lunes, 29 de abril de 2013

Berlín no es ciudad para viejos

Hablemos de leyendas urbanas. Hay una, asentada ya entre amantes de lo freak y del absurdo -me incluyo- que se ha ido tejiendo en los últimos años de inmigración oriental. Lanza una tesis acerca de la notoria ausencia de población china de edad avanzada en nuestro país. Bien, no entraré a valorar lo escabroso del asunto. ¡Pero sí la ampliaré! A Berlín. Berlín no es ciudad para viejos. O más bien al contrario, sí lo es, porque hay multitud de parques extensos para jugar a la petanca, pasear, sentarse en un banco a charlar o leer al primer sol de la primavera. Porque las aceras son auténticos campos de fútbol con espacio para todos y todo, donde las posibilidades de romperse la cadera por tener un mal tropiezo con alguien son tantas como las de ver a Izquierda Unida ganar la Comunidad de Madrid. Porque la variedad e interconexión de los transportes públicos facilita el turismo dentro de la propia ciudad como antídoto contra el aburrimiento. Porque toda Berlín está diseñada-para y dedicada-al ciclista, y ya se sabe que practicar deporte con relajo y con asiduidad alarga la vida y la hace más llevadera. En fin, qué sé yo... También porque la cantidad de actividades que una asocia con ese tramo de la vida tranquilo, reconfortante y hedonista que deberían de ser los setenta y los ochenta años, por ejemplo, se encuentran en esta maravillosa ciudad. Paseos, teatro, recitales de música, huertas incipientes ganadas a las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Tempelhof, cine en versión original y doblada, mercadillos con teléfonos negros de baquelita, tocadiscos Blaupunkt y cautivadoras sillas de los 50 donde acomodar la nostalgia de una RDA perdida en la memoria...

Pues oye... no hay viejos. En Berlín a la gente mayor se la comen. O la envían a los pueblos, a residencias campestres donde sopla el aire fresco de la Selva de Turingia, o de los Alpes, y sus necesidades son amablemente atendidas por jóvenes de tez sonrosada y luminosa. No sé. No sé qué pasa con ellos.

Nueve días de viaje no dan para una enciclopedia germánica, pero sí para alguna diapositiva de la ciudad, y si quisiera contar a las personas mayores que nos hemos cruzado durante este tiempo en todo tipo de espacios interiores y exteriores, me sobrarían dedos de ambas manos. Aquí, en cambio, están por todas partes, sobre explotados cuidando nietos, peleándose con envidiable energía por las primeras filas en los puestos del mercado, vaciando botellas de vino y barriles de cerveza en los bares de barrio, manteniendo ocupados centros de salud y salas de cine. Recordándonos que la esperanza de vida cada vez es más larga y que algún día, con o sin pensión, les sustituiremos.

Si alguien que sepa algo de la idiosincrasia y costumbres alemanas desea aportar un rayo de luz a esta inquietante oscuridad, puede llamar e ilustrarme. A este estupendo y contundente teléfono no, dudo que le respondan, es un recuerdo del Café Sybille. O quizá sí, y tenga la fortuna de escuchar al otro lado unas palabras susurradas por una aterciopelada voz femenina con sordina de aparato de radio antiguo... Sagen Sie mir, Ritter?

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