miércoles, 30 de diciembre de 2015

Welcome to the jungle

Rubia, sien izquierda rapada, como Alice Dellal hace ya unos años, piel translúcida, demasiado maquillada, o mal maquillada para sus facciones y su edad, cara triangular, talla XXS, edad difícil de acotar entre los 18 y los 25 años, por ejemplo, charlaba sentada a la mesa de la cafetería con un señor que quizá era su padre. Ella había oído que lo mejor era mostrarse tal como eres, no hacer ningún papel, sino que se vea cómo eres, ¿sabes? Dicen que eso es lo mejor, pero yo no sé qué hacer en una situación así... No sé qué hacer en una entrevista de trabajo... Después ha presionado una servilleta de papel usada contra los labios pintados de rosa chicle, con cuidado, para volver a sacar un pintalabios formato rotulador y volver a repasárselos ante un espejito. Llevaba un vestido cortito y ajustado con estampado de flores y una chupa motera negra, un clásico en una de las lecturas recurrentes de lo femenino que ha hecho la moda comercial en las últimas temporadas. Y temblaba. Todo el tiempo. Muy sutilmente. Las manos, al estar quietas y al moverse, el cuello transparente, la boca de labios finos, las mejillas, los ojos al abrirse y cerrarse. Daban ganas de envolverla en una manta gruesa y rodearla bajo el brazo, porque temblaba como lo hace un pajarillo cuando está nervioso. En ese estremecerse constante parecía que al colibrí se le iba a quebrar algo en cualquier momento.

El hombre no ha despertado mis sospechas, se limitaba a atender su monólogo asintiendo de tanto en tanto para hacerla sentirse escuchada. Quizá porque su cabello ya era completamente blanco y rozaría los setenta años, he pensado que podría ser su padre, un padre con el que no tiene relación y al que no ve más que cada mucho tiempo y con el que repasa alguno de los últimos episodios de su vida. Supongo que a un padre así se le cuenta que has asistido a una entrevista de trabajo en la que no sabías que hacer, porque te preguntaría qué haces, si trabajas o no y en qué. O sí ha despertado un poco mis sospechas, porque creo que si fuese su padre habría intervenido más o de otra forma en la conversación, no se habría limitado a escuchar ante la fragilidad extrema que gritaba el cuerpo de su hija.

No se me ocurre para qué tipo de puesto ha podido ser entrevistado el colibrí, me costaba visualizarla en ninguno, pero su manera de temblar provocaba desasosiego. No he conseguido imaginarla defendiendo nada, ni a sí misma, ni sus habilidades, talentos o capacidades por las que podrían haberla contratado esta mañana. Se supone que todos tenemos un lugar en el mundo, pero a algunas personas les cuesta mucho más encontrarlo. Y en un mundo que a veces se parece bastante a una jungla plagada de predadores arbitrarios, tontos útiles y hienas sin escrúpulos, no sé si un colibrí sobrevive. 

Luca está enamorado de las ovejas y de los leones. En esa feliz esquizofrenia vive ahora, se le ve subyugado por el "teón" que lleva en su jersey y por la secuencia que le vengo poniendo a petición suya mientras desayunamos en la que el Rey León de la inefable factoría Disney anima a su hijo y le traspasa sus nobles valores, la importancia de la comunidad, y le insufla su fuerza antes de dejarlo solo. Al mismo tiempo, y en la misma medida, le inundan de ternura las ovejas, las "beeee" de toda condición. Viene a buscarme con sus botas de oveja domésticas para que se las ponga y cubre de besos rendido de cariño a la oveja gigante que su madre luce en un jersey de borreguito que acaba de comprarse para estar en casa con el fin subrepticio de que su pequeño se le tire encima un poco más todavía. Así somos.

Y aunque mi pequeñín hace "¡¡Roaaarrrr!!" cuando hablamos del león, es dulce como una ovejilla -con subidones de testosterona espeluznantes, eso sí-, y como aún no está maleado por la convivencia constante con sus congéneres porque no ha pasado por guardería alguna, en los parques infantiles que en Bilbao son y serán, cuando un macarra cualquiera en versión mínima le empuja o le grita, se le queda mirando con el espíritu de un lama tibetano ocupando su cuerpecillo porque no entiende de dónde viene ni a dónde va esa violencia gratuita. Su madre, en cambio, no se deja cegar por su naturaleza optimista y sí que va advirtiendo que el mal está ahí fuera, a veces en píldoras pequeñas. Por eso esta misma mañana vacacional, antes de ver al colibrí Dellal temblando ante el señor de pelo blanco, cuando un crío descarriado y de más edad ha venido a gritar de pronto a mi txikitin y a otros dos mientras amenazaba con atropellarles con su bici, me he encontrado en cuclillas para ponerme a su altura atravesando con mi mirada de fuego al minimacarra mientras alentaba a mi niño, "¿cómo hace el león, cariño? ¡¡¡ROAAAARRRRR!!!". Y la paz alegre y ruidosa ha vuelto.

Poco más tarde, casualidad o no, paseando por una jungla urbana domesticada nos hemos cruzado con el señor mayor, que se abría paso entre la maleza empuñando su cámara fotográfica cuasiprofesional y de considerable objetivo seguido por el frágil colibrí. ¿Era él el entrevistador? ¿La ha contratado? ¿Para qué? Welcome to the jungle...

viernes, 4 de diciembre de 2015

Woody y los miedos

Hace unos días cumplió 80 años un Woody Allen pleno de facultades. De qué manera tan diferente trata la edad a unos y a otros, fue lo primero que pensé.

Decía que este Woody nuestro que vive en Manhattan ha llegado a los 80 asombrosamente pleno de facultades y también de miedos, porque una de las grandes aportaciones de este judío pequeño, intelectual y neoyorkino, no necesariamente en ese orden, son sus magníficas neurosis. Gracias a sus fobias, manías y obsesiones varias hemos sonreído, reflexionado, e incluso reído a carcajadas a lo largo de los años, más al principio, pero también al final. 

Woody Allen generando material para su psiquiatra.
"El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro". Este es uno de sus muchos pensamientos convertidos en citas por quienes quieren dar un barniz intelectualoide, pero no inalcanzable a sus textos, como yo ahora. Todos hemos sentido ese tipo de temores injustificados y sin sentido en alguna ocasión pero se me ocurre que dedicarse a acoger y alimentar en el propio seno miedos múltiples y no ser capaz de desprenderse de ellos por muy irracionales e incomprensibles que sean, debe de parecerse bastante a una condena. 

Barandillas que se abren
Ayer paseaba con mi retoño y su abuela paterna puente abajo, por la acera. Como mi criaturilla ya camina a su aire y gusta de mostrar que es un ser autónomo, su padre y yo somos partidarios de dejarle creer que es así para que termine siéndolo. Así que él avanzaba libre conmigo a la distancia de seguridad que todo pedagogo, pediatra y persona con dos dedos de frente recomendaría. Noté que mi señora suegra iba poniéndose nerviosa hasta que me lo soltó, claro, que cuidado, que ella nunca había dejado que sus hijos fueran así por el puente, que le daba un miedo terrible, que lo agarrara... Bien. La barandilla, de hierro forjado, dibuja un patrón que se repite a lo largo de todo el puente. Por ninguno de los huecos que quedan entre esas filigranas cabría la cabeza de mi criaturilla, ni los hombros, ni el tronco, ni el culo. ¿Podría sacar el brazo o la pierna? Podría. Hasta ahí. Es literalmente imposible que se caiga al agua a través de esa barandilla. Antes pasaría el camello del que nos hablaban en la catequesis infantil por el ojo de la aguja. No importa. Para la mujer el ojo de la aguja es un agujero negro certificado por Stephen Hawkings y el camello, una pulga famélica. Absorción segura. 

Aviones que caen
Hay personas que suben a un avión pensando que su destino no es Nairobi, Copenhague o Alicante, sino una muerte segura. Conocí a una. Teniendo en cuenta que abundan bastante, lo que voy a contar no resulta nada excepcional. Volábamos de Madrid a Moscú y teníamos 23 años. La pobre había hecho todo lo que estaba en su mano para alejar el miedo a manotazos, beber, pensar en otras cosas, beber, tomar no sé qué para relajarse, beber, hacer como si le interesara la conversación y beber un poco más por si todo lo anterior no funcionaba a medio plazo. Así que embarcó más bien perjudicada, hiperventilando y ya sudada desde la escalerilla de acceso. Como pedir alguna bebida espirituosa nada más embarcar y teniendo cinco horas de vuelo por delante nos pareció poco elegante, nos limitamos a aceptar el vaso de agua que toda azafata bien formada ofrece en un viaje de estas características. Por supuesto, no surtió ningún tipo de efecto, ni bueno, ni malo. Y una vez que ascendimos y el avión -Aeroflot, inquietante para algunos, terrorismo soviético para mi amiga- recuperó la horizontalidad a miles de pies de altura, la afectada colocó la cabeza entre las rodillas y se la cubrió con las manos en una especie de mantra físico que, puede que sea por ignorancia, pero cuesta creer que funcione. No funcionó, claro. Y a partir de ahí la mujer atravesó mentalmente las cinco horas de vuelo nocturno lo mejor que pudo, que fue más bien mal. Visitar el baño de vez en cuando quedó investido "el mejor recuerdo del trayecto". 

Serpientes que asoman 
Aún no siendo miedosa, creo que más bien pecaría de lo contrario, que tampoco es sano, también he pasado mis momentos de gloria. Cuando era pequeña, no sé, seis o siete años, supongo que me pilló en el cuarto de estar el clásico documental de culebras de campo que a esa edad se perciben como anacondas amazónicas. Lo intuyo porque me recuerdo durante unos cuantos días sintiendo ese cosquilleo frío que recorre la columna vertebral hasta pinzarte la nuca cada vez que iba a sentarme en el váter. De hecho, no me sentaba, sólo lo tocaba con las rodillas y elevaba el resto del cuerpo con los brazos en tensión sobre la taza al tiempo que mantenía la cabeza vuelta hacia atrás y los ojos clavados en el agujero del retrete. ¿Por qué? Porque creía que uno de esos pavorosos reptiles iba a asomar la cabeza en cualquier momento y avanzar curioso hasta mi culo infantil. Increíble, ¿no? Así pasé semanas. Fortaleciendo bíceps y tríceps. 

Veinte años después estaba leyendo el periódico apaciblemente en un agradable café de Barcelona cuando me saltó a la cara clavándome las uñas un titular. Vecina de L'Hospitalet de Llobregat descubre una pitón amarilla saliendo de su inodoro. Como lo cuento. La vida le había deparado ese tipo de vecino para quien el término "mascota" se abre como un paraguas amoroso bajo el que cabe todo el reino animal. Vivía debajo de su casa. El día anterior, lloroso porque su pitón había decidido huir en busca de horizontes más amplios, o más limpios, adivina. Esa mañana, agradecido a la madre naturaleza porque la pitón no había resultado tan aventurera como parecía. La vecina sobrevivió al impacto, algo de lo que yo no habría sido capaz, transformándose así en mi heroína doméstica. Y para celebrarlo, mi miedo extravagante se puso traje y corbata y se echó a la calle con la cabeza bien alta.

jueves, 19 de noviembre de 2015

El ombligo del mundo

Septiembre de 1999.
Cuando apenas llevaba meses viviendo en Barcelona un amigo de Pamplona al que quiero mucho me pidió que le acompañara a entrevistar a Peret. Para mí, Peret era un señor gitano que se había dedicado a la venta ambulante de tejidos en mercadillos de barrio como su padre, que cantaba rumbas como sólo él sabía y que había pintado algunos cuadros como la inspiración del momento le había querido iluminar. El amigo es Raúl De la Fuente, de momento ganador de un Goya al Mejor Corto Documental, como ya prometía. La entrevista transcurrió tranquila, cómoda y no demasiado larga, formaba parte de un trabajo más amplio y las preguntas estaban muy medidas. La hicimos en su casa, en el límite del Raval, un lugar abigarrado, sin espacio en paredes ni suelo para colocar los trastos que se acarrean en toda grabación ni nuestros propios cuerpos. Al terminar su hermano y él, como toda gente de bien, nos invitaron a unas cervezas y nosotros elegimos dónde pagarlas, en el bar de enfrente.

El bar resultó ser Els Tres Tombs, una esquina amplia de barra metálica con brillo arrancado a golpe de paño de rejilla empapado en MG, cordilleras de servilletas rebosantes de grasa y compacto aroma a fritanga. También tenía terraza, nos sentamos fuera. De ese encuentro me llevé la invitación de un Peret agradable, no sé si viejo zorro seductor, a la chica de veintitantos años que acababa de arribar de una capital de provincias a una atractiva Barcelona, muy turística pero aún no parque temático. "Tú llámame cuando quieras y te llevo a restaurantes bonitos".

En construcción, 2001. Otra forma de mirar el mundo.
Octubre de 2001.
Ya vecina del barrio, con mi moto aparcada cada día en la esquina entre otras motos hermanas y primas, fui deviniendo en habitual del bar hasta hacerme socia de la hermandad de Els Tres Tombs, sobrevolando las montañas de grasa para atisbar encanto de barrio donde antes sólo veía suciedad y frikismo extremo. En su terraza me hice con una mesa donde soportar un café intragable que por supuesto me tomaba, porque me permitía ejercer ese impagable derecho que es mirar a todo el mundo, escudriñar sus costumbres e inventar sus vidas. También leía y escribía algo, supongo que sólo como excusa para seguir mirando. Una tarde rojiza de otoño con olor a castaña asada y boniato se paró a charlar a unos metros de mi mirador un viejo pequeño y hablador con visera azul gastada. Otro día me crucé allí con una chica de coleta alta, raíces oscuras y chicle batiente. Él era el maravilloso y tierno marino que buscaba una habitación de alquiler donde trasladar sus cuatro cosas y ella, la joven prostituta que convivía con su novio en el documental de José Luis Guerín En construcción. Sólo faltaba el albañil de alma sensible que entre paletada y paletada de cemento divagaba sobre la existencia de Dios, un poeta cuya sutileza de sabio sufí no era de este mundo. Todos ellos vivían en mi barrio antes que yo, y reconocerlos al poco de haber visto el documental me hizo sentir mucho más parte de la ciudad, y de todo el proceso de transformación urbanística, estética y humana que estaba experimentando entonces el Raval. Gracias a esa terraza se cruzaron y entraron en mi vida multitud de personajes interesantes, escritores londinenses, ex camellos de la burguesía barcelonesa transmutados en estudiantes de Filosofía deseosos de cambiar el mundo, cinéfilos vendedores de mercadillo, señoras de la calle en bata y rulo de paisano, y toda una nutrida y amena fauna que terminó formando parte de mi paisaje vital.

Retrato, Lita Cabellut.
Noviembre de 2015.
He leído que hay una pintora que es la única española en la lista de los más cotizados del mundo, sólo superada en las subastas internacionales por Juan Muñoz y Miquel Barceló. Si eso es cierto, es decir mucho. De niña se dedicó a pedir limosna Ramblas abajo y a malvivir en la calle durante años después de que la abandonara su madre a los tres meses de nacer. En el otro plato la balanza de la vida quiso que le esperara una pareja que la adoptó, le dio el amor que le había faltado y la posibilidad de formarse. De adulta, en las pinturas de Lita Cabellut se escuchan ecos de Francis Bacon y de cierta tragedia nacional. Son ásperas, crudas... A mí me gustan, me impresionan. Lita vino al mundo en el Raval, es hija de una prostituta.

El tiempo que viví allí no sé hasta qué punto me di cuenta, pero después he descubierto que este barrio podría ser el ombligo del mundo.





lunes, 9 de noviembre de 2015

... recitando a Petrarca de memoria

Llevo noches repartidas al azar entre varias semanas haciéndome trampas al solitario. Deseando sentarme a escribir pero cogiendo una revista para echar un vistazo a dos páginas antes de dormir. Abriendo una edición en inglés de cuentos de Rudyard Kipling para leer página y media antes de dormir. Revisando casi inconscientemente cuestiones del guión, del trabajo, un cuarto de hora antes de dormir. Recogiendo por el suelo de casa lo irrecogible veinte minutos antes de dormir. Cualquiera que tenga niños en casa lo sabe, pretender poner orden en un espacio donde siempre termina reinando el niño es una labor a medio camino entre castigo mefistofélico y laberinto borgiano, te ves atrapado por un loop infinito en el que conforme crees que avanzas descubres que sólo te estás moviendo en círculo. Y así todos los días, voy sembrando el camino al ordenador de pequeñas actividades que me distraen.

Como desde que traje a mi amor de bebé creciente al mundo hice un pacto inconsciente conmigo misma, que consiste en que el tiempo que no es trabajo ni sueño va íntegro para él, escribir viene a ser sinónimo de robar horas al sueño. Porque al trabajo no hay quien le robe un minuto. Y a mí, que, siendo una persona de dormir entregado y fecundo, llevo año y medio acudiendo varias veces cada noche a la llamada de esa alegre, risueña y demandante criatura mía -llamadlo naturaleza, llamadlo demencia-, qué queréis que os diga... yacer me viene bien. Me gusta. Siempre he pensado que quien inventó la cama y quien parió el nórdico merecerían efigies y paneles con su rostro del tamaño que gastan los líderes norcoreanos.

Todo esto para decir que han confluido los astros. Por un lado, un amigo fan agradecido de lo que escribo me preguntaba este sábado si no pensaba volver a teclear algo en un futuro cercano. Por otro, leo hace un rato algo que publicaba en su blog otro amigo acerca de su amor de juventud a la poesía, lo que me lleva de la mano a la capacidad mágica que infunden los versos a quien los frecuenta de evadirse hasta esfumarse de cualquier entorno en que se encuentre. Y una cosa y la otra me han llevado a recordar algo que escribió Luis García Montero y que me apropié desde que alguien lo convirtió en un regalo para mí en su día, hace algunos años, y desde entonces saco a pasear íntimamente contenta siempre que tengo ocasión, como solemos hacer con los obsequios acertados. O con los perros de porte elegante y generosidad contagiosa. Porque las imágenes que proyectan estas líneas esconden historias que una vez vividas se guardan como joyas secretas, y porque a lomos de sus palabras viajo y soy otra.

Este otoño hábilmente disfrazado de primavera.

Cuando te quedas muda y decides regalarme París,
comprar la torre Eiffel para tender mi ropa,
si acaso me desnudas y no llueve.
Cuando insistes
en bordar las Meninas de Picasso
sobre todas las sábanas de Washington,
o viajar hasta Roma como quien busca un circo,
como quien pisa tierra después de muchos años
y a conciencia es feliz y es borracho.
Cuando me hablas de amor
o gritas que no importan la luz ni los relojes,
que es de noche y no piensas levantarte;
entonces
yo digo que estás loca y me respondes
recitando a Petrarca de memoria.


Buenas noches...



martes, 3 de marzo de 2015

Gracias, Mr. Taylor

La seducción, por suerte, carece de códigos y normas. O quizá se ajustaría más a la realidad reconocer que cada cual creamos y aplicamos los nuestros. Con los años me he dado cuenta, por ejemplo, de que durante una buena época de mi vida, además de a los amigos he grabado cassettes, y después cds, a los chicos que me gustaban para sugerirles bandas sonoras que a mí me parecían imprescindibles si uno quería llevar una vida que pudiera llamarse vida. Trucos hay mil para hechizar, muchos de ellos rompen la cáscara y despliegan su plumaje desde el inconsciente, por eso en no pocas ocasiones ni siquiera detectamos que estamos sacando todo el armamento a la calle.

Pero tan divertido como esa relativa ingenuidad es que a la inversa la cuestión funciona de modo parecido. En ocasiones tampoco sabemos muy bien qué es lo que nos atrae de una persona, de un lugar o de una situación hasta que desmenuzamos el asunto en compañía de alguien de confianza o en una de esas conversaciones con uno mismo que de vez en cuando se cuelan en nuestra rutina diaria. Resulta que hace poco ha muerto en París el creador de los Barbapapá, Talus Taylor. Yo me he enterado hoy, y la verdad es que me ha dado pena.

Familia que habita en una estantería de casa, aumentada por Wall-e y Eva.
Me recuerdo de pequeña, fascinada ante los miembros de esta maravillosa familia con superpoderes, algo que en secreto, cuando dejamos de ser niños seguimos ansiando tener, claro. Ser invisible y volar eran mis dos grandes deseos. Durante una temporada, a raíz de haber visto en TV una de las quince mil versiones que se han hecho de un clásico, El hombre invisible, me pasé los días y las noches tratando de atravesar como hacía él las paredes de casa, empujando suave con la punta de los dedos en la convicción de que así podría llegar a pasar todo el cuerpo a través de aquellos muros infranqueables. Por supuesto, probé con todas las paredes y rincones, para mí la clave era encontrar el punto en el que la realidad cedería a mi fortaleza mental. Y... efectivamente. No lo conseguí, pero os aseguro que no fue por no intentarlo. Si ese hombre transparente podía hacerlo, ¿por qué yo no? Bien. Del superpoder de volar y el videoclip de Pink Floyd Learning to fly podemos hablar otro día, pero cuando descubrí a la familia Barbapapá me di cuenta de que también quería ser como ellos.

¿Cómo no vas a dejarte seducir por esa maleabilidad infinita? Barbapapá se convertía en pasarela para ayudar a los animales que huían de un incendio en el bosque a subir a una barca, Barbamamá en bañera para que sus hijos pudieran chapotear tranquilamente entre sus brazos, Barbalala no sólo tocaba instrumentos, sino que si quería ¡ERA un instrumento! ¿Qué mayor placer puede haber que ser momentáneamente aquello que te hipnotiza? Un piano, un río, el viento, una hoja... Eso lo contiene todo, cualquier otro deseo y aspiración.

Hoy se me ocurrirían decenas de posibilidades, presidenta del FMI para dar un golpe de timón a la macro y la microeconomía mundial, Juliette Binoche o Julianne Moore para ponerme intensa y dramática durante hora y media, pero bien, Rossy de Palma, para reirme de todo y estar estupenda con un cactus en la cabeza, Paul Auster, Roberto Bolaños, Luis García Montero o el querido y antiguo Benedetti para lo obvio, Patti Smith, Black Francis, Micah P. Hinson, Debbie Harry y Keith Richards para caminar por algunas sendas del lado claroscuro un rato, Ryuichi Sakamoto, Abdullah Ibrahim y Michael Nyman para convertir las vidas de los demás en películas interminables, Helena Christiansen para saber cómo es manejar una belleza considerable y después encontrar tu sitio. Y taza de caldo caliente para calmar el martes de febrero a cualquiera que esté pasando frío y angustia en la calle, cámara de fotos para atrapar el instante en que bajan la guardia estética nuestros políticos -la ética no sé cuándo estuvo arriba-, menestra de verdura de mi madre para ver cerrar los ojos de placer a todo el que la prueba, rayo de sol de invierno para hacer pararse sobre una baldosa y ronronear a gatos, perros y hombres, cala balear para paladear la alegría del que me encuentra después de caminar entre pinos y sabinas, cama de dos metros y edredón de plumas para acoger sueños, amores y tempestades... En fin.

En este caso sí que sabe una por qué se dejaba seducir. Descanse en paz, Mr. Taylor.