viernes, 13 de diciembre de 2013

El monje que iba a 2046

Parecía un cuervo atemporal y anacrónico a un tiempo. Se deslizó entre las puertas metálicas cuando estaban a punto de cerrarse y sólo se escuchó el frufrú de su hábito rozando el suelo del vagón. Cabello ralo distribuido en torno a una tonsura de monje franciscano y hábito largo y negro cubierto por un abrigo de paño zaino que le cubría hasta debajo de la rodilla permitiendo que sus faldas volaran cuando atravesara presuroso una rejilla de salida de aire.

Unos centímetros por encima del cuello alzado del abrigo su mirada se despeñaba oscuridad abajo hacia un libro abierto que resultaba maravilloso por encontrarse tan fuera de lugar. Libros como este no viajan en metro. Podría tratarse de un incunable, pero quizá fuera sólo un libro de salmos en latín, con sus frágiles páginas de papel biblia, aunque sin los bordes dorados, y una tipografía clásica apretada en hileras estrechas sin apenas interlineado que dibujaba palabras en latín eclesiástico. Canticum matinalis.

Sacra de San Michele, Piamonte, Italia.
Esas páginas fueron lo único real para él a lo largo de las cuatro paradas de metro en que coincidimos. Durante esos minutos, ni los asientos y las barras verticales de acero, ni nuestros cuerpos, olores, los sonidos que emitíamos, la voz metálica que anuncia las paradas, nada ni nadie existimos para este hombre sin años. Entonces pensé que quizá él tampoco era real. Quizá se trataba de un viajero que acababa de salir de 1327, del scriptorium de una abadía benedictina encaramada a algún monte del corazón de Italia, y se dirigía ensimismado en su reconfortante lectura hacia el comedor, donde otro hermano que cubriría su hábito con un delantal de algodón sin desbastar le serviría un tazón de leche humeante, recién ordeñada y hervida, con trozos de pan flotando. Ese comedor se encontraría en 2046, en la Sacra de San Michele, y sus movimientos pausados, los ruidos vecinos de cacerolas de cobre chocando entre sí y los  chasquidos de las llamas al derramarse sobre ellas parte de una sopa de capones se sucederían en su propio ritmo natural. Ajenos a los hombres y mujeres sin edad que se desplazarían sin moverse, enviando sus hologramas a reuniones de trabajo para poder entretanto reinstalarse el sistema operativo en el cerebro.

Bajé del metro en la parada de San Mamés, mi móvil indicaba las nueve menos diez de la mañana y pensé que durante unos minutos había dejado de existir en el tiempo tal y como lo conocemos. Al menos, en el de ese franciscano que simplemente estaba recorriendo unas decenas de metros dentro de su monasterio, las que le separaban de su celda en 1327 y el comedor en 2046. Al principio se me ocurrió fotografiarle con discreción, pero rechacé la idea. Pensé que no habría aparecido en la foto.











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