sábado, 27 de julio de 2013

Miedo al espejo

Cuando tenía seis o siete años y una capacidad casi intacta de creer en lo increíble, alguien me dijo que si me miraba en un espejo a medianoche con la luz apagada, me vería reflejada tal y como iba a ser de vieja. De mayor no, de vieja. Sólo lo intenté una vez, una noche de verano como las de este mes de julio, en una casa de pueblo y con la luz de la luna penetrando en el baño por la ventana. Pero no me atreví a subir la mirada del lavabo al espejo. Esperaba algo terrible al otro lado.

Me he acordado de aquel momento esta mañana, al ver la foto que ha publicado en portada El País. Creo que es muy buena, sobre todo porque une lo que iba a haber sido y lo que fue. Futurible y presente.

La imagen habla de lo que el pasado miércoles, cuando el Alvia partía de Madrid a las tres de la tarde, era un futuro esperable y previsible, un horizonte conocido y casi seguro que no daba miedo. Seguramente, en ese tramo junto a la parroquia de Angrois, cuando sólo faltaban cuatro kilómetros para Santiago, los pasajeros más impacientes ya habrían empezado a guardar libros, revistas y botellines de agua en sus bolsos. Los más ansiosos estarían enviando whatsapps a los amigos y parejas que les esperaban en la estación para anticiparles que ya, que ya llegaban. Los perezosos y los agotados por cinco horas y pico de trayecto aún no habrían despertado de esa última cabezada que nos guardamos de comodín en los viajes largos. Las madres y padres andarían acelerados recogiendo los dinosaurios, rotuladores y coches de bomberos de sus hijos pequeños, atusándoles el pelo y estirándoles las camisetas arrugadas por el viaje. Las parejas de jubilados ya habrían preguntado a algún chaval joven y de aspecto enérgico si podría ayudarles a bajar su equipaje. Las adolescentes y las maduras más coquetas justo habrían vuelto de retocarse los labios y el pelo en el baño. Todas las señales de que el futuro previsible era inminente se dieron cita en ese instante. Porque el futuro inmediato se concretaba en la estación de Santiago, y sólo faltaban 4 kilómetros. A 80 km/h., tres o cuatro minutos. A 190, sólo uno. Imposible. No hay tren que pueda decelerar y parar en esa distancia.

A las 20.40 horas del miércoles las proyecciones mentales de esos 222 viajeros, y del maquinista, estallaron. Rompieron los cristales, se golpearon contra las paredes metálicas de los vagones, se esparcieron por las vías y saltaron un talud hasta desplomarse junto a las viviendas más cercanas. Algunos de esos futuros próximos se reconstruirán, aunque a sus dueños les lleve tiempo, les cueste, les duela, y al principio no consigan dormir tranquilos por las noches. Pero otros futuros, 78, se desintegraron en esa curva. Simplemente dejaron de existir. Y con ellos, murió también una parte de quienes protagonizarían ese tiempo cercano que iba a llegar ya, igual que la estación de Santiago. Padres, hermanos, abuelas, novias, maridos, hijos, amigas, compañeros de trabajo.


Primer Alvia que pasa junto al siniestrado. (Foto publicada en El País, 27/07/2013. Pablo Blázquez, Getty)

Eso es lo que se me pasaba por la cabeza hoy, cuando he visto esta imagen, así que no he podido dejar de preguntarme qué habrán pensado los pasajeros sentados junto a la ventanilla derecha en ese instante, qué habrán sentido en el cuerpo. Y el maquinista. Qué habrá pensado y sentido él, también. Quizá para ellos esos segundos han sido como los de quien ve un espíritu, el de lo más terrible que te puede ocurrir, el de lo que nunca esperarías ni imaginarías que te fuera a tocar. Uno de los futuros posibles que nadie queremos ver. 

Por eso preferimos no mirar al espejo.

Desde aquí, toda la solidaridad y el cariño para quienes han perdido a alguien en este accidente. Y para quienes han sobrevivido. Espero que obtengan el apoyo y la comprensión que merecen y que necesitan.