sábado, 2 de abril de 2011

La ardilla que nos acompaña

Hace un rato, recién despertada al albor de la mañana (al albor... Valentina. Crónica del alba), me he encontrado mirando hacia unos colgadores escondidos tras la puerta. Ahí viven bolsos y gorros en tranquila compañía. He visto una ardilla encaramada a una columna. Tenía la clásica postura de las ardillas cuando están royendo la nuez que llevan entre las patas y un bolso negro colgado al cuello. Ese bolso pesa poco, lo conozco bien, no hay peligro de que muera degollada. Me he acordado del mono misterioso que acompañaba a Tea-Bag, la protagonista de un libro de Henning Mankell que leí hace poco. Al poeta engreído y estúpido que actúa como narrador en este libro le parecía ver a ese mono asomar bajo el anorak de Tea-Bag en los momentos más inopinados. Es un mono con mucha carga simbólica, acompaña a Tea-Bag desde que huyó de su aldea africana, cruzó en patera con ella el estrecho y la siguió hasta Suecia, donde transcurre esta historia. Puede existir o no, pero siempre la acompaña.

Yo nunca había visto a mi ardilla antes. Conforme la luz ha ido transformando la habitación he pensado que quizá lleva toda la vida conmigo, desde mis veranos de infancia en Ganuza, para que a mí tampoco se me olvide de dónde vengo. De unos veranos de coger cabezones en una charca y meterlos en tarros de cristal a rebosar de agua para dejarlos escapar después. Menos uno, que nos llevábamos a casa para ver cómo le brotaban las ancas y se convertía en rana. De machacarnos a bolazos chorreantes de musgo en interminables guerras dentro de un canal de riego para que después nuestras madres clamaran a los cielos, las tormentas y los huracanes cuando tenían que desenredarnos las hebras de musgo seco de la melena. De jugar al escondite en un radio de medio kilómetro desde el centro del pueblo que nos llevaba a agazaparnos junto al cementerio viejo con el corazón enloquecido por la carrera y nos dejaba sin respirar mientras apoyábamos la espalda en la tapia y nos partíamos el cuello de puro mirar hacia atrás por si alguien o algo saltaba esa tapia de dentro hacia afuera. De frotar en la pendiente de piedra del lavadero el bikini y la camiseta tras horas saltando y buceando y nadando en la piscina con un vaso de ariel que se nos derramaba por el camino para que luego nuestra madre dijera ¡qué limpios han quedado! y conforme salíamos de la cocina se agachara para meterlos en la lavadora.

Son las siete y media de la mañana y la luz ha cambiado. He vuelto a mirar y la ardilla ya no estaba. En su lugar he descubierto un gorro de cazador canadiense de piel falsa, justo encima de una serie de cosas sin sentido colgadas a su aire y con un bolso negro al lado que conozco bien y que nunca degollaría a una ardilla. Todos hemos jugado a adivinar qué es la nube que tenemos encima. Un perro que vuela. Sí, como el de La Historia Interminable. Un dragón. Es Mortadelo, ¿no ves las gafas? Una llave inglesa. Tu padre cuando llegas tarde a casa. No, el tuyo. Y todos necesitamos recordar de dónde venimos.

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