viernes, 19 de agosto de 2016

Dios está jubilado

Y en el octavo día se enfrentó a lo que había creado. Foto David Rodríguez
Si hay un dios debe de ser como este vecino de azotea cubana. Entrado en años, perfil relajado, manos a la espalda y cerviz vencida por el peso. De la vida, de lo que ha hecho, o de lo que ha ocurrido con lo que ha hecho. Me lo imagino asomado a una terraza inalcanzable observando a vista de pájaro el ciclo de construcción y destrucción en el que vivimos como hamsters en nuestras ruedas, dando vueltas cada día y corriendo hasta agotarnos en pos de no sabemos muy bien qué. Casi siempre. A veces conseguimos concretarlo, pero enseguida se nos pasa. Supongo que le entretendrá bastante vernos corretear. Hormigas ansiosas perdiendo autobuses, móviles y cargamentos de paciencia con teleoperadores de compañías telefónicas. Y los papeles y la dignidad de vez en cuando. Más años cumples, mayor es la claridad con la que ves que todo es susceptible de ser perdido.

Pero supongo también que le debe de pesar un cierto lastre de frustración, y que eso le impide elevarse como los ángeles, con esa incorporeidad envidiable y sonrosada que les lleva a anunciar tarrinas de queso cremoso con nombre de canción de Springsteen. Quizá dios arrastra esa sensación irremediable de fracaso como una bola de hierro encadenada a un grillete que le gangrena el tobillo. Quizá... Porque si dios es buena gente, si partimos del perfil de dios bondadoso esculpido por la religión que nos ha tocado en esta región del planeta, tiene que sufrir insomnio cada vez que alguien agarra un AK47, o lanza un misil tierra-aire, o enseña a un niño a usar una pistola, o aprieta un gatillo contra alguien que piensa diferente, o aprueba una intervención militar en otro país, o echa gasolina a un conflicto étnico, o viola a una mujer, o la compra, o la vende, o la lapida, o la maltrata de cien maneras distintas y más sutiles, o firma una orden de desahucio, o vende un fondo de inversión riesgo a un jubilado sin formación. Si hay dios, no duerme. Ni una noche. Salvo que, siendo todopoderoso, distribuyera toda la culpa entre sus criaturas humanas, especialmente entre las judeocristianas, y él saliera del reparto. También puede ser. Un dios sin culpa ni sentido de la responsabilidad que pensara "yo os he creado, con vuestras capacidades y con vuestras carencias. A partir de aquí... Suerte!".

Aunque el dios jubilado no tiene pinta de estar rumiando este tipo de pensamientos en su terraza cubana. Le veo más bien triste, alicaído e impotente, sin ganas de enviar siquiera una tormenta que refresque las calles abrasadoras de su isla.

miércoles, 13 de julio de 2016

Cuando todo es lo que es

Muchas veces imagina más que ve. Se inventa parte de la realidad, porque verla como no es al fin y al cabo es inventársela, ¿no? Juega a eso a un nivel de inconsciencia tan profundo y tan arraigado que lo vive como real. Una manera de escapar. Seguro que tú también tienes la tuya.

Ha compartido con él dos semanas. Dos semanas de montaña rusa que ha tratado de domesticar. Para correr bien una maratón hay que nacer, o entrenar muy duro. Y como no es fondista, ha empezado por lo segundo.


INSTANTE, Wislawa Szymborska 
Camino por la ladera de una verdeante colina.  
Hierba, florecillas en la hierba, 
como si fuera un cuadro para niños. 
Un neblinoso cielo ya azulea. 
Una vista sobre otras colinas se extiende en silencio.


Él se levanta de la mesa, coge del mueble del recibidor sus gafas de leer, un bolígrafo y un papel y se los da.
- Toma. Esto habrá que llevarlo luego a casa, cuando volvamos allí otra vez para quedarnos.
- Claro, no te preocupes, lo meto en mi bolso para que no se me olvide.

Como si aquí nada hubiera de cámbricos, silúricos, 
ni rocas gruñéndose las unas a las otras, 
ni abismos elevados,
ninguna noche en llamas 
ni días en nubes de oscuridad.  

Se aleja seis pasos y deja el pequeño kit de supervivencia en el salón, sobre un aparador, fuera de la vista de él. Vuelve a la cocina y le ofrece lo que ya sabe que va a aceptar sonriente.

- Un café tomaremos, no?
- Hombre! Una comida sin café no es comida!
- Pues venga! Marchando dos cortados!
Y le prepara media taza de leche desnatada con una cucharada de café descafeinado de tarro y una sacarina mientras se sirve sin que le vea lo que ha quedado de la cafetera del desayuno con un poco de leche y azúcar de caña. Los dos toman café. Se aguanta sin pastilla de chocolate pensando que en un rato, con cualquier excusa, irá al dormitorio donde esconde la tableta, en un cajón entre sábanas planchadas y fragantes... El jaboncillo de Heno de Pravia ha dormido ahí desde que su memoria retiene olores. O robará una galleta a su hijo. O ambas cosas, se las comerá a escondidas convirtiendo el momento en un pequeño placer culpable.
Como si no pasaran por aquí llanuras 
en febriles delirios,en helados temblores.

- Estoy pensando...

- Dime, cariño.
- ... que cuando tengas tiempo, hoy, o mañana, o cuando puedas, me tienes que subir a mi pueblo. Están ahí los pobres animales encerrados, sin agua y sin comida...
- Qué animales?
- Los bueyes.
- Si quieres, vamos mañana. Pero yo de ti estaría tranquilo, porque ayer me acordé y llamé a Antonio para que se encargue él de darles agua y alimentarles un poco. Ya sabes que es buena gente y él también tiene ganado, así que seguro que lo hace bien. Mejor que yo, sin duda!
- Eso seguro!
Y se ríe un poco. Bien, bien. La cosa va bien, a ella le gusta cuando se ríe, le gusta mucho.

Como si sólo en otros lugares se agitaran los mares 
y desgarraran las orillas de los horizontes. 

Él está en su casa, aunque a veces no la reconozca, o sí, pero no, porque sí, el reloj de la cocina es el mismo, y mi cuarto es parecido a este, como dices, y las fotos son las de los nietos, sí, pero... esto es otro sitio. Él no puede tomar café ni probar el dulce. No tiene bueyes, nunca los ha tenido, pero sus padres sí, cuando era niño, vivía en el pueblo y les ayudaba todo lo que podía después de salir del colegio y hacer sus deberes.

Son las nueve y media hora local. 
Todo está en su sitio en ordenada armonía. 
En el valle un pequeño arroyo cual pequeño arroyo. 
Un sendero en forma de sendero desde siempre hasta siempre.


Amanece caluroso, un mes de julio de verdad, en el que hace lo que tiene que hacer. Intuyendo que había posibilidad de utilizarlas, ha comprado unas cangrejeras a su hijo. Son realmente bonitas, todo en versión pequeña despierta ternura, hasta una guillotina. Así que se van los tres de excursión a estrenarlas, a lanzar piedras al río, que es un deporte inagotable porque se diría que mientras elegimos unos guijarros para arrojarlos al agua otros se reproducen a escondidas, de forma que por muchos que tiremos, nunca se acaban. El agua está quieta y se mueve al mismo tiempo, es capaz de todo, tiene un color verde profundo, como si peces ciegos habitaran entre los líquenes del fondo dichosos por no desear la luz que nunca han conocido. Brilla un sol limpio y nuevo que dibuja estrellas fugaces en la superficie del río y arranca destellos a las hojas de los chopos, y las hojas bailan libres y despreocupadas, sin plantearse si esa es su danza o la de las hojas de los nogales, o de los tilos. 

Un bosque que aparenta un bosque por los siglos de los siglos, amén,
 
y en lo alto unos pájaros que vuelan en su papel de pájaros que vuelan. 

Él sonríe y sestea tras las gafas de sol sentado sobre un banco de piedra mientras ella y su hijo van abriendo en el espejo del agua minúsculos orificios que generan ondas concéntricas y silenciosas. Los peces ciegos del fondo las reciben como un inesperado masaje matinal. Y eso es así, y se sabe, porque sus escalofríos de placer remueven el barro del fondo y enturbian de felicidad la superficie del río.

Hasta donde alcanza la vista, aquí reina el instante. 
Uno de esos terrenales instantes a los que se pide que duren.

Amén.

lunes, 6 de junio de 2016

Dos vidas y un vermú

Estaba sentada en una terraza del pueblo de mis padres y aparecieron. Ocuparon la única mesa libre, justo al lado de la nuestra, esa por la que las parejas de abuelos son capaces de acelerar su velocidad crucero y los padres jóvenes de abandonar la silla de sus criaturas. Una pareja con una hija. Una cerveza, un café y un mosto. Comentarios banales. La niña, de unos ocho años, quería unos cromos, pero si los tienes ya todos, no, me faltan tres, si no te han salido en dos meses, no te van a salir ahora, venga... que no te he dicho. Todo normal, pero sólo en apariencia. En la escena había algo que no encajaba. La niña era hija de la mujer, sin duda. Los mismos mechones de una melena abundante, lisa y morena enmarcando la palidez de unas caras con ojos almendrados, oscuros y expresivos. La madre, de veintipico años, la había vestido como a ella, una mini yo deportiva, con mallas ceñidas, coleta alta y bomber llamativa. A pesar de la discusión, o precisamente a causa de ella, se apreciaba la corriente invisible de complicidad que conectaba a ambas. El hombre quedaba fuera. En aquella mesa no existía el triángulo, sólo una línea recta de ida y vuelta.

Él tendría cincuentaytantos, estaba fondón, llevaba el pelo cortado a cepillo, aún oscuro sin llegar a resultar amenazante gracias a unas cuantas canas diseminadas de modo uniforme por ese césped hirsuto. Vestía como un señor en fin de semana, unos vaqueros anchos y planchados, una camisa clara con los botones pugnando por mantener cerrada la camisa a la altura de la barriga y una cazadora deportiva caqui. Alejado de la estética deportiva de las chicas y de su microcosmos de mosto, cromos y café gracias a unas gafas negras opacas e impenetrables como el mármol. Un punto macarra.

El inquietante ex militar de American Beauty...
No era el padre de la niña, pero tampoco el padre de la mujer, y costaba creer que fuera su pareja. No
combinaban en modo alguno, y ya se sabe que con las parejas ocurre como con los perros y sus dueños, su aspecto y sus gestos terminan pareciéndose al cabo de los años. Quizá era un amante que había emergido del pasado, alguien que la ayudaba económicamente... Transcurrió una media hora durante la que el hombre no cruzó palabra con la chica y su hija a pesar de que proyectaba cierto halo protector sobre ellas. La cerveza desapareció de la jarra, el mosto del vaso y el café de la taza, y los tres abandonaron la mesa a su suerte. Nosotros no nos movimos de la nuestra, porque se fueron incorporando sobrinos, parejas, hermanos... y las rondas de vinos y cañas, dando paso a otras de lo mismo y unos calamares, y dos croquetas de espinacas, y un marianito, y el clásico loop. Hasta que unas mesas más allá reapareció el hombre del césped rígido como las alfombras de hierba artificial sentado con la que sin duda, era su mujer. Una señora de cincuentaytantos vestida de señora, mucho más acorde con él en todo, con la que sí intercambiaba sin entusiasmo comentarios que rodaban sobre el mullido colchón de costumbre y rutina que los años de convivencia van engrosando.

Cuando me fue revelada la que creí su verdadera vida, poniendo punto final a mi tesis de vermú, algo ocurrió. El hombre giró la cara hacia mí, elevó dos centímetros sus gafas negras y me atravesó con una mirada de calibre 44. Sé lo que estás pensando. De pronto se me ocurrió que tenía aspecto de militar retirado, y fue peor. Busqué a mi pequeño y huí con él en busca de un palo, una piedra, algún insecto peligroso o cualquier cosa que le pudiera interesar de las macetas de la terraza.

miércoles, 27 de enero de 2016

Cuando Sally dejó a Harry


Mujer conduciendo por la Interestatal 44, Rolla, Missouri, 1991. ANDREW BUSH *
La tarde anterior se había hecho la permanente en la peluquería nueva, esa con sillones de terciopelo rojo y papel con flores de lis doradas en la pared que habían abierto en Holloway Street a la que iban la mujer del alcalde y la presentadora de la televisión local. Le había costado el doble de lo que le cobraba Macy, lo cierto es que con esos 84 dólares en Macy's podía haberse rizado, teñido, hecho la manicura y los pies, pero la ocasión lo merecía. Quizá se lo habían dejado con demasiado volumen... No crea, yo diría que la estiliza, le resalta más la longitud del cuello, la había querido persuadir con escasa convicción la peluquera. Al salir había recogido de la tintorería la gabardina beige que se compró en unos grandes almacenes la única vez en su vida que había pisado Nueva York y había adquirido en la droguería de una sorprendida Nancy Steams el Power Rouge Nº 5, un rojo de labios que un par de días antes no se habría atrevido a usar. También había parado en el supermercado para saludar a las chicas, sabía que a esa hora Rose y Geena habrían echado la llave de las registradoras unos minutos para fumar un cigarrillo junto a la máquina de café de la entrada y, tras cosechar de sus compañeras algunos halagos entrañablemente falsos a su nueva imagen, se dirigió a casa con paso resuelto. Tranquila y decidida.

Esa mañana de enero se despertó a hora temprana y ligeramente abotargada, no estaba acostumbrada a tomar somníferos. Puso la lavadora con toda la ropa de cama y una doble dosis de lejía y la tendió en el patio trasero. Las sábanas bailaban su danza secreta a la luz rojiza del amanecer. Se quedó mirándolas ensimismada mientras el tiempo se paraba dejando que la acunara una calma de algodón, hermana de la que saboreaba de niña los domingos, cuando se quedaba sola en un banco de aquella iglesia de madera blanca esperando a que su padre saliera de la sacristía tras oficiar misa.

Se puso el vestido verde oscuro, se maquilló los ojos, estrenó su nueva barra de labios y se subió los cuellos de la gabardina como había visto que los llevaba una modelo europea en una revista de la peluquería. Metió la maleta en el coche y volvió a entrar en casa para echar un último vistazo. El cadáver de Harry descansaba sobre el plástico que cubría el colchón con los ojos cerrados y expresión de placidez. Le había disparado tres tiros mientras dormía con la pistola y el silenciador que Harry se había regalado las Navidades pasadas. Ho-ho-hou! ¡Ahora no habrá quien se atreva a meterse con mi mujercita ni conmigo!, había canturreado detrás de su barba y su grotesco disfraz de Papá Noel. Barato, era un disfraz barato. Como todo lo que había tenido siempre con Harry, sin brillo, sin fiestas, sin sorpresas. Se acomodó en el asiento del conductor y las yemas de los dedos le ardieron al agarrar el volante. Se vio en el retrovisor frotando con un estropajo empapado en desinfectante el plástico del colchón, el cabecero, el suelo... pero el ruido del motor al arrancar ahuyentó la imagen. 

Sally estrenaba vida y no sabía bien cómo hacerlo. De momento conduciría un rato por Old St. James Road y después cogería la Interestatal 44 hacia el Este, donde nace el sol.


* Esta imagen forma parte de un reportaje publicado en Esquire que recoge las fotografías tomadas por Andrew Bush a varios conductores en Estados Unidos a principios de los noventa del siglo pasado. 


domingo, 17 de enero de 2016

Un niño otra vez

La luz de la tarde lo recorta contra un sillón clásico, un orejero de casa de abuelos en el que abandonarse a siestas sin fin. Con la cabeza agachada y la mirada concentrada, empuña el boli de plástico y punta magnética con el que recorre la pizarra mágica. Primero aparecen las letras mayúsculas un poco temblonas que componen un nombre, después una casita con chimenea y, a su lado, un árbol frondoso. Satisfecho, nos lo enseña. Es un regalo. Y nos encanta.

Un poco antes, en la sobremesa, hemos tenido que esconder las magdalenas y el chocolate. Es increíble, su pasión por todo lo dulce le anula el raciocinio y la fuerza de voluntad. Inútil explicarle que no es bueno, que tiene un problema con el azúcar y no le va a sentar bien, que ya ha comido dos pastillas de chocolate, que en la leche de su tazón de desayuno hemos visto nadando a escondidas una magdalena... Quiere otra pastilla de chocolate. Pero eres diabético. Qué va, ¿dónde está el chocolate? Y sale de la cocina en misión de búsqueda de otra pastilla como si fuese la primera que hubiera engendrado el árbol de cacao venezolano más valioso o la última que quedara tras el impacto de un meteorito del tamaño de Marte sobre la Tierra.

Algo antes, mientras nos derretíamos ante la menestra de verdura de mi madre, me ha preguntado si ya trabajo. Y me he escuchado respondiéndole con una sonrisa que en ello llevo más de veinte años mientras me relamía, porque de verdad que esa menestra con jamón es imbatible, y somos de naturaleza hedonista, qué narices. Pero después ha vuelto a la carga, que cuándo iba a ir a casa, a la suya. Y entonces un escalofrío me ha cruzado la nuca como una descarga, porque estábamos en su casa. Y porque nunca antes lo había preguntado así.

Por la mañana, cuando le he visto sacando el tazón de leche humeante del microondas y antes de sumergir la magdalena submarinista, le he consultado si recordaba lo que había ocurrido esa noche. Como sólo me he encontrado su mirada interrogativa, se lo he contado. ¿Te acordabas? Y ha asentido levemente sonriendo como un viejo indio sabio, sin permitirme leer la respuesta en el humo de su pipa, dejándome la rocosa tarea de adivinar si me ha entendido o no, si sabía a qué me refería con mi pregunta.

De madrugada me ha despertado una batería de sonidos domésticos procedentes del baño que se prolongaban más tiempo de lo habitual a esas horas, la cisterna, el grifo, abrir y cerrar de cajones, y después en la cocina, el armario del desayuno, la puerta del frigorífico, el microondas... Así que me he levantado para saber si había allanado la morada un ladrón higiénico, hambriento y descuidado, y no, era él, ya vestido y metiendo el tazón de leche al micro como cada mañana, hombre de pautas milimétricas que se cobija en la seguridad de las pequeñas rutinas diarias. Iba a dejar preparado su desayuno mientras salía a por el pan y el periódico, igual que todos los días. Pero eran las cinco de la mañana, y a esas horas, ni los despachos de pan ni los kioscos de prensa están abiertos. Además, es de noche, casi todo el mundo duerme, aún faltan unas cuantas horas para que vuelvan a extender el asfalto de las calles y colocar las farolas, los bancos, las tiendas y los árboles... Así he conseguido convencerle y se ha vuelto a meter a la cama.

Horas antes, a las dos de la mañana, habíamos vivido la misma secuencia, con la única salvedad de que el tazón aún no había entrado al micro, estaba vertiendo la leche hasta llenarlo unos dos tercios de su capacidad, como siempre. Llevaba la misma camisa que tres horas después, el mismo pantalón con el cinturón granate encajado en las trabillas, el mismo pelo blanco como una sábana al sol peinado con agua hacia atrás. Y hemos mantenido la misma conversación. Aún es pronto para levantarse y desayunar, todavía no han subido la persiana de la panadería ni del kiosco, es de noche, ¿ves la luna? Casi todo el mundo está durmiendo o haciendo como que duerme, o soñando, o repasando lo que hizo ayer o proyectando lo que hará mañana, o inventándose otra vida en la que le gustaría más habitar. Pero no salen de casa a por el pan y el periódico a esta hora, papá. Es muy pronto. Es que ni había mirado la hora. Fíjate en el reloj de la cocina. Las dos. Ah, sí. Sólo llevabas tres horas en la cama, es mejor que vuelvas a dormir, yo voy a hacer lo mismo. Pero ya que me he levantado, desayuno y cojo el pan y el periódico. Pero es que son las dos de la mañana, papá... Está todo cerrado, mejor vamos a dormir, ¿no? Sí pero ya que estoy vestido, salgo y traigo el pan y el periódico.

Mi padre tiene Parkinson. Se lo diagnosticaron hace año y medio y sus consecuencias mentales, las que voy descubriendo cada vez que voy a su casa, contra las que a veces aún me rebelo y me enfado sin sentido porque se me hacen muy difíciles de asumir, se parecen sospechosamente a las del Alzheimer y a la demencia. La persona que ocupa el cuerpo de mi padre es cada vez menos mi padre, aquel con el que mantenía una complicidad que me encantaba. Y eso es lo que más me duele, que se esté yendo tan rápido y que no pudiera acotar un momento concreto en que empezara a marcharse o un aviso de lo que iba a ocurrir. Mi padre y yo no hemos podido despedirnos uno del otro en una conversación de verdad, en uno de nuestros maravillosos paseos por el campo en los que me preguntaba si sabía diferenciar la avena y el trigo, si conocía el nombre de ese arbusto o qué fruta daría en unos meses aquel árbol en flor. Para eso ya es tarde.

Pero parte de mi padre todavía está ahí, porque sigue recitando de memoria la escala de la dureza de Mohs, fragmentos de El Quijote y las coplas de Jorge Manrique entre un puñado de poemas y canciones que su envidiable memoria retuvo de niño. Y cantando jotas siempre que encuentra ocasión, que ahora es en cualquier momento y lugar, y lejos de sentir vergüenza y sin haberlo hablado entre nosotras ni ser amantes de la jota, mi hermana y yo le acompañamos como malamente podemos allá donde nos pille. Y por encima de todo doy gracias a la vida porque, salvo chispazos que duran nanosegundos en los que me lo encuentro al fondo de sus ojos azul oscuro, navega en la felicidad absoluta de quien ignora lo que le ocurre y en ese océano brumoso mi querido padre ha encontrado a sus 82 años el canal en el que sintonizar con mi hijo, que aún no tiene 2, y robarle su pizarra magnética.