.
- Muy bien, ¿empezamos ya?, inquirimos sonrientes tratando de evitar un conflicto internacional.

¡Y a ello nos pusimos! Entregadas, jaleadas por una veintena de jóvenes indios en pleno desarreglo hormonal y aplaudidas por la autoridad educativa del centro, nos introdujimos las santas pajitas entre el pelo todo lo rápido que pudimos en tres turnos. Decir que les provocó placer es quedarse más corta que las mangas de un chaleco. Hay personas que viendo a Faemino y Cansado en su momento cumbre se han reído menos. Hicimos el recuento, ganó Ana con 18 pajitas, Guren quedó en segundo lugar con 16, y yo en tercero con 15. Nos las quitamos, dimos las gracias, nos llevamos una cerrada ovación -como premio de consolación al ridículo, imagino-, convinimos por segunda vez que el humor indio, ciertamente, no es el nuestro, y subimos al coche lanzando miradas furibundas a Deep mientras analizábamos la jugada.

- ¿Creéis de verdad que alguna vez habían hecho esto de meterse pajitas en el pelo en ese colegio?
- Nunca.
- En la vida.

Entonces oímos cómo se le escapaba una risa de comadreja a nuestro pequeño chófer.

- Me parece que está empezando a entender castellano.
- Y que tenemos razón.

viernes, 8 de marzo de 2013

Acércate

No sólo me fascina la cadencia de la literatura japonesa. También soy muy observadora y dispongo de una memoria fotográfica. Te has detenido cinco veces ante el escaparate de la librería que hay junto a la parada del autobús, te he visto en tres ocasiones pidiendo botellines de agua al lado del kiosco de la playa donde paseo a mi perra y ha habido cuatro mañanas de domingo en que nos hemos cruzado en el parque. Te suena, ¿verdad? Sí, en el camino que une la encina más frondosa y el lago. A pesar de la discreción con que vistes, tengo inventariada toda tu ropa. La cazadora de cuero negro, el abrigo de paño gris, tres pares de vaqueros oscuros y una gorra que te pones a menudo, haga frío o no. Soy muy buena, tan milimétrica que sin ninguna experiencia previa me aceptaron hace medio año para el puesto de correctora en la editorial donde sabes que trabajo. Sólo me hicieron una prueba y se quedaron asombrados con el resultado, localicé todas las erratas que había en diez páginas de texto en menos de dos minutos. Piensa que durante mucho tiempo buena parte de mi trabajo se ha sustentado en mi capacidad de estudio de otras personas. 

¿Cuánto ha sido? Siete años. Siete años analizando el comportamiento de despojos humanos a través de un sistema multicámara de alta resolución. Hombres fuertes, robustos, enclenques, auténticos patanes, brillantes intelectuales, aspirantes a demiurgo quedaban reducidos a una condición animal al cabo de unas cuantas semanas. Casi sin excepción. En algún caso una anómala y admirable fortaleza mental les hacía residir más tiempo en su estructura cerebral de personas. Tú fuiste uno de ellos, una rara avis. Te recuerdo concentrado con la mirada fija en la esquina de una celda. No es una mala estrategia. En un espacio diáfano de seis metros cuadrados, blanco y vacío, lo que hacías puede resultar útil para ahuyentar el abismo acechante. Ahora mantienes la misma mirada de depredador alerta que entonces, pero hay algo más... He detectado un matiz imperceptible en los once meses que te tuve bajo vigilancia. Aún no sé exactamente qué es, pero no tardaré en averiguarlo.

Soy consciente de que tengo enemigos en prisión. Aunque yo lo desaconsejé, algunos están saliendo a la calle bajo prescripción de mi colega, el otro psiquiatra. Los hay también que pertenecen a la Junta de Tratamiento de la cárcel, quizá éstos sean los más peligrosos. No sé quién te ha encargado que me sigas, pero si decides llevar adelante tu misión has de saber algo. Cuando me despidieron, no me llevé la planta de mi despacho, ni la foto enmarcada de la cena de Navidad. Preferí unos frasquitos del tamaño de una falange que contienen una sustancia capaz de provocar un fallo cardiaco en tres segundos. Basta un miligramo. Una de esas dosis viaja junto a un jeringuilla dentro de mi bolso. Sí, ya sabes, el que llevo todos los días. Acércate. Cuando tú quieras.