2. Podría decirle que su obra se aleja del estilo de nuestra editorial, o que hemos rebasado ya el número previsto de libros a publicar este año, pero a pesar de no conocerle de nada, le daré un consejo de amigo. Ponga una ferretería.
3. Seamos honestos, señorita Esparza. Todo el mundo es capaz de juntar letras. Algunos consiguen hacerlo con cierto sentido. Pocos resultan interesantes. Y sólo un par de decenas logran vivir de ello. Usted se encuentra entre los primeros.
¡Me habría encantado que las dos editoriales que rechazaron en su día mi libro de relatos me hubieran dado cualquiera de estas respuestas! En el momento me lo habría tomado mal, sí, y me habría acordado muy injustamente de la mala madre que trajo al mundo a esos asquerosos reprimidos revisores de manuscritos. Pero después me habría meado de la risa con mis amigos. Es lo que tienen este tipo de comentarios afilados, que primero duelen, pero luego ya, cuando te sacas el puñal, te desternillas. En cambio, lo que recibí a las semanas de enviar mis cuentos con la misma ilusión sin estrenar que uno usa para su carta a Olentzero o a su jefe pidiéndole que deje de respirar, fue una sucinta frase. "Su obra no se ajusta al estilo de nuestro catálogo editorial". Bueno. Bien. Bien, no. ¡¡¡Mal!!! Ahí la inseguridad de escritora primeriza se crece, se te viene arriba y te atenaza impidiéndote acercarte de nuevo a la oficina de Correos a enviar nada a nadie durante un tiempo. Te crees una mierda, te miras al espejo y preguntas a tu careto desolado cómo pudiste pensar que a alguien le gustaría leer lo que escribes. Después, en plena pelea con esa viscosa inseguridad, va Javier Ortiz, te pregunta que si escribes algo o qué. Le dices que sí, que le pasas esos cuentos que intentas colarle a una editorial por primera vez. Él se los lee y te suelta que se los va a hacer llegar a los de Akal, de Madrid. Y al tiempo van los de Akal y te llaman personificados en un señor con voz grave para darte La Noticia: que te publicamos el libro. ¿¿¿¿Qué???? Y tú le vacilas pensando que el señor que te llama es un amigo cuya voz aún no has reconocido porque vas en taxi y entre lo que te habla el taxista sin ninguna necesidad y el ruido que entra por la ventanilla bajada es imposible identificar a ese cabrón que está jugando con algo que te importa tanto. Venga... ¿quién eres perraco? Pero resulta que todo es real. Entonces pides disculpas al señor de la editorial y la voz grave por haberle insultado, también sin ninguna necesidad, caes de rodillas al bajar del taxi y agradeces a Javier Ortiz, esté donde esté, el papel que tuvo en esta historia.

¿Por qué me he acordado de esto hoy? Ya que estoy jugando en casa, lo cuento. Por un lado, una persona amiga me ha preguntado qué tal fue mi libro. Le he contestado que fue. Me alegró infinitamente cuando lo tuve entre las manos, como el bebé recién parido que era. Unas cuantas personas me hicieron llegar sus comentarios en vivo y otras por facebook tras haberlo leído y eso me alimentó la sonrisa interior durante tiempo. Lo demás me lo ha alimentado muy poco, porque hoy es el día que no sé cuántos ejemplares se han vendido, pero dudo que pasen de los quinientos, y teniendo en cuenta que la autora se llevaba 0,90 euros por cada libro vendido... -hala, ¡rompamos la magia editorial!- está claro. ¡Hagan juego, señores! Con un par de cenas y un fin de semana en Barcelona me pulí los beneficios.

Ana María Moix, que ha vadeado el río desde las dos orillas, como editora y como autora, debió de decir en una ocasión que una mala novela no mata a nadie. De aburrimiento, sí.
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