jueves, 19 de noviembre de 2015

El ombligo del mundo

Septiembre de 1999.
Cuando apenas llevaba meses viviendo en Barcelona un amigo de Pamplona al que quiero mucho me pidió que le acompañara a entrevistar a Peret. Para mí, Peret era un señor gitano que se había dedicado a la venta ambulante de tejidos en mercadillos de barrio como su padre, que cantaba rumbas como sólo él sabía y que había pintado algunos cuadros como la inspiración del momento le había querido iluminar. El amigo es Raúl De la Fuente, de momento ganador de un Goya al Mejor Corto Documental, como ya prometía. La entrevista transcurrió tranquila, cómoda y no demasiado larga, formaba parte de un trabajo más amplio y las preguntas estaban muy medidas. La hicimos en su casa, en el límite del Raval, un lugar abigarrado, sin espacio en paredes ni suelo para colocar los trastos que se acarrean en toda grabación ni nuestros propios cuerpos. Al terminar su hermano y él, como toda gente de bien, nos invitaron a unas cervezas y nosotros elegimos dónde pagarlas, en el bar de enfrente.

El bar resultó ser Els Tres Tombs, una esquina amplia de barra metálica con brillo arrancado a golpe de paño de rejilla empapado en MG, cordilleras de servilletas rebosantes de grasa y compacto aroma a fritanga. También tenía terraza, nos sentamos fuera. De ese encuentro me llevé la invitación de un Peret agradable, no sé si viejo zorro seductor, a la chica de veintitantos años que acababa de arribar de una capital de provincias a una atractiva Barcelona, muy turística pero aún no parque temático. "Tú llámame cuando quieras y te llevo a restaurantes bonitos".

En construcción, 2001. Otra forma de mirar el mundo.
Octubre de 2001.
Ya vecina del barrio, con mi moto aparcada cada día en la esquina entre otras motos hermanas y primas, fui deviniendo en habitual del bar hasta hacerme socia de la hermandad de Els Tres Tombs, sobrevolando las montañas de grasa para atisbar encanto de barrio donde antes sólo veía suciedad y frikismo extremo. En su terraza me hice con una mesa donde soportar un café intragable que por supuesto me tomaba, porque me permitía ejercer ese impagable derecho que es mirar a todo el mundo, escudriñar sus costumbres e inventar sus vidas. También leía y escribía algo, supongo que sólo como excusa para seguir mirando. Una tarde rojiza de otoño con olor a castaña asada y boniato se paró a charlar a unos metros de mi mirador un viejo pequeño y hablador con visera azul gastada. Otro día me crucé allí con una chica de coleta alta, raíces oscuras y chicle batiente. Él era el maravilloso y tierno marino que buscaba una habitación de alquiler donde trasladar sus cuatro cosas y ella, la joven prostituta que convivía con su novio en el documental de José Luis Guerín En construcción. Sólo faltaba el albañil de alma sensible que entre paletada y paletada de cemento divagaba sobre la existencia de Dios, un poeta cuya sutileza de sabio sufí no era de este mundo. Todos ellos vivían en mi barrio antes que yo, y reconocerlos al poco de haber visto el documental me hizo sentir mucho más parte de la ciudad, y de todo el proceso de transformación urbanística, estética y humana que estaba experimentando entonces el Raval. Gracias a esa terraza se cruzaron y entraron en mi vida multitud de personajes interesantes, escritores londinenses, ex camellos de la burguesía barcelonesa transmutados en estudiantes de Filosofía deseosos de cambiar el mundo, cinéfilos vendedores de mercadillo, señoras de la calle en bata y rulo de paisano, y toda una nutrida y amena fauna que terminó formando parte de mi paisaje vital.

Retrato, Lita Cabellut.
Noviembre de 2015.
He leído que hay una pintora que es la única española en la lista de los más cotizados del mundo, sólo superada en las subastas internacionales por Juan Muñoz y Miquel Barceló. Si eso es cierto, es decir mucho. De niña se dedicó a pedir limosna Ramblas abajo y a malvivir en la calle durante años después de que la abandonara su madre a los tres meses de nacer. En el otro plato la balanza de la vida quiso que le esperara una pareja que la adoptó, le dio el amor que le había faltado y la posibilidad de formarse. De adulta, en las pinturas de Lita Cabellut se escuchan ecos de Francis Bacon y de cierta tragedia nacional. Son ásperas, crudas... A mí me gustan, me impresionan. Lita vino al mundo en el Raval, es hija de una prostituta.

El tiempo que viví allí no sé hasta qué punto me di cuenta, pero después he descubierto que este barrio podría ser el ombligo del mundo.





lunes, 9 de noviembre de 2015

... recitando a Petrarca de memoria

Llevo noches repartidas al azar entre varias semanas haciéndome trampas al solitario. Deseando sentarme a escribir pero cogiendo una revista para echar un vistazo a dos páginas antes de dormir. Abriendo una edición en inglés de cuentos de Rudyard Kipling para leer página y media antes de dormir. Revisando casi inconscientemente cuestiones del guión, del trabajo, un cuarto de hora antes de dormir. Recogiendo por el suelo de casa lo irrecogible veinte minutos antes de dormir. Cualquiera que tenga niños en casa lo sabe, pretender poner orden en un espacio donde siempre termina reinando el niño es una labor a medio camino entre castigo mefistofélico y laberinto borgiano, te ves atrapado por un loop infinito en el que conforme crees que avanzas descubres que sólo te estás moviendo en círculo. Y así todos los días, voy sembrando el camino al ordenador de pequeñas actividades que me distraen.

Como desde que traje a mi amor de bebé creciente al mundo hice un pacto inconsciente conmigo misma, que consiste en que el tiempo que no es trabajo ni sueño va íntegro para él, escribir viene a ser sinónimo de robar horas al sueño. Porque al trabajo no hay quien le robe un minuto. Y a mí, que, siendo una persona de dormir entregado y fecundo, llevo año y medio acudiendo varias veces cada noche a la llamada de esa alegre, risueña y demandante criatura mía -llamadlo naturaleza, llamadlo demencia-, qué queréis que os diga... yacer me viene bien. Me gusta. Siempre he pensado que quien inventó la cama y quien parió el nórdico merecerían efigies y paneles con su rostro del tamaño que gastan los líderes norcoreanos.

Todo esto para decir que han confluido los astros. Por un lado, un amigo fan agradecido de lo que escribo me preguntaba este sábado si no pensaba volver a teclear algo en un futuro cercano. Por otro, leo hace un rato algo que publicaba en su blog otro amigo acerca de su amor de juventud a la poesía, lo que me lleva de la mano a la capacidad mágica que infunden los versos a quien los frecuenta de evadirse hasta esfumarse de cualquier entorno en que se encuentre. Y una cosa y la otra me han llevado a recordar algo que escribió Luis García Montero y que me apropié desde que alguien lo convirtió en un regalo para mí en su día, hace algunos años, y desde entonces saco a pasear íntimamente contenta siempre que tengo ocasión, como solemos hacer con los obsequios acertados. O con los perros de porte elegante y generosidad contagiosa. Porque las imágenes que proyectan estas líneas esconden historias que una vez vividas se guardan como joyas secretas, y porque a lomos de sus palabras viajo y soy otra.

Este otoño hábilmente disfrazado de primavera.

Cuando te quedas muda y decides regalarme París,
comprar la torre Eiffel para tender mi ropa,
si acaso me desnudas y no llueve.
Cuando insistes
en bordar las Meninas de Picasso
sobre todas las sábanas de Washington,
o viajar hasta Roma como quien busca un circo,
como quien pisa tierra después de muchos años
y a conciencia es feliz y es borracho.
Cuando me hablas de amor
o gritas que no importan la luz ni los relojes,
que es de noche y no piensas levantarte;
entonces
yo digo que estás loca y me respondes
recitando a Petrarca de memoria.


Buenas noches...