domingo, 20 de octubre de 2013

¿Qué horas son, mi corazón?

Doce de la noche en La Habana, Cuba. Ding!...
Once de la noche en San Salvador, El Salvador. Ding!... 
Once de la noche en Managua, Nicaragua. Ding!...

Y doce de la noche en Lisboa, Portugal. Dong.

Al principio ha estado muy bien escuchar de nuevo a Manu Chao, viajar hasta los noventa, cuando Mano Negra tenía la sana costumbre de no anunciar sus conciertos, con lo cual, o te pillaba cerca del pueblo en cuestión cuando te enterabas, o te perdías la ocasión asegurada de una juerga bailonguera-reivindicativa. Digo al principio. Porque el tasco que estaba poniendo anoche esos entrañables temas de hace veinte años, en modo cd completo -sí, cd- se halla justo debajo del apartamento que hemos alquilado en la Alfama para esta semana. Y debajo quiere decir que sacas la mano por el balcón y le rascas la calva al cliente que ha salido a fumarse un cigarro en plena efervescencia socializadora después de meterse una rayita y tragarse medio copazo como si fuera el último de la Tierra y esta noche la del fin del mundo. Y que no pasa nada, que todos hemos estado en ese lado, pero justo anoche, no. Anoche una contaba ilusionada con dormir un poco después de toda una jornada saltando de adoquín en adoquín por estos barrios que son todo menos llanos, que recubren la piel de las siete colinas lisboetas con casitas humildes a las que les brotan protuberancias en forma de escaleras al aire, terrazas laterales ajenas a la ley de la gravedad, desvanes fuera de ordenación urbanística, paredes panzudas y  jardines silvestres en los tejados. Espíritu libre el de estos barrios, especialmente el de "el nuestro", Alfama.

Anoche, antes de ser acunados durante horas por Manu Chao y sus coros callejeros, cuando trepábamos camino a casa por uno de esos callejones bastante más angostos que una cama doble, descubrimos un lavadero. Un lugar al que las vecinas del barrio, señoras mayores con faldas a la rodilla y chaquetas remangadas hasta el codo, acuden con sus baldes repletos de ropa, la mojan, la restriegan bien contra la piedra inclinada, la enjabonan, vuelven a frotar, la aclaran y la retuercen hasta sacarle la última gota de agua. Arduo proceso que la instauración de la era del consumo y la llegada de lavadoras a los hogares hizo pasar a mejor vida hace décadas. Pero en esto, como en tantas otras cosas, el pasado se demora perezoso en multitud de rincones, pueblos y momentos de Portugal. Por eso merece tanto la pena perderse por aquí unos días. Por el viaje en el tiempo, por ese aire de decadencia y abandono que impregna tantos edificios que aún se empeñan en resultar maravillosos, por el olor a sardina asada que te asalta tras cada esquina, por las terribles humaredas que desprenden los hornillos de los castañeros y que te hacen localizarlos como a incendios en el monte gallego en plena noche. Por las galerías de arte mínimas, las tienditas de artesanía, la impecable exposición de Felipe Oliveira Baptista en el MUDE, el Museo del Diseño y Moda, la majestuosidad intacta del Monasterio de los Jerónimos, las iglesias que lanzan sus cruces de hierro como espadas al cielo desde cada montículo, los kioscos que asoman bajo tejado de cristal esmerilado y filigranas art decó. Por los benditos pasteis de nata, con su hojaldre ligero y crujiente y su crema al punto y por los sumos do día, que te refrescan el espíritu y puedes tomar en cualquier parte por uno o dos euros.


A quienes somos de naturaleza impaciente Lisboa también nos pone a prueba, o nos regala un ejercicio. Porque cada vez que uno pide un plato de bacalao, un café, o una caña, hay que esperar. Como si el bacalao, el café y la cerveza estuvieran aguardando sentados sobre un bidón metálico en la trastienda, sesteando, hojeando el periódico o limándose las uñas hasta que nuestro pedido llega. Y entonces se estiraran la falda, se arreglaran un poco el pelo y se dijeran "vamos, a lo nuestro, a dar de comer al hambriento y de beber al sediento". Y sólo entonces se dejaran preparar en salsa de tomate, servir en taza con un poco de leche humeante o repicar en vaso ancho. Todo lleva su tiempo, y una aprende que incluso se puede esperar, y está bien que en ocasiones así sea. Sobre todo cuando la espera se ve recompensada. Para huir de lo bucólico, se ha de decir que esto no siempre ocurre. Este jueves un batido de mango tardó en completar su recorrido hasta la mesa cerca de media hora, y cuando ya había renunciado mentalmente a la idea de sorberlo con una pajita, apareció. Eso sí, disfrazado de copa de leche templada con una lejana reminiscencia al mango en el tono y el sabor. Irreconocible.

Con todo, siempre se vuelve a Lisboa. A la orilla del Tajo, a su brisa atlántica. Ella no es impaciente, siempre está aquí, esperando sin prisa, porque sabe que vendrás otra vez a verla.

Me gusta soñar, me gustas tú. 
Me gusta la mar, me gustas tú.