domingo, 13 de marzo de 2011

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Faltan 5 días para que suba al avión que me va a dejar en Tokyo. No sé en qué Tokyo. No sé cómo estará el aeropuerto, el metro, los trenes ni las calles del centro de la ciudad. Y seguramente las imágenes que me voy a encontrar serán diferentes de las que tengo dentro de la cabeza, alimentadas por un montón de reportajes, guías de viaje y blogs que había ido consumiendo con la dedicación de un orfebre hasta el pasado viernes.

Pero se jodió, amigos. Este pasado viernes un terremoto también ha atravesado mi cabeza, y esas imágenes y esos planos que se habían acomodado como podían han saltado, se han mezclado y han pasado al blanco y negro. Qué curioso es el funcionamiento del cerebro... estás viendo con angustia creciente el desastre en Japón, los planos aéreos de la riada negra, las oleadas de gente en Tokyo haciendo cola para llamar a su casa desde una cabina telefónica -¡desde una cabina, porque los móviles no funcionan en Japón!- y caminando como hormigas desorientadas por esas enormes avenidas de neón, y parece una película. No está pasando. Esto ha destrozado la vida a miles de personas que van a tardar años en recomponerse. Ya no tienen la cama en la que se refugian del mundo cada noche, ni la ropa con la que lanzarse a trabajar por la mañana, ni la caja de té que les regaló su abuelo, ni las fotos de cuando eran niños. El tsunami les ha pegado un mordisco que les ha dejado con los huesos al aire. Y eso es Japón ahora.

Es cierto que no pensaba viajar a Sendai, la zona más arrasada, pero seguro que en Tokyo quedan huellas. Los japoneses son eficientes, sí,  tan rápidos como para borrar un terremoto de 8,9 en una semana, no. Y esto tiene toda la pinta de entrar en los libros de historia que estudiarán nuestros hijos. Va a ser un viaje interesante. Por muchas cosas.

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