lunes, 4 de febrero de 2013

Lo inexplicable

Nubes blancas levitan sobre un cielo tranquilo mientras dos personas charlan en mitad de una carretera abandonada que recorre una vasta llanura. Una de ellas lanza un órdago.
- ¿Pero qué dices? ¡Que me parta un rayo ahora mismo si es cierto!
Un chasquido eléctrico y de la nada aparece un rayo que se clava en el incrédulo.

Una de las dos personas era yo, no estaba en un paraje desértico, sino sobrevolando el corazón de África a 30.000 pies de altura y lo que presencié no fue un rayo, pero sí se asemejó a una especie de maldición.

Entonces tenía 25 años. Mi compañero de viaje era un cámara, muy bueno, le llamaremos Mikel. Volvíamos a casa tras ocho días rodando un documental sobre el trabajo que desarrollaba una ONG en Benin y, de paso, acerca del papel de la mujer y la infancia en el país, sus costumbres y creencias. Hasta hoy las experiencias que viví allí continúan ocupando el primer escalón en el pódium de Cosas Extraordinarias Que Me Han Ocurrido en La Vida. Es cierto que conforme más se aventura una en culturas y escenarios diferentes menor es la capacidad de sorpresa, pero también lo es que existen momentos y sensaciones insuperables. Aquel viaje me deparó unos cuantos.

En Benin, uno de los veinte países más pobres del mundo, conviven musulmanes, católicos y seguidores de cultos animistas, que constituyen más de dos tercios de la población. Un lugar privilegiado lo ocupa el vodún, un conjunto de creencias y prácticas al que en Haití le llaman vudú, santería en Cuba o candomblé en Brasil. Ouidah es su capital beninesa. Allí se celebra cada 10 de enero un festival al que peregrinan habitantes de todo el país y también de los vecinos Togo y Nigeria. Al llegar a esta población el mes siguiente nos lo perdimos, pero sí conocimos el Templo de las Pitón. Se trata de una cabaña de adobe circular y cubierta por un tejado de paja. Como cualquier otra, salvo por dos detalles: unas escaleras excavadas en el suelo interior que descienden en círculos concéntricos y una ondulante alfombra de pitones que recubría buena parte del suelo de la cabaña y sus alrededores.


www.evaway.fr

Bien. Allí llegamos Mikel y yo, pertrechados con nuestra cámara y micros de corbata, el miembro de la ONG que nos acompañaba, el traductor de castellano a francés y el traductor de francés al dialecto de los fon, la etnia que profesa un mayor culto a las pitón. Aún podíamos haber añadido un traductor más, el de lengua de serpiente, pero no lo valoramos. ¿A qué íbamos?, es la pregunta. A entrevistar al hijo del fetichero. Veinteañero y risueño, tuvo a bien explicarnos que su padre era el intermediario con las pitones que, a su vez, son el vehículo más directo con la divinidad. A éstas se les pide fortuna, amor, salud... Los deseos negativos se vuelven contra el solicitante, así que hay que tener cuidadito con eso. Mientras nos hallábamos inmersos en esta sugerente conversación, las serpientes comenzaron a despertar poco a poco de la siesta en la que se sumergían durante las horas de más calor del día, que eran todas. Sin prisa, pero sin pausa. Añadamos también el hecho de que una iba en sandalias. Desde el segundo día hice caso omiso a la clásica recomendación de llevar calzado cerrado. 45 grados, ¿qué vas a hacer? De todas formas, una vez que las pitones se te empiezan a enroscar zalameras en los tobillos, dudo que haber elegido botas de monte solucione nada. Estos bichos matan por asfixia, no por mordedura, lo sé porque tuve que recordármelo continuamente aquella tarde.


Collar de pitón

www.geolocation.ws
Mientras escuchaba con educación la cadena de traducciones consecutivas que suponía cada pregunta que lanzaba y cada respuesta que volvía -Lost in translation-, conseguí ahogar el grito antes de que saliera y recordar que tenía que respirar todo el tiempo, que si lo olvidaba iba a fallecer de paro cardíaco, no de asfixia cuando la pitón trepara hasta mi tórax. Sobreviví. Mikel, el jodido de él, llevaba deportivas y calcetines de felpa. No sintió nada hasta que terminamos. Una vez agradecido todo a todos pero sin recuperar el color, vi que unos niños jugaban con las pitones de metro y medio o dos como si fueran estolas de peluche. Se las lanzaban unos a otros, las levantaban del suelo por la cola, se las enroscaban por todo el cuerpo... Y claro, si nosotros podemos, pensarían, ¿por qué esta chica blanquecina no? Así que haciéndose eco de la reflexión, vino el hijo del fetichero, ya en confianza tras la charla, y me encajó una alrededor del cuello. Utilizo encajó porque al verla acercarse el cuello se me encogió y la cabeza se me metió entre los hombros, pero oye, el hombre enseguida hizo hueco y la dejó ahí.

¿Sufrí? Sí. Bastante. Sentí ponerse de punta cada pelo de mi cuerpo y los que aún no habían nacido. En silencio, los pelos y yo. También recuerdo una especie de propiedades laxantes en mí. Pero eso fue al principio, luego ya me pudo la sorpresa. Esperaba algo viscoso y helado y encontré una piel templada y suave. Los 45 grados, que son para todos. Bueno, y el peso sobre los hombros también ejerce un papel relajan, porque la amiga no bajaría de unos buenos 15 kilos. Mikel no necesitó vivir la experiencia, lo intentamos pero no sentía curiosidad... No le hacía falta al hombre para crecer como persona.


Historias de hoguera

La noche antes de marcharnos fue mágica e inquietante, a partes iguales. Sentados en la terraza de la casa de adobe que los jesuitas colaboradores de la ONG tenían en Cotonou, en la completa negrura de una noche sin luna ni tendido eléctrico, desde ahí arriba sólo veíamos bailar las llamas de algunas antorchas mientras voces de madres que no entendíamos estarían diciendo a sus hijos que se comieran el bol de arroz y pescado. Impagable, estar rodeada de palabras que no entiendo con acentos de otra tierra es una sensación que me encanta. Ir a Asturias está muy bien, pero no es tan viajar. Días antes Jesús, uno de los jesuitas, valga la etc., había enfermado de malaria, rozaba los 40 grados de fiebre y no paraba de sudar el pobre hombre, pero a pesar de ello, tumbado sobre una incómoda hamaca de cañas era capaz de mantener vivo el fuego de la conversación y la sonrisa. Él fue quien nos regaló a Mikel y a mí el genuino antídoto contra la mordedura de serpientes venenosas. Aún lo conservo, la pierre noire.

Se trata de una especie de piedra oscura y plana que en realidad es el resultado de haber hervido huesos de cadáveres (¿quién no lo hace en casa?). Cuando la serpiente saca los colmillos de la parte de tu cuerpo en la que los haya clavado, se ha de hacer una incisión junto a los orificios y presionar rápidamente la piedra contra la herida. Al ser porosa, la idea es que va absorbiendo el veneno. Una vez que ha cumplido su misión se ha de introducir en leche hirviendo para que expulse el veneno, después se deja secar, y listo. Hasta la siguiente. Claro, hay que tener la prevención de llevarla encima. Si resides en Bilbao o en Barcelona, probablemente no ocurra nada aunque te la dejes en casa. Si vives cerca del trópico, ya es otra cosa. Nunca la he probado, pero la tengo en el baño.

Además de la piedra, aquella última noche en Benin nos regalaron un montón de historias tan ciertas allí como aquí increíbles. Javier, un catedrático de Ética a la par que jesuita muy escéptico ante el vodún, nos confesó que desde que vivía en este pequeño país no le había quedado más remedio que abrir la mente a lo inexplicable (en los milagros católicos no entramos).

Por aquel entonces impartía clases en una escuela que ofrecía también talleres de carpintería a la que  acudían unos cuantos jóvenes. Uno de ellos, aplicado e interesado por el oficio, dejó de aparecer un buen día. Javier envió a un alumno a su casa para tratar de averiguar qué le ocurría y éste le contó que se encontraba enfermo, pero no supo, o no pudo, concretar más. Al día siguiente, decidió acercarse él mismo. Sabía que el padre del chico estaba en contra de que asistiera a la escuela, porque además de formarse como carpintero, allí recibía clases de religión católica, y no estaba dispuesto a que los jesuitas evangelizaran a su hijo. Cuando llegó a la casa de la familia comprobó que el chico tenía una fiebre altísima, temblaba y se hallaba semi-inconsciente, así que pidió permiso al padre para llevarlo a un hospital cuanto antes. En el centro de salud, el médico que le reconoció comprobó que tenía unos bultos en la cara interior de ambos antebrazos. Creyó -nos contaba- que se trataba de inflamaciones producto de una infección, quizá por alguna picadura, aunque resultaba extraño que fueran tan numerosas, que estuvieran alineadas y aparecieran únicamente en esa parte del cuerpo. Decidió abrir.

Cuando la piel se rasgó bajo el bisturí, lo que encontraron fue trocitos de vidrio y piedras, en los dos brazos. El médico los extrajo uno a uno con unas pinzas y los depositó en una bacinilla metálica, que después mostró a Javier. Le recordó que antes de abrir él también había podido constatar que la piel estaba tersa, que no había heridas, ni cicatrices, ni restos de incisiones a través de las que alguien hubiera podido introducir los cristalitos y las piedras. Tampoco era viable la hipótesis de que los hubiera ingerido, ya que a través de la garganta y el aparato digestivo nunca habrían llegado a los antebrazos. Ni por esa, ni por ninguna otra vía.

Así que tras darle muchas vueltas a lo sucedido, a Javier, no digo ya a mí mientras escuchaba esta historia, no le quedó otra opción que aceptar que ni la ciencia ni la razón dan respuesta a todo. Mikel, mi compañero, pertenecía al club de los escépticos y no quiso abandonarlo pero a mí el relato, allí, en esa oscuridad, en medio de una cultura desconocida, me dejó como cuando me echaron la serpiente al cuello. Con el vello un poco erizado. Tras esa historia vino otra, la de un empresario valenciano que había llegado a Benin con el objetivo de invertir junto con socios locales en la fabricación y exportación de muebles de teka. Parece ser que a los locales el negocio que les propuso no les resultó del todo justo, incluso muy poco, y el empresario valenciano, que se despidió para dormir convencido de que había sentado las bases de un auténtico negocio, se levantó de la cama anulándolo y cogiendo el primer avión que salió hacia París. Toda la noche la había pasado aterrorizado viendo unas sombras negras que entraban y salían de su habitación, según relató. ¿Cierto? Quién sabe, yo no pegué ojo en toda la noche.

El episodio inexplicable

A la mañana siguiente cogimos el avión. Ocho horas hasta París, aterrizaje en el Charles de Gaulle, taxi para rodear la ciudad con el tiempo justo de embarcar en el aeropuerto de Orly rumbo a Biarritz. Ahí nos esperaba nuestro coche, aparcado ocho días antes, para conducir hasta Pamplona. Ese era el plan. Una hora después de ponernos en marcha se dinamitó.

Mikel y yo estábamos repasando las historias de la noche anterior. Como en cualquier debate que se precie, se generaron dos posturas claramente definidas.

- ¿¿Cómo se le van a meter en el brazo unos cristales y unas piedras?? ¿¿¿Pero tú te crees eso???
- A ver... Si nos lo hubiera contado un señor beninés, el del templo de las pitón, por ejemplo, con todo el respeto, seguramente no.
- Hombreeeee... Es que... ¿En qué cabeza cabe?
- Ya, pero para mí la clave a la hora de creérmelo es quién nos lo cuenta. Un tipo radicalmente escéptico con todo este tipo de creencias, ¡que es catedrático de Ética!, ¡que ha estudiado distintas religiones!
- Pero que no, que no puede ser, Maite. ¿No te das cuenta?

Y en ese instante, a Mikel se le ponen los ojos en blanco y empieza a sufrir unas convulsiones tan brutales que no puede controlar su cuerpo y las sacudidas hacen traquetear los cuatro asientos seguidos de la fila central.

- ¡Que me parta un rayo ahora mismo si es cierto!
Un chasquido eléctrico y de la nada aparece un rayo que se clava en el incrédulo.

Me aparto esa imagen de la cabeza. Le agarro de los hombros, le cojo la cara entre las manos, le retiro el flequillo, le llamo por su nombre... Nada sirve, está fuera de control. Me levanto y voy corriendo a buscar una azafata, le explico que tengo un problema con mi compañero. Viene y nada más verlo pregunta al pasaje si hay algún médico a bordo, pero a mí el clásico chiste de sketch no me hace ninguna gracia en ese momento, porque no sé qué coño está pasando. Uno de los dos hombres que han asentido se acerca, le mete la manga del jersey en la boca para que no se muerda la lengua, trata de sujetarle pero comprueba que es inútil. Hablo con él y con el otro pasajero que dice ser doctor, uno belga y otro norteamericano. Me preguntan si hemos tomado algún tipo de droga, si hemos podido comer algún alimento en mal estado, si se está medicando... ¡No! ¡No! ¡No! ¡Acaba de ocurrirle así, sin más! Si es epiléptico. No lo sé, creo que no, pero no estoy segura. La enfermera, pendiente en todo momento de nuestras conversaciones, se dirige a la cabina del piloto. Vuelvo a sentarme junto a él, con un miedo en el cuerpo que no es de este mundo pero aguantándomelo, intento sujetarle como puedo, hasta que se desmaya, completamente sudado y exhausto. Le tomo las pulsaciones en el cuello, las encuentro. Respiro. Parece que duerme. Respiro...

Entonces me llama la azafata, en un aparte me comenta que tendremos que abandonar el avión por medidas de seguridad sanitaria, por si acaso se trata de algo contagioso. Me notifica que en media hora tomaremos tierra en Togo y nos desembarcarán allí. A mí se me encoge de nuevo el estómago y me entran sudores fríos ante la perspectiva de llevarme a Mikel a un hospital africano, conocido lo que había conocido, sin saber qué le ocurría y con esa extraña imagen del rayo en la cabeza. Con todo eso y con el equipaje de los dos, cámara Betacam de las de entonces, trípode, cintas, baterías, cables... Más de treinta kilos en total. Mikel es un tipo alto y fuerte, uno ochentaytantos, que no sé si podrá ponerse en pie. Me niego. Le explico a la azafata por qué esa opción es imposible, no puedo hacerme cargo de todo eso sola ahí, en Togo, le pido por favor que me deje hablar con el piloto. Me concede el deseo. Entro en la cabina y le cuento que no puede ser nada contagioso, que hemos comido y bebido lo mismo todos los días, que no tenía ningún síntoma antes de embarcar, le ruego que nos deje en una ciudad europea, la que quiera, un escenario en el que me pueda manejar mejor que en una capital del África subsahariana. Consigo convencerle, contengo las lágrimas y le doy la mano como un hombre y un apretón en el hombro cuando lo que hubiera querido es abrazarle con toda mi alma, sobre todo para sentirme yo entre unos brazos en ese momento.

Salgo de la cabina pensando que si Dios existe acaba de entrar en ese avión, vuelvo a sentarme en mi sitio y a mirar a Mikel, a retirarle el pelo de la cara, secarle el sudor y hacerle caricias pensando que quizá así conseguiré conjurar lo que sea. Aflojo la tensión y me encuentro llorando en silencio. Trato de dormir, pero al poco tiempo el episodio se repite. Otra vez las convulsiones, los ojos en blanco, que es algo que provoca una impresión increíble, y la azafata mirándome interrogativa. Y yo pidiéndole que no con los ojos, que por favor no diga nada, que mantenga su calma profesional de azafata, que no podemos aterrizar ahí, porque no llevaremos ni cuatro horas de vuelo y calculo que debemos de estar sobrevolando Argelia. Su humanidad y mi mirada implorante terminan por vencer a la profesionalidad de la señorita, que se acerca a ayudarme a abrirle la boca de nuevo a Mikel para colocarle una servilleta y ponerle una almohada tras la nuca. Minutos después terminan las sacudidas. Pobre, pienso, no sabe ni lo que le está pasando, se va a despertar destrozado...

Sin más incidentes, horas después llegamos a París. Mikel despierta durante el aterrizaje, asegura que le duele terriblemente la cabeza, que se siente mareado y me pregunta qué ha ocurrido. Dejo la explicación para más tarde, me limito a decirle que se ha desmayado un rato, quizá por la presión atmosférica. No recuerda nada, ha permanecido inconsciente todo el viaje. Está tan agotado que apenas puede mantenerse en pie, así que recojo todo el equipaje, subimos a un taxi, rodeamos París por la autopista circundante así como a 140 km/h. porque le pido al taxista que, por su madre, tenemos que llegar en menos de lo que se tarda o perderemos el avión. Llegamos por los pelos, Mikel bordea el desmayo constantemente, en una hora aterrizamos en Biarritz, cargamos el coche y consigue dormir tranquilo durante todo el trayecto a Pamplona. Me pongo música, pero no dejo de darle vueltas a lo que ha ocurrido. Lo dejo en casa de su familia, le cuento a su madre a solas lo que le ha pasado y me asegura que no es epiléptico. Qué va, nunca ha tenido un ataque. Ah. Descargo el coche en la tele y me voy a casa.

Él no aparece en el trabajo durante unos días, está de baja. Cuando nos volvemos a ver me cuenta que no entiende qué le ocurrió, que nunca antes había sufrido un ataque de epilepsia, que ha estado en la consulta del médico de cabecera, con un neurólogo y con no sé qué otro especialista, y nada.

- No encuentran explicación.
- ¿Ninguno te ha dicho de qué podía venir?
- No.
- ¿Ni si, aunque no seas epiléptico, te puede dar un ataque una vez por algún motivo?
- No, no es lo habitual, parece.
- O sea que...
- Nada. Que no entienden cuál pudo ser la causa.
- Mmmh... Ya.

Nos miramos, arqueé las cejas, él también y nadie puso en voz alta sus pensamientos.


Nota. Esto ocurrió en febrero de 1997. Salvo el nombre de mi compañero cámara, todo es real. Las imágenes que he utilizado para ilustrar la historia, salvo la de la pierre noire, que es propia, las he tomado de las webs citadas. Cuando recupere mis fotos originales, analógicas, vendrán a ocupar su lugar, incluida la de la pitón al cuello.