domingo, 24 de noviembre de 2013

Emmet Gowin

Esto no es una crítica de una exposición. No soy crítica de arte.
Esto es un agujero que se abre en un domingo gris y lluvioso al que anteceden al menos trece días iguales.

Emmet, un chico de Virginia hijo de un severo pastor metodista, cogió un día una Leica de 35 mm. y después se enamoró perdidamente de una chica cuya familia vivía junto a la suya. No sé si en ese orden. Edith, la chica, se convirtió en su musa, su modelo, su esposa, la madre de sus hijos, la cómplice y la compañera de un largo viaje que aparece en un sinfín de fotografías que parecen haber sido tomadas sin ningún esfuerzo, con la misma naturalidad con que el sol atraviesa y funde a veces las nubes de otoño. "Sin Edith, hoy no sabríais nada de mí…" ha dicho un hombre que, además, sabe escribir.

Mr. Gowin (1941, Danville, Virginia) ha atravesado con su mirada muchas más cosas a lo largo de medio siglo. En su nítido blanco y negro ha recogido fragmentos de piedra hallados en Italia y en Petra. Ha sobrevolado desiertos de pruebas nucleares en Nevada, vastos círculos del Medio Oeste norteamericano habitados por instalaciones de riego fantasmagóricas, entrañas de extensas minas de carbón abiertas al cielo, no-lugares tatuados por huellas de todoterrenos… Un sinfín de paisajes aéreos sorprendentes que resultan abstractos de puro hiperrealismo. Pero Edith siempre vuelve a protagonizar sus series. Bellísimas. Y lo bello no es el aspecto de esta mujer, o cómo incide la luz sobre ella, o la elección del entorno, el gesto o la postura. Creo que lo que más me ha emocionado es la paz, la honestidad, la manera de dejarse estar delante de la cámara del hombre que la fotografía. El hilo umbilical que se intuye entre los dos. Ella misma lo explica en una entrevista conjunta. Que cada vez que ve esas imágenes, de la misma manera que cuando su marido las estaba tomando, siente cómo la quiere. Sí, creo que es eso.



"Emmet siempre me dice, en cualquier situación en que estoy de pie en algún lugar, quédate quieta, quédate ahí. Y entonces, sé que me va a fotografiar". Ya está. Sin más discurso conceptual, ni parafernalia pretenciosa. Es un placer verlos y escucharlos a ambos, a sus sesentaytantos, en esa conversación grabada. Él asegura que no es un artista de mensajes, no pretende transmitir ninguno en especial con su trabajo. Si acaso, dejar constancia del mundo que le rodea y que nos rodea, para que podamos conocerlo y querer cuidarlo. Falsas modestias aparte, este tipo de reflexiones suele conducirme a pensar que la gente que es realmente buena en lo suyo tiende a restar importancia a lo que hace, es más de desnudar que de vestir. No necesitan esos ejercicios de vanidad tan vergonzosos en los que a veces caemos quienes somos infinitamente más mediocres.

Hace pocos años a Emmet Gowin le encargaron un trabajo de catalogación de insectos en Sudamérica para un proyecto científico. Algo en principio bastante más prosaico que poético, dio paso a una serie maravillosa que tiene bastante de onírico y mucho de homenaje. El objetivo era fotografiar mariposas nocturnas, y lo hizo, decenas, centenares y miles quedaron atrapadas en su lente, pero la última noche, antes de dar por terminada la caza de imágenes, recordó que en su equipaje llevaba unas siluetas de fotografías tomadas a Edith. Así que aprovechó las últimas horas para fotografiarlas superpuestas a la red donde se posaban las mariposas de la noche. El resultado es increíble, el de un espíritu que vuelve a acompañarle y a ocupar su lugar rodeado de sombras aleteantes y regueros de luz dibujados sobre negro.

Recomiendo pasar hora y media, o lo que cada cual necesite, ante estas imágenes. Como quien receta ibuprofeno en días de migraña. Sirven para amantes de la fotografía, para enamorados del amor, para poetas disfrazados de transeúnte anodino, para buscadores y para quien quiera escanciar algo de luz en cualquier oscuridad.


Bilbao, Sala Rekalde, hasta el 26 de enero de 2014.