viernes, 8 de marzo de 2013

Acércate

No sólo me fascina la cadencia de la literatura japonesa. También soy muy observadora y dispongo de una memoria fotográfica. Te has detenido cinco veces ante el escaparate de la librería que hay junto a la parada del autobús, te he visto en tres ocasiones pidiendo botellines de agua al lado del kiosco de la playa donde paseo a mi perra y ha habido cuatro mañanas de domingo en que nos hemos cruzado en el parque. Te suena, ¿verdad? Sí, en el camino que une la encina más frondosa y el lago. A pesar de la discreción con que vistes, tengo inventariada toda tu ropa. La cazadora de cuero negro, el abrigo de paño gris, tres pares de vaqueros oscuros y una gorra que te pones a menudo, haga frío o no. Soy muy buena, tan milimétrica que sin ninguna experiencia previa me aceptaron hace medio año para el puesto de correctora en la editorial donde sabes que trabajo. Sólo me hicieron una prueba y se quedaron asombrados con el resultado, localicé todas las erratas que había en diez páginas de texto en menos de dos minutos. Piensa que durante mucho tiempo buena parte de mi trabajo se ha sustentado en mi capacidad de estudio de otras personas. 

¿Cuánto ha sido? Siete años. Siete años analizando el comportamiento de despojos humanos a través de un sistema multicámara de alta resolución. Hombres fuertes, robustos, enclenques, auténticos patanes, brillantes intelectuales, aspirantes a demiurgo quedaban reducidos a una condición animal al cabo de unas cuantas semanas. Casi sin excepción. En algún caso una anómala y admirable fortaleza mental les hacía residir más tiempo en su estructura cerebral de personas. Tú fuiste uno de ellos, una rara avis. Te recuerdo concentrado con la mirada fija en la esquina de una celda. No es una mala estrategia. En un espacio diáfano de seis metros cuadrados, blanco y vacío, lo que hacías puede resultar útil para ahuyentar el abismo acechante. Ahora mantienes la misma mirada de depredador alerta que entonces, pero hay algo más... He detectado un matiz imperceptible en los once meses que te tuve bajo vigilancia. Aún no sé exactamente qué es, pero no tardaré en averiguarlo.

Soy consciente de que tengo enemigos en prisión. Aunque yo lo desaconsejé, algunos están saliendo a la calle bajo prescripción de mi colega, el otro psiquiatra. Los hay también que pertenecen a la Junta de Tratamiento de la cárcel, quizá éstos sean los más peligrosos. No sé quién te ha encargado que me sigas, pero si decides llevar adelante tu misión has de saber algo. Cuando me despidieron, no me llevé la planta de mi despacho, ni la foto enmarcada de la cena de Navidad. Preferí unos frasquitos del tamaño de una falange que contienen una sustancia capaz de provocar un fallo cardiaco en tres segundos. Basta un miligramo. Una de esas dosis viaja junto a un jeringuilla dentro de mi bolso. Sí, ya sabes, el que llevo todos los días. Acércate. Cuando tú quieras. 


martes, 5 de marzo de 2013

Días en que te enamoras

De la vida.

Hay días como hoy, un martes ventoso. Pero a ti el viento te gusta, te encanta que te revuelva el pelo, las ideas y todo lo que lleves demasiado sujeto. Hay días como hoy, un martes en que no ocurre nada salvo lo de todos los días, más Bárcenas y su mujer, más Urdangarín y su suegro, más paro en Euskadi, amenaza de más IVA, más manifestaciones de profesionales en paro... Quizá por eso, buscando el equilibrio tu péndulo oscila hoy hacia el menos, menos preocupaciones, menos hartazgo, menos fango y consigue que te olvides de que ni tú ni unas cuantas de las personas a las que más quieres tenéis ahora mismo un trabajo al que acudir cada día.

Sólo es un martes, y te levantas prontísimo para estar en la otra punta de la ciudad en clase de inglés a las ocho. Y resulta que hoy unos cuantos habéis llegado menos dormidos que de costumbre a esa hora en que cuesta edificar pensamientos racionales y la mente aún se guía por las claves mágicamente indescifrables de la inconsciencia nocturna. Al estar más despiertos habéis podido sostener un debate sobre la investigación con células madre casi como profesionales, con intensidad y algunos argumentos bastante decentes, creyéndoos lo que defendíais. ¡Y os lo habéis pasado bien! Al salir de esa puesta a punto, el viento había amainado un poco y aunque chispeaba, la calle seguía pareciéndote mucho más seductora que el metro, así que has venido bordeando la ría hasta casa, disfrutando de las gotas de agua en la misma medida en que hace unos días huías de ellas. Había perros, había una mujer de cincuentaypocos haciendo running sin prisa -ya no se hace footing-, y había un hombre de sesentaytantos que también se había lanzado a esto del trotar, pero con su pantalón de pana, su jersey de lana grueso y sus chirucas. Free style. ¿Por qué no, ahora que todos vamos o de Adidas o de Domyos? Al llegar a casa has soltado la mochila ahora que vuelves a comprobar el peso que tiene y el lugar que ocupa el saber, y has entrado en plena sintonía con los colegiales de nueve años que ya sufren de la espalda. Has decidido premiarte, y te has preparado un café y unas tostadas con aceite de oliva y un tomate kumato increíblemente sabroso, porque redesayunar es uno de los placeres que nadie debería hurtarse, y con esa nueva energía te has adentrado en la selva de señoras listas y combativas que es el mercado.

Con un par de lustrosas rodajas de salmón y unos verdeles que siempre te provocan un poco de aprensión, porque su piel te hace ver una serpiente tropical azulada y venenosa, te has parado ante una tienda de cuentas y abalorios. Tras recordarte que esos peces eran una petición de tu chico, no masoquismo, has traspasado el umbral y te has gastado en piecitas minúsculas lo que te costaría un collar, pero no hay comparación, porque éste que vas a hacer es el que te apetece. Y sobre todo, el que te has inventado a partir de unas plumas, éstas sí tropicales de verdad, que antes fueron recogidas por tu chico el de los verdeles de un suelo brasileño terroso y húmedo, y antes aún sobrevolaron infinitas palmeras y manglares clavadas en las alas de pájaros amarillos, verdes y rojos. Con esa pequeña satisfacción anticipada anidando en ti llegas a casa y te sientas ante un plato de lentejas con morcilla y chorizo picante como los que salen de las manos de las madres, pero preparado por un hijo que, la verdad, cocina de muerte. Y te dejas mecer por el aroma y el calor en el estómago mientras recuerdas que mañana una amiga te ha invitado a una cena en su casa porque viene otro amigo de Nueva York, y que la próxima semana abandona su exilio voluntario y se deja caer por aquí una de esas personas a las que más quieres que, como tú, también está en paro, y ya comienza a organizarse el batallón de apoyo moral y a desplegarse la táctica y la estrategia del ocio. Porque la ley no escrita entre amigos dice que cuando uno cae, el otro se levanta y sostiene, y la experiencia confirma que, como todos los roles son intercambiables, esa norma funciona en ambos sentidos.

Así que... sí. A veces el menos es más que el más. Y hay días en que te enamoras de la vida otra vez.