lunes, 6 de junio de 2016

Dos vidas y un vermú

Estaba sentada en una terraza del pueblo de mis padres y aparecieron. Ocuparon la única mesa libre, justo al lado de la nuestra, esa por la que las parejas de abuelos son capaces de acelerar su velocidad crucero y los padres jóvenes de abandonar la silla de sus criaturas. Una pareja con una hija. Una cerveza, un café y un mosto. Comentarios banales. La niña, de unos ocho años, quería unos cromos, pero si los tienes ya todos, no, me faltan tres, si no te han salido en dos meses, no te van a salir ahora, venga... que no te he dicho. Todo normal, pero sólo en apariencia. En la escena había algo que no encajaba. La niña era hija de la mujer, sin duda. Los mismos mechones de una melena abundante, lisa y morena enmarcando la palidez de unas caras con ojos almendrados, oscuros y expresivos. La madre, de veintipico años, la había vestido como a ella, una mini yo deportiva, con mallas ceñidas, coleta alta y bomber llamativa. A pesar de la discusión, o precisamente a causa de ella, se apreciaba la corriente invisible de complicidad que conectaba a ambas. El hombre quedaba fuera. En aquella mesa no existía el triángulo, sólo una línea recta de ida y vuelta.

Él tendría cincuentaytantos, estaba fondón, llevaba el pelo cortado a cepillo, aún oscuro sin llegar a resultar amenazante gracias a unas cuantas canas diseminadas de modo uniforme por ese césped hirsuto. Vestía como un señor en fin de semana, unos vaqueros anchos y planchados, una camisa clara con los botones pugnando por mantener cerrada la camisa a la altura de la barriga y una cazadora deportiva caqui. Alejado de la estética deportiva de las chicas y de su microcosmos de mosto, cromos y café gracias a unas gafas negras opacas e impenetrables como el mármol. Un punto macarra.

El inquietante ex militar de American Beauty...
No era el padre de la niña, pero tampoco el padre de la mujer, y costaba creer que fuera su pareja. No
combinaban en modo alguno, y ya se sabe que con las parejas ocurre como con los perros y sus dueños, su aspecto y sus gestos terminan pareciéndose al cabo de los años. Quizá era un amante que había emergido del pasado, alguien que la ayudaba económicamente... Transcurrió una media hora durante la que el hombre no cruzó palabra con la chica y su hija a pesar de que proyectaba cierto halo protector sobre ellas. La cerveza desapareció de la jarra, el mosto del vaso y el café de la taza, y los tres abandonaron la mesa a su suerte. Nosotros no nos movimos de la nuestra, porque se fueron incorporando sobrinos, parejas, hermanos... y las rondas de vinos y cañas, dando paso a otras de lo mismo y unos calamares, y dos croquetas de espinacas, y un marianito, y el clásico loop. Hasta que unas mesas más allá reapareció el hombre del césped rígido como las alfombras de hierba artificial sentado con la que sin duda, era su mujer. Una señora de cincuentaytantos vestida de señora, mucho más acorde con él en todo, con la que sí intercambiaba sin entusiasmo comentarios que rodaban sobre el mullido colchón de costumbre y rutina que los años de convivencia van engrosando.

Cuando me fue revelada la que creí su verdadera vida, poniendo punto final a mi tesis de vermú, algo ocurrió. El hombre giró la cara hacia mí, elevó dos centímetros sus gafas negras y me atravesó con una mirada de calibre 44. Sé lo que estás pensando. De pronto se me ocurrió que tenía aspecto de militar retirado, y fue peor. Busqué a mi pequeño y huí con él en busca de un palo, una piedra, algún insecto peligroso o cualquier cosa que le pudiera interesar de las macetas de la terraza.