lunes, 19 de septiembre de 2011

Pascoal llega a 7

David Rodríguez




Hoy, como cada mañana. Se levanta a las siete, bebe un vaso de leche en el que unos días moja dos galletas Oreo y otros la lengua. Hoy, Oreo. ¡Cuatro! Coge la garrafa de plástico blanca, enrosca bien el tapón y da un portazo. La chapa retiembla. Baja seis tramos de dieciséis escaleras cada uno pintadas de amarillo, negro, rojo, azul, naranja, verde. Gira a la izquierda, saluda a Joao, el vendedor de chicles y cigarrillos, mientras Joao esconde la pipa en el calzoncillo, tira p'arriba del pantalón y le sonríe, cruza cinco cuadras más, mira la bici de Selena amarrada a una farola con tres vueltas de cadena, acaricia el Mini negro oxidado que lleva en el bolsillo del pantalón, salta sobre un charco para asustar a dos gatos atigrados, que trepan a una acacia y vuelve a bajar. Ahora de dos en dos otros cinco tramos de escaleras gris, blanco, rojo, verde, morado, salpicadas de hierbajos entre los que asoman colillas, papeles de chicle, tubitos de cristal rotos, gira a la derecha y se para. 

Coge aire, eleva el labio superior y silba. Pascoal piensa que silba igual que el pepitero, un pájaro que un año fue campeón de canto de todo Brasil, aunque en realidad silba igual que su padre y tiene un lunar en el mismo sitio que él, sobre la ceja izquierda. Pero no lo sabe. Ni lo del silbido ni lo del lunar. Se agacha apretando la garrafa contra el bolsillo en el que lleva el Mini para no perderlo, coge del suelo una lata de coca-cola arrugada y la lanza por el hueco de una pared de chapa que hace de ventana.
  • ¡Ay! 
  • ¡¡Marcelooooo!! ¿Me acompañas a por agua?
  • Buffff... ¿No ves que estoy dormido?
  • Eres un vago y nunca vas a tener un trabajo, ni un coche ni una chica.
  • ¡Anda, déjame en paz!
  • Luego bajo otra vez a buscarte.
  • ¡Pesao!
  • Venga... ¡que hoy tampoco vas a llegar al colegio!
Pascoal se sube el pantalón que se le había encajado en la cadera y sigue corriendo, dos, tres, cuatro cuadras. La fuente. Hoy tiene suerte, ¡no hay nadie! Desenrosca el tapón, lo llena de agua, deja la garrafa bajo el chorro y se agacha. El Mini ahora es un camión cisterna que lleva un tapón azul hasta los topes de agua. Se trata de llegar hasta la pata del banco sin derramar una gota, hay muchas hormigas esperando esa agua para poder pasar el día, beber, preparar la comida, lavar la ropa y lavarse la cara y las manos. Hay días que se le ha caído la mitad del agua por el camino a la pata del banco, donde está la entrada del hormiguero, y las pobres no han podido cocinar ese día, o se han quedado sin lavar la ropa, o sin bañarse. Y eso es un problema. Pascoal lo sabe bien, porque cuando era más pequeño se quedaba el tapón de la garrafa para hacerlo saltar escaleras abajo hasta que a veces se colaba en alguna grieta o entre los tiestos de la señora Ligia, enormes y pintados unos a rayas y otros con puntos de colores. Lo bueno de esas veces era que la señora Ligia le ayudaba a buscarlo un poco y como nunca lo encontraban, le regalaba un chicle o un trozo de bizcocho de nueces. Lo malo, que sin tapón el agua de la garrafa se le derramaba a saltos de vuelta a casa y su madre le daba un pescozón y le amenazaba con quitarle las Oreo del día siguiente. Pero luego Pascoal le miraba con los ojos muy abiertos y su madre le acariciaba el pelo, le daba un beso con abrazo incluido y no se las quitaba. Eso pasaba cuando era pequeño. Cuando llevaba vivo, por ejemplo, cuatro años. 
Bueno, la garrafa ya está y hoy las hormigas tienen su agua. Aunque por cómo salen del hormiguero nadie diría que estén contentas con ese favor que les hace cada mañana. Pascoal levanta los hombros, agarra la garrafa con toda su fuerza, la aparta del caño, enrosca el tapón bien fuerte y... ¡una, dos y tres! ¡¡¡Aaarriba!!! Esto es lo peor del día. Deshacer el camino a casa, que es todo subida y con cinco kilos al hombro. Pascoal aprendió una mañana en el colegio que un litro de agua pesa un kilo y desde que lo sabe, le cuesta más cruzar las cuatro cuadras, subir los cinco tramos de escaleras, morado, verde, rojo, blanco, gris, ver cómo saltan apartándose de un montón de basura los dos gatos atigrados, mirar ahora sólo de medio lado la bici de Selena, recorrer otras cinco cuadras, 
  • ¡Pascoal! ¡Deja eso, que lo suba tu madre!
  • No puede. No tiene bien la espalda.
  • Yo te diría lo que tiene bien tu madre... 
  • No quiero que hables de mi madre, Joao. No me gusta.
  • Vale, gallito, vale. Deja esa garrafa en el suelo un momento, que voy a darte un recado.
  • ¿Qué quieres?
  • Cuando estés con Marcelo, dile que venga a verme. Tengo un encarguito para él.
Pascoal vuelve a echarse la garrafa al hombro y sigue.
  • ¿Me has oído, Pascoal? ¿Me has entendido bien? 
  • Sí.
  • Dile que venga a verme, ¿eh? ¿Se lo dirás?
A Pascoal no le gusta mentir. Por eso no ha contestado a Joao. No va a decirle nada a Marcelo. Esos encarguitos son una mierda. A él no le pide que se los haga porque siempre le ha dicho que no. Pero Marcelo a veces pica el anzuelo y va a entregar sus paquetes a cambio de unos reales con los que luego corre al puestito de Juliana a por regalices largos y gominolas. Y Marcelo, que es el mejor amigo del planeta, le ofrece sus chuches, pero Pascoal no coge ni una. Y le cuesta un esfuerzo terrible porque le encantan, pero no quiere nada que venga de Joao. A su madre se le ponen los ojos brillantes y una sonrisa enorme en la cara cuando Pascoal le cuenta esas cosas y verla así es de lo que que más le gusta en el mundo. Dale... quince y dieciséis escaleras. Ya sólo le quedan dos tramos, el negro y el amarillo. Hoy se va a poner la camiseta del Esporte Clube Bahía para ir al cole. Lleva el dorsal 7, su número de la suerte. Igual así Selena se le acerca en el patio. Bueno, no. Mejor va a acercarse él. O... ¡no! Mejor va a tropezarse cuando pase a su lado y abrazarse la rodilla como si le doliera mucho, igual que los futbolistas cuando les hacen una falta y se quejan que parece que van a morirse de dolor. ¡Sí! ¡Eso va a hacer! ¡Qué buena idea! Pascoal empuja la puerta contrachapada de su casa silbando de puro contento. Ha subido los dos últimos tramos de escaleras sin enterarse.
  • Hola cariño. ¡Qué bien silbas!
  • Sí, como el pepitero. Mamá... ¿Tú crees que me podría presentar a un concurso de cantos de pájaros?
  • Si te pegamos unas plumas con cola a los brazos, igual sí...
  • ¡¿De verdad?!
  • No, Pascoal, como va a ser de verdad, cariño... A veces me pareces más pequeño de lo que eres...
  • ¡Eh! ¡Que ya no soy pequeño!
  • Es cierto...
  • ¿Me puedo poner hoy la camiseta del 7?
  • Hoy sí. Mira, aquí está. La tenía preparada por si acaso. Y te meto aquí el almuerzo.
  • ¿Qué es?
  • Bizcocho de zanahoria.
  • ¡¡¡Qué bieeeeeeen!!! ¡Así le podré dar un trozo a Marcelo! Ayer me dijo que no había probado nunca. ¿De dónde lo has sacado, mamá?
  • Aaaaah... Secreto. Mamá tiene sus trucos.
  • ¿Y por qué no los usas más veces?
  • Porque los trucos son para ocasiones especiales. Si los quieres usar todos los días, dejan de funcionar.
  • ¡Claro! Un beso, mamá. ¡Me voy! 
  • ¿Vendrás hoy seguido del cole?
  • ¡Como un clavo!
  • Hasta luego, mi vida. 
La madre de Pascoal escucha el canturreo que se aleja, llena con la garrafa un balde y deja dentro en remojo los vasos del desayuno. Pasa un paño húmedo a la mesa de plástico rojo y coloca encima una máquina de coser oxidada. Como todas las mañanas. Pero hoy no deja de mirar el móvil desde que se ha despertado. Hoy Pascoal cumple 7 años. Y anoche su madre le dijo que su padre igual venía a casa y le traía un regalo. Otro silbido como el suyo. Y otro lunar.

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