viernes, 4 de diciembre de 2015

Woody y los miedos

Hace unos días cumplió 80 años un Woody Allen pleno de facultades. De qué manera tan diferente trata la edad a unos y a otros, fue lo primero que pensé.

Decía que este Woody nuestro que vive en Manhattan ha llegado a los 80 asombrosamente pleno de facultades y también de miedos, porque una de las grandes aportaciones de este judío pequeño, intelectual y neoyorkino, no necesariamente en ese orden, son sus magníficas neurosis. Gracias a sus fobias, manías y obsesiones varias hemos sonreído, reflexionado, e incluso reído a carcajadas a lo largo de los años, más al principio, pero también al final. 

Woody Allen generando material para su psiquiatra.
"El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro". Este es uno de sus muchos pensamientos convertidos en citas por quienes quieren dar un barniz intelectualoide, pero no inalcanzable a sus textos, como yo ahora. Todos hemos sentido ese tipo de temores injustificados y sin sentido en alguna ocasión pero se me ocurre que dedicarse a acoger y alimentar en el propio seno miedos múltiples y no ser capaz de desprenderse de ellos por muy irracionales e incomprensibles que sean, debe de parecerse bastante a una condena. 

Barandillas que se abren
Ayer paseaba con mi retoño y su abuela paterna puente abajo, por la acera. Como mi criaturilla ya camina a su aire y gusta de mostrar que es un ser autónomo, su padre y yo somos partidarios de dejarle creer que es así para que termine siéndolo. Así que él avanzaba libre conmigo a la distancia de seguridad que todo pedagogo, pediatra y persona con dos dedos de frente recomendaría. Noté que mi señora suegra iba poniéndose nerviosa hasta que me lo soltó, claro, que cuidado, que ella nunca había dejado que sus hijos fueran así por el puente, que le daba un miedo terrible, que lo agarrara... Bien. La barandilla, de hierro forjado, dibuja un patrón que se repite a lo largo de todo el puente. Por ninguno de los huecos que quedan entre esas filigranas cabría la cabeza de mi criaturilla, ni los hombros, ni el tronco, ni el culo. ¿Podría sacar el brazo o la pierna? Podría. Hasta ahí. Es literalmente imposible que se caiga al agua a través de esa barandilla. Antes pasaría el camello del que nos hablaban en la catequesis infantil por el ojo de la aguja. No importa. Para la mujer el ojo de la aguja es un agujero negro certificado por Stephen Hawkings y el camello, una pulga famélica. Absorción segura. 

Aviones que caen
Hay personas que suben a un avión pensando que su destino no es Nairobi, Copenhague o Alicante, sino una muerte segura. Conocí a una. Teniendo en cuenta que abundan bastante, lo que voy a contar no resulta nada excepcional. Volábamos de Madrid a Moscú y teníamos 23 años. La pobre había hecho todo lo que estaba en su mano para alejar el miedo a manotazos, beber, pensar en otras cosas, beber, tomar no sé qué para relajarse, beber, hacer como si le interesara la conversación y beber un poco más por si todo lo anterior no funcionaba a medio plazo. Así que embarcó más bien perjudicada, hiperventilando y ya sudada desde la escalerilla de acceso. Como pedir alguna bebida espirituosa nada más embarcar y teniendo cinco horas de vuelo por delante nos pareció poco elegante, nos limitamos a aceptar el vaso de agua que toda azafata bien formada ofrece en un viaje de estas características. Por supuesto, no surtió ningún tipo de efecto, ni bueno, ni malo. Y una vez que ascendimos y el avión -Aeroflot, inquietante para algunos, terrorismo soviético para mi amiga- recuperó la horizontalidad a miles de pies de altura, la afectada colocó la cabeza entre las rodillas y se la cubrió con las manos en una especie de mantra físico que, puede que sea por ignorancia, pero cuesta creer que funcione. No funcionó, claro. Y a partir de ahí la mujer atravesó mentalmente las cinco horas de vuelo nocturno lo mejor que pudo, que fue más bien mal. Visitar el baño de vez en cuando quedó investido "el mejor recuerdo del trayecto". 

Serpientes que asoman 
Aún no siendo miedosa, creo que más bien pecaría de lo contrario, que tampoco es sano, también he pasado mis momentos de gloria. Cuando era pequeña, no sé, seis o siete años, supongo que me pilló en el cuarto de estar el clásico documental de culebras de campo que a esa edad se perciben como anacondas amazónicas. Lo intuyo porque me recuerdo durante unos cuantos días sintiendo ese cosquilleo frío que recorre la columna vertebral hasta pinzarte la nuca cada vez que iba a sentarme en el váter. De hecho, no me sentaba, sólo lo tocaba con las rodillas y elevaba el resto del cuerpo con los brazos en tensión sobre la taza al tiempo que mantenía la cabeza vuelta hacia atrás y los ojos clavados en el agujero del retrete. ¿Por qué? Porque creía que uno de esos pavorosos reptiles iba a asomar la cabeza en cualquier momento y avanzar curioso hasta mi culo infantil. Increíble, ¿no? Así pasé semanas. Fortaleciendo bíceps y tríceps. 

Veinte años después estaba leyendo el periódico apaciblemente en un agradable café de Barcelona cuando me saltó a la cara clavándome las uñas un titular. Vecina de L'Hospitalet de Llobregat descubre una pitón amarilla saliendo de su inodoro. Como lo cuento. La vida le había deparado ese tipo de vecino para quien el término "mascota" se abre como un paraguas amoroso bajo el que cabe todo el reino animal. Vivía debajo de su casa. El día anterior, lloroso porque su pitón había decidido huir en busca de horizontes más amplios, o más limpios, adivina. Esa mañana, agradecido a la madre naturaleza porque la pitón no había resultado tan aventurera como parecía. La vecina sobrevivió al impacto, algo de lo que yo no habría sido capaz, transformándose así en mi heroína doméstica. Y para celebrarlo, mi miedo extravagante se puso traje y corbata y se echó a la calle con la cabeza bien alta.

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