viernes, 30 de diciembre de 2011

Valores seguros

Florence cantaba You've got the love & The Machine la acompañaba en el Festival de Glastonbury del año pasado y la masa se entregaba a la luz dorada de la tarde. Con este video un amigo nos ha deseado lo mejor para este año. Otra amiga ha repartido árboles navideños con ramas suficientes para que quien quiera ocupe una y se ponga ahí una casa. Otra me ha enviado la etiqueta de una camiseta de algodón deseándome que coma, beba, sonría, que no haga dieta -que siga comiendo, vamos-, ... que sea feliz. Varios amigos con niños, hijas preadolescentes y mis sobrinos del alma y del corazón, han llegado estos días hasta mi mail cantando villancicos vestidos de elfos que bailan hip-hop sobre la nieve y de duendes tiroleses que arrastran abetos quince veces más grandes que ellos y después agarran la guitarra eléctrica y se cascan su actuación. Otro amigo ha aprovechado una de las imágenes del año, sí, la de la pareja adolescente dedicada a lo suyo -valientemente sobria o perfectamente ebria- en plena disolución policial de una manifestación para lanzar un mensaje que le podría acarrear una clara denuncia de una marca de preservativos.

¿Y todo esto para qué? Para obligarme a reconocer que los banqueros tienen razón. Sale sarpullido sólo con pensarlo, pero al César, lo que es del César. ¡En tiempos de crisis, valores seguros! Es lo único que funciona con garantía. Así que, a pesar de que una es más de impares, para este 2012 que nace, pobre, casi asfixiado y envuelto en el paño de luto con que lo abrigan todos los agoreros económicos, incluidos los que casi lo han matado, olvidémonos de lo accesorio. Y quedémonos con lo que nos mantiene vivos, el amor, el sexo, los amigos, las amigas, la familia, el cariño de toda la gente que sabe estar cuando se la necesita, las risas, los buenos libros, las pelis, los vinos, las cenas... Lo que nos alimenta. Y devolvámoslo también.

Yo os regalo algo robado. Un juego que propone Albert Espinosa en su último libro. Consiste en que cuando uno se encuentra naufragando en plena crisis personal, profesional, sentimental o existencial, hay que salir del mundo, buscarse alguien con quien poder hablar de todo o de nada, según lo que venga bien en cada momento, tomar ese vino, leer ese libro y ver esa película, y cuando ya se ha conseguido ver qué fallaba en el mundo, en el que cada uno nos construimos alrededor, se puede volver ya un poco mejorado para tratar de mejorarlo. ¡Feliz 2012!

jueves, 29 de diciembre de 2011

Donde el mar no llega

David Rodríguez

Su madre y su padre solían llevarles a esa playa cuando podían, que siempre era los domingos, el día que cerraban la tienda de jabones, aceites y perfumes que regentaban en Vishakhapatnam. Se recordaba a sí mismo desde que tenía uso de razón bañándose con su hermano en aquellas aguas azules y serenas, hijas del abrazo entre el río Gosthani y el costado del Índico que acariciaba la Bahía de Bengala. Esas aguas le habían visto crecer, le habían acompañado en sus primeros amores a escondidas, aquellos amores salados tras 24 kilómetros en bicicleta con su novia sentada delante de él, señalándole tímida cada estatua de tantas diosas diseminadas a lo largo de la costa que el vuelo del sari le ocultaba casi siempre y que se le aparecían traviesas después de haber hecho el amor a la caída de la tarde. Tenían un poder mágico las aguas de  Bheemunipatnam, cada vez que se sumergía en ellas volvía al mismo punto. A los domingos de niño, cuando su padre arañaba el sitar, su hermano y él se bañaban y su madre acariciaba con una mirada ardiente el horizonte sin explorar mientras extendía sobre la arena el mantel para la merienda. 

Pero aquella mirada no abarcaba todo lo que estaba por venir.

Su madre entonces no sabía que su hijo pequeño se adentraría en un mundo incierto más allá de aquella franja de arena cuajada de palmeras y aquella bahía cálida. Faltaban casi cuarenta años todavía para que una extranjera desorientada aterrizara en su pueblo, entrara a la tienda de jabones, aceites y perfumes que Harshad había heredado, se enamorara sin futuro de él y él de ella sin que ella hablara una palabra de hindi ni él de castellano, sólo por la mirada. La de él, calmada y profunda. La de ella, rebosante de curiosidad y deseos indefinidos. Y faltaban todavía casi sesenta años para que él, después de haber sido profesor de yoga en un tercer piso de Fuencarral y dependiente de una tiendita de artesanía en Malasaña, después de haberse separado de aquella madrileña extraviada, y de las otras tres mujeres que la sucedieron, de nuevo solo, se volviera a ungir la frente, el entrecejo y los extremos de los ojos con polvos blancos purificadores, se sentara desnudo sobre un cojín en la terraza de su ático cerca de la Gran Vía en una ardiente noche de verano asfáltico y mirara hacia Bheemunipatnam, su playa de palmeras sinuosas y atardeceres malvas.

Su madre aún no podía saberlo.




miércoles, 14 de diciembre de 2011

¡Tan real!

Ayer escuché la conversación que paso a recoger líneas más abajo y me dije... sí, la evolución es así. No hay. Viajaba en el tranvía, sentada frente a una pareja de unos siete años, de edad, de duración no sé. Niña y niño. Ojos brillantes, mofletes colorados por el frío e inflados chalecos de pluma de oca sin los que se habrían quedado como sus propietarias cuando se las quitaron, las plumas, en ná. Ella aferrada a un cepillo de pelo, de esos que van doblados y cuando los abres les sacas los pinchos hacia afuera apretando con los dedos en la goma negra hasta que parecen erizos y, de repente, descubres que en el mango llevan espejo (sí, chicos, esta herramienta existe). Ella hace que el erizo saque las púas y se convierta en cepillo, se lo pasa unas cuantas veces por el flequillo quedándose instantáneamente ciega, porque lo lleva largo hasta el peligro, se revisa en el espejo como puede mientras el niño y yo ponemos caras, nos sacamos la lengua, subimos las cejas y tal, y se arranca. Ella a por él.

- Dime que estoy bonita...
- Yo veo lo que veo...
- ¡Dime que estoy bonita!
- ¡Yo veo lo que veo!
- ¡¡¡Que me digas que estoy bonitaaaaaaaaa!!!
- ¡¡¡¡YO VEO LO QUE VEEEEOOOOOOO!!!

Dios, más claridad, en el Polo. Así somos. La coqueta necesitada de la aprobación ajena y el realista prosaico. Tantos años de lucha feminista, de reivindicar voz, voto, firma en el banco, igual salario, las mismas condiciones, maternidad... tantos años de quemar sujetadores en hogueras militantes hace ya casi medio siglo, de terapias, de refuerzo personal, de aprender a querernos, entendernos y aceptarnos, de buscar nuestro propio camino en la selva profesional... En fin, tanto ¿pa'qué? Si resulta que las estanterías de las Barbies, las Bratz, las Monster High -yo con estas flipo, aún no sé si me gustan o no- quedan arrasadas y temblorosas estos días como las de los supermercados en plena hambruna post-nuclear. Que ponernos guapas está muy bien, no seré yo quien diga lo contrario. Pero para nosotras, ¿no? Si ya sabemos que cuando una se gusta, también gusta al resto. Ahí está el truco.

El chico, bien. Como terapeuta de Gestalt le veo futuro. Como dependiente de Gucci, dos días.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Good Luck

David Rodríguez


Al principio decíamos que eran días de estación de esquí. Días de invierno con el cuerpo caliente y la cara helada y resplandeciente al sol. Esos días nos acercábamos a pasear al pantano esperando que de la neblina en suspensión emergiera el monstruo del lago Ness, un campanario o el maletero de un coche. Un Mercedes antiguo verde musgo, por ejemplo. Algo que nos sirviera para inventarnos una historia que durase lo mismo que nuestro recorrido besándonos y bordeando el óvalo de agua mientras Luck, mi perro, olisqueaba entre los arbustos el rastro de algún deseo por definir.

Luego aquellas tardes de diciembre se convirtieron en mañanas de enero, fueron haciéndose más frías y menos luminosas. Seguíamos escapando de excursión junto al pantano, transformado en laguna Estigia desde que encontramos una barca amarrada a la orilla balanceándose sensual entre jirones de niebla, esperándonos. No teníamos prisa por que Caronte se llevara nuestras almas al infierno. Preferimos desgastar antes nuestros cuerpos de puro usarlos, felices, hambrientos y perdidos en aquel frío de acero cada vez más gris y más intenso mientras Luck nos esperaba escondido entre sus arbustos, acomodado en una complicidad paciente.

Este mediodía de febrero Luck ha vuelto al pantano. Desde la distancia mira inquieto a una pareja como nosotros que pasea con un perro como él y no nos encuentra. No sabe que hemos partido en la barca. Caronte se cansó tanto de esperarnos que al final convenció a la mujer de mi hombre, a la esposa de mi amante, para que acabara con nuestros cuerpos y así poder llevarse, al fin, nuestras almas. Para hacerlo aquella mujer eligió un Mercedes antiguo, de un precioso verde musgo. Así de curiosa es la vida a veces. Desde entonces ahí sigue Luck, enfrentándose en soledad a su arbusto cada día. Sabiendo que parte de nosotros se ha quedado enredada en las púas de los espinos. Sólo él lo sabe.

sábado, 29 de octubre de 2011

El chico

David Rodríguez


¡Chico! ¡El periódico! ¡Vamos, vamos, más rápido! ¡No tengo todo el día para ti!
Vete al puesto de la esquina y tráeme una bolsa de cacahuetes. Toma. Cuidado con abrirla por el camino, ¿eh? Que aún no ha nacido el listo que engañe a Jamie Stewart...
¿Ves aquel árbol? ¿Cuál va a ser? ¡El sauce, sí! Si vas hasta allí con los ojos cerrados y vuelves antes de que el semáforo se ponga en rojo, te doy tres chelines. ¡Sin trampas, que me parece que este ha salido como su difunto padre! Que parecía tonto, ¡pero cuidao!
¡Eh, chico! Toma, quiero un paquete de tabaco de liar y una cerveza del bar de Tony. Y la cerveza la quiero fresca, no te entretengas.
Mira, Jim. Aquella mujer, la rubia que está sentada en el escalón fumando un cigarrillo. Acércate y pregúntale cuánto. Bueno, igual no hace falta que se lo preguntes, tu madre ya te habrá dicho lo que cuesta... ¡¡Jaaaajajajaja!!

Jim... Anda, ven con la abuela. Tengo la cena preparada en casa. Había salido a buscarte.

¿Abuela? ¿Desde cuándo tienes tú una abuela? 

viernes, 28 de octubre de 2011

Antonio López

El miércoles se hizo la luz. A veces pasa. Vives un tiempo de iluminación durante el que se te olvida dónde estás y con quién. El miércoles traspasé el umbral del Bellas Artes de Bilbao con la determinación del que se pertrecha con un machete para atravesar la jungla amazónica. Tras ver en televisión las colas que habían generado los primeros días de exposición, me acerqué con una combinación esquizofrénica de fe infantil en que se hubiera pasado el efecto del estreno y certeza adulta de que apenas iba a poder moverme entre los cuadros sin tropezar con alguien.  Ganó la segunda. Pero no importó. Porque desde que me pegué a la oreja la audioguía salí del mundo real y no volví hasta dos horas más tarde.

                                                                            La cena, 1971. Óleo sobre tabla.
La niña que nos mira desde el fondo de la mesa es María, una de las dos hijas de Antonio López, y la señora de la derecha es su mujer, la pintora María Moreno. La niña que nos mira cuenta que la mesa a la que estaban sentadas cenando su madre y ella aquella noche pasó meses congelada en la realidad de su casa tal y como la vemos, porque desde que su padre comienza un cuadro hasta que lo da por terminado pueden pasar incluso años. Le gustan los viajes de ida y vuelta a Antonio. Alejarse y acercarse al modelo de sus pinturas. Así que durante un tiempo el yogur a la izquierda de la botella de agua se fue quedando reseco dentro de su frasco de vidrio, los muslos de pollo del primer plato en un estado lamentable y el brillo de los cubiertos escondido bajo el polvo. En ese tránsito de lo orgánico hacia la muerte Antonio de vez en cuando retiraba el plástico que cubría la mesa, retocaba sus bocetos, volvía a colocar el plástico... Esto ocurrió hasta que consideró rematada la obra y su familia el trance de convivir en casa con una naturaleza cada vez más muerta. Un proceso curioso vivió también su mujer sin saberlo. Primero Antonio la sentó a la mesa de su óleo a una altura, y después decidió colocarla un poco más abajo. Por eso María Moreno es una mujer de dos caras en este cuadro. Vive en dos momentos al mismo tiempo. A su marido, que puede perderse en el calendario tallando a lápiz los hilos de un encaje, le gusta dejar cosas inacabadas.


Mujer en la bañera, 1968. Óleo sobre tabla.
Cuenta también la niña María que siempre recuerda el baño de azulejos verdes brillantes como espejos de aquella casa envuelto en una neblinosa atmósfera de misterio. Más que por el vaho que emanaba la bañera llena de agua caliente, por quien la ocupó una temporada. Durante meses una mujer desconocida visitaba el hogar de su infancia y se encerraba en el baño con su padre, que prácticamente vivía sin salir de esa habitación. Ella no sabía qué pasaba dentro del baño, pero desde el otro lado de la puerta escuchaba el grifo del agua abrirse y cerrarse, la bañera llenarse y desaguarse, y silencio. No sabemos qué explicación construyó en su cabeza a partir de aquellas escenas repetidas, pero siempre es muy seductor completar los puntos de un mapa invisible y rellenar los huecos de una historia que se desarrolla a centímetros de distancia.



                                  Nevera de hielo, 1966. Óleo sobre tabla.
Del gusto de su padre por atrapar el paso del tiempo en los objetos más cotidianos su hija María no dice nada. Pero viendo sus cuadros nos sonreímos y asentimos levemente pensando que muchos hemos conocido ese lavabo de esquinas redondeadas y grifería antigua en el que el jaboncillo recién utilizado tiende a resbalar y taponar el desagüe y los grifos son dos entes tan independientes que uno vierte agua antártica y el otro hirviendo. Y todos nos hemos sentado alguna vez en ese retrete ovalado de casa propia o ajena con tapa de plástico que amarillea con los años. Un retrete consciente de sus limitaciones, de los que no tratan de levitar. Un retrete atornillado al suelo.
Aunque no me habría importado, neveras así no he conocido. Pero sí la poesía que construye este hombre con cuatro huevos, un yogur en vidrio y una bolsa de papel marrón. Hiperrealismo, realismo mágico... da lo mismo cómo queramos acotar el mundo que recrea y que inventa Antonio López cada vez que deja su mirada reposar largo tiempo y a saltos sobre algo. Creo que su mundo paciente y detallista trasciende en mucho esos límites. En ese mundo viven también las increíbles vistas de Madrid desde terrazas y azoteas. Fotografía pura. Pero esas ventanas no caben en este hueco. A esas hay que enfrentarse de tú a tú, en vivo.

Cuando volví a tocar suelo al salir pensando si la dedicación paranormal y exquisita a la luz y al detalle de este hombre procederá de una genética oriental, supe que quería ver ese baño todos los días en mi casa. Y como el original no puede venir por varios motivos, todos ellos consistentes, me he traído a su hermano más pequeño. Alfombrilla para el ratón. Y desde entonces el ratón y yo vivimos encantados. Es tan fácil hacernos felices a veces...

Antonio López está en el Museo de Bellas Artes de Bilbao hasta el 22 de enero de 2012. Hay que ir.

lunes, 24 de octubre de 2011

Otra vez

David Rodríguez


- Llevábamos todo el mes preparándonos...
- Mi madre me había prometido que si ganábamos hoy, me levantaría el castigo de la play y mañana iríamos al parque.
- ¿Al de los patos?
- No, tonto. Al de atracciones.
- Ah.
- Pero ya nada.
- No entiendo por qué nos pasa esto... ¡No es justo! Hemos entrenado duro, ¡hasta los días que llovía hemos ido a la pista! Nos hemos comprado guantes y bates nuevos para esta temporada...
- ¡¡Hemos estado semanas sin comer perritos calientes!!
- ¡Desde luego! El entrenador Hirokami decía que teníamos que estar en forma...
- Sí. Y total... ¿para qué?
- 4-0. Qué vergüenza...
- Las Orugas Rojas ganan a los Guepardos Verdes. ¡Vaya guepardos de mierda que no pueden con unas orugas! No somos guepardos, ¡no somos ni siquiera gatos!
- ¿La encuentras?
- ¡No!
- No sé por qué tenemos a Riku de lanzador...
- ¡Estoy harto! ¡Siempre pierde una lentilla!

jueves, 29 de septiembre de 2011

¡Sacadme de aquí!

David Rodríguez

  • ¿Has visto a ese, Berta?
  • ¿Cuál? ¿El del culo carpeta?
  • ¡No! ¿Cómo va a ser ese, joder? El de la chupa de cuero y los pantalones de cuadros, ese morenazo de rizos... Anda... entra y llévame contigo...
  • Desde luego, a ti te va lo duro, ¿eh cariño? No me extraña que hayas acabado aquí.
  • ¿Y tú? ¿Tú que te crees que un día de estos te van a llevar a un escaparate de Dior? Por favor... Además, ¿qué tiene de malo esto?
  • Nada. Salvo que es una tienda leather de tres al cuarto con aspiraciones pero para cuatro pelaos. ¡Un quiero y no puedo!
  • Pues yo estoy encantada. Mucho más animado que antes, cuando pasé un par de años en las galerías aquellas, las de segunda mano en Ahornstrasse... ¿Cómo se llamaban?
  • ¿La Pulga Gris?
  • ¡Qué memoria tía! ¡Eres un puto mac!
  • Unas tienen labios, otras tenemos cerebro.
  • Ah, claro. Tú eres mucho mejor. Me parece que a ti tampoco te gustaba tu vida, pero la señorita Berta, o mejor, el señorito Hans, no paró hasta que le cambiaron las cejas y le pusieron sujetadores con relleno. ¡Oiga, cuarto y mitad de tetas!
  • Por favor... ¿Os queréis callar? ¡Estoy tratando de hacer un ejercicio de telequinesis que vi ayer con esa papelera y no hay forma de concentrarse!
  • ¡Venga, la mística! ¡Ya estamos todas!
  • ¿Que viste ayer dónde? ¡Si no te has movido de aquí hace tres meses!
  • ¡Lo leí en una revista!
  • ¿Sí? Ah, claro. Igual saliste al kiosco un momento que me agaché a subirme las medias y me despisté...
  • ¡Jaaaaajaja! ¡O cuando te sentaste en el suelo para cambiarte los zapatos por las zapatillas de casa!
  • ¡Lo leí por encima del hombro en la revista de una chica que estuvo ayer apoyada en el escaparate! ¡Que todo hay que explicároslo! 
  • ¿La gótica?
  • ¿La que se pasó media hora esperando y no vino nadie?
  • Normal, yo si hubiese podido hasta me habría ido de aquí por no verle. ¡Qué raíces, dios!
  • Pero qué mal karma tenéis... No me extraña que no os pase nada bueno...
  • Nos ha tocado compartir escaparate contigo... ¡No te digo más!
  • A palabras necias, oídos sordos. Voy a concentrarme en la energía positiva de ese árbol.
  • ¿El sauce?
  • ¿El sauce que han meado tres perros en lo que llevamos de día?
  • ¿El sauce que van a talar para construir un parking debajo?
  • ¡No lo van a talar! ¿No habéis visto los carteles que han puesto en el videoclub de enfrente los del grupo ecologista? ¡Bah! Seguro que no sabéis ni leer...
  • Chss-chss, cuidadito, que aquí la macarra, la que me echa en cara que quiera el futuro digno que me merezco en Dior, tiene un pasado que no te imaginas. ¡Cuéntale a la mística, Berta!
  • Sí, bueno... Al principio estaba en una tienda de diseño muy chula... Ya sabes, pijos, modernos, lo típico. Al lado tenía siempre montones de revistas de arquitectura, fotografía, moda... ese rollo. Y un sofá donde la gente se sentaba a hojearlas. Así conozco, por ejemplo, lo que hace Gehry...
  • ¿Quién es ese Gerhy?
  • Un arquitecto muy famoso. Hizo el Guggenheim de Bilbao. Es como un barco de titanio al lado de un río.
  • ¿El barco navega por el río?
  • ¡Joder! ¡Es un museo! ¿Cómo va a navegar?
  • Oye, que hay barcos-museo donde suben niños a aprender cosas de navegación.
  • ¿Y tú de dónde te has sacado eso? 
  • Antes, cuando era hombre, estuve en una tienda de sombreros de caballero, guantes, botas de...
  • Mírala, como para ir a la caza del zorro en Inglaterra...
  • Calla, y la tienda estaba al lado de un colegio. Un día escuché a unos profesores hablando de que se los iban a llevar de excursión en barco por el Spree.
  • ¡Eso te gustaría, mística! ¡Ahí verías un montón de árboles para chuparles la energía!
  • Me llamo Ulrika y... ¡Bah! A ti han debido de chuparte el cerebro. O igual se te ha escapado por esa raja que tienes en el cuello...
  • Cuidado, que esta es una herida de guerra. 
  • ¿Ah, sí? ¿Dónde te la hiciste?
  • ¡En el lado oscuro! ¡A ti te lo voy a contar!
  • Uffff... Señor, dame más si más merezco.
  • Vamos, Berta... No te pongas tan a la defensiva con la mística... No es mala persona...
  • ¡Pues nada! Que cuando rediseñaron la tienda aquella pija, me dejaron al lado de un contenedor y dos borrachos me agarraron, hicieron el cerdo todo lo que quisieron y después me cogieron de los tobillos y me golpearon contra el bordillo!
  • Pobre... Te partiste el cuello...
  • ¡De cuajo!
  • ¿Y se te fue muy lejos la cabeza?
  • ¡Imagínate! 
  • ¡Mira! ¡Vuelve tu hombre! El de la chupa de cuero y los pantalones de cuadros...
  • ¿Quién?

domingo, 25 de septiembre de 2011

La vendedora de limas

David Rodríguez




Amanece en Benarés. Todo es polvo amarillo. Polvo en el suelo y polvo en suspensión atravesado por haces de luz dorada. Como brazadas de trigo. Rickshaws en movimiento y algún claxon. Ahí está. Una S bajo una manta marrón, sobre un carro de madera con cuatro ruedas escuálidas. Como serpientes secas enroscadas. Aún no se mueve. En los bajos del edificio de al lado comienza el día. Las tiras transparentes de una cortina de plástico se agitan y tras ellas el joven Surinder se despereza, se estira la camiseta de tirantes de un blanco inaudito sobre un torso enjuto y fibroso y enciende el fuego bajo una cazuela de latón. Vierte agua de un cubo y echa unas tazas de arroz. El primero del día. La S bajo la manta marrón sigue inmóvil.
Una persiana se levanta en el edificio de enfrente. El señor Ranjit se acomoda el turbante blanco y recoge dos pergaminos de una silla. Sobre una mesa alargada cubierta de rollos de papel de todos los blancos y tamaños posibles quedan unos restos de mango y un vaso de lassi a medio beber. Ahora la S se mueve. Hace a un lado la manta marrón y se incorpora con delicadeza. Frágil. Puro hueso y piel curtida envueltos en un sari verde agua. Es elegante sin saberlo. Mira rápido a su alrededor y se mueve lento. Baja los pies del carro al suelo, los desliza en dos sandalias de cuero que se funden con su piel y se pone en vertical. Un junco con gafas redondas. Como las de Gandhi. Se las regaló el óptico de la calle de al lado después de verla bizquear muchas noches al tratar de contar las monedas. Sí, son de montura barata pero le sirven. Desde que las lleva ve mejor y ya no bizquea.
- Namasté.
- Namasté.
- ¿Ha dormido bien esta noche señora Poonam?
- Sí, mi Surin.
- ¿Ha tenido buenos sueños?
- Extraños. Hoy he soñado que una mujer blanca y joven se acercaba a comprarme un kilo de limas. Cuando su mano ha rozado la mía para entregarme las monedas éstas se han convertido en cucarachas que han empezado a trepar por mi brazo. Al llegar aquí, y se señala la axila, he sentido cómo trataban de atravesar mi piel para entrar en mi cuerpo, pero entonces he notado justo aquí, en el mismo lugar, un calor intenso, cada vez mayor, se me ha extendido por todo el cuerpo como si ardiera por dentro y he estallado en una llamarada enorme.
- Ummmh... Al menos se ha levantado limpia. El fuego lo purifica todo, señora Poonam.
- Puede ser...
- ¿Le pongo un poco de arroz y un lassi recién batido?
- Sí, por favor. Como todos los días, camarero.
- ¡Jaaajaja! Faltaría más, señora.
El señor Ranjit envía su sonrisa desde la acera de enfrente y saluda con un ligero movimiento de cabeza. Da un sorbo a su lassi, se aparta la barba blanca a un lado y coloca una pila de pliegos bajo el brazo de hierro de su máquina encuadernadora.
- Espera, Surin. Creo que hoy me refrescaré primero. Me sentará bien.
- De acuerdo, espero entonces a que vuelva. Tendrá su lassi recién hecho.
Poonam se estira el choli, se pasa la mano por el vientre plano y arrugado, lo masajea un instante y procede a colocarse el sari. Semiescondida tras el tronco del frondoso neem que le da sombra durante el día y refugio espiritual por la noche, introduce una punta de la tela interminable en la cinturilla elástica de la faldita de algodón, se lo enrolla alrededor de la cadera, hace con cuidado siete pliegues, se los remete en la cintura y desde ahí coge la otra punta y le da vuelo a la tela, la airea, la eleva en un giro del brazo, se la cruza sobre el torso, deja que rodee su hombro izquierdo, la hace volver junto a la cintura tras cruzar la espalda, la eleva de nuevo bajo el brazo derecho y la deja caer sobre la cabeza. Satisfecha, con la mano izquierda se echa sobre el hombro contrario la tela sobrante. Lista. Sí. Es elegante esta mujer. Reaparece tras el tronco, junta las palmas de las manos y hace una ligera inclinación de cabeza dirigida al señor Ranjit. Éste le corresponde y retira de la mesa un taco de pliegos ya cosidos.
Sólo son las seis y media pero ya empieza a hacer calor. Diez niños uniformados y alborotados se amontonan en una  furgoneta mínima con sus carteras sobre las rodillas. Camisas blancas, pantalones cortos y lazos azules al cuello. Sonrisas más blancas que las camisas. Canciones, gritos y lágrimas. Sobre la furgoneta mostaza está pintado con letras verdes y rojas radio sunbeam 90.4 fm bhagwanpur. Un par de cabras de pelo gris y orejas de conejo cruzan la callejuela y acompañan a Poonam de bajada hacia el río. En el ghat se ven ya un montón de saris extendidos en hilera sobre la piedra. Siempre hay madrugadoras. Una mujer joven escurre una sábana. Es una imagen preciosa. Tras ella, junto a las escaleras del ghat que se sumergen en el agua, se recortan sobre una ladera terrosa como sobre una pirámide rectángulos verdes, fucsias, dorados, azules, amarillos, y al lado tres filas de recuadros inmaculados. Las sábanas de algún hotel.
Poonam desciende los últimos peldaños, se quita las sandalias, se remanga el sari recogiéndolo en la cintura y se sumerge poco a poco. Algo más lejos ramas, hojas y restos de madera, el cuerpo desmembrado de un perro y pequeñas flores blancas flotando sobre el agua. Una barca agrieta el reflejo del sol que apenas se levanta dos metros sobre el horizonte. Poonam se retira el pañuelo de la cabeza, recoge agua con las manos y se lava la cara y las orejas, por fuera y por dentro, se quita las legañas, se frota los dientes, saluda a los otros hombres y mujeres que dedican largo tiempo al ritual de la higiene matinal.
Lassi y un poco de arroz. Arranca el día. Poonam retira la manta del carro, la dobla y la deja encima del taburete. Arriba las cajas con las limas que sobraron de ayer, todavía no hace falta ir a por más. Las coloca una a una sobre las tablas claveteadas del carro-cama-casa en hileras paralelas y otras en montoncitos. Se entretiene mientras llegan los primeros clientes. Cuatro o cinco vecinas que la visitan cada mañana, pequeñas conversaciones domésticas, intercambio de recetas, un té, Surin que le presta el periódico, un cuenco de arroz con pollo a media tarde.
- Toma, te dejo aquí estas rupias.
- No las voy a coger, señora Poonam.
- Vamos, no puedo dejar que me invites todos los días.
- Sabe que lo hago encantado. Y lo voy a seguir haciendo. No hay nadie en todo Varanasi más cabezota que yo.
- ¡Jiiijiji! Sí. Eso también lo sé.
Más vecinas, algún turista despistado, un par de charlas sobre enfermedades, ninguna sobre la hija que se le escapó con un inglés y ya nunca más se supo y cae la noche. Surinder enciende un farolillo. Dos chicas blancas se acercan al puesto de limas y señalan uno de los montones.
- ¿Cúanto?
- Cuarenta rupias.
- ¿Tanto?
- Son cuarenta rupias.
- Pero...
- Marta, por favor, ¡que cuarenta rupias no es nada!
- A ver, que por la mañana cuando hemos pasado he visto que una señora de aquí le daba 20.
- ¿Por lo mismo?
- ¡Yo qué sé! ¿Te crees que pesa las limas? ¡Calcula lo que le viene bien! Era un montón como este más o menos.
- ¿Y qué más da? Normal que la mujer quiera sacarse un poco más. ¡Para ella somos turistas, chica!
- Cuarenta rupias no. ¡Veinte!
- Marta, que me da vergüenza... ¡Cuarenta rupias es medio euro!
- ¡Que no es la pasta, joder! ¡Que no me gusta que me tomen por tonta!
- Tranquila, ya pago yo...
- Que no, que no, quita. ¡Para eso llevo yo el bote!
- Dale las cuarenta, anda. Perdone, señora...
- A veces me pones enferma, de verdad... ¡Tome! ¡Las cuarenta rupias!
Poonam se queda mirando las monedas que esa chica enfadada le ha soltado con un golpe en la mano. Parece que se mueven... Un escalofrío.
- ¿Me da la bolsa? Ya ves. Ahora se ha quedado disecada, la mujer.
- ¡Marta! Cuando te pones así lo paso mal estando contigo...
Poonam se coloca las gafas en su sitio, le tiende la bolsa, hace una breve inclinación de cabeza. Las dos chicas se alejan discutiendo. Las monedas siguen ahí, en la palma de su mano. La miran mientras Poonam las mira a ellas sin atreverse a mover la mano. El señor Ranjit cruza la calle, se acerca. La persiana de su taller ya está bajada. Al verle Poonam deja caer las monedas en una caja de madera con las demás.
- ¿Me acepta un té?
- ... Sí. Me sentará bien.
- ¿Le ocurre algo? Tiene mal color. ¿Le ha vuelto a bajar la tensión?
- No, no. Estoy bien.
- ¿Ha ido al médico como le dije?
- Sí, señor Ranjit. Tengo diabetes. Creo que por eso se me nubla la vista a veces...
- Vaya, eso hay que cuidarlo. ¡Surinder! Tráenos dos tés, anda. Apóyese aquí, cogeré una silla del taller.
- Oh, no se preocupe. Tengo aquí mi taburete.
- Guárdemelo, yo me sentaré ahí. Le traigo la silla.
Poonam mira las monedas. Siguen en la caja, sin moverse. Se escruta el antebrazo con aprensión. No ocurre nada.
- Aquí tienen los tés. Les he traído también unos dulces.
- Gracias, Surin. ¿Nos acompañas?
- Oh, no. Ahora tengo que amasar unos cuantos naan para mañana. 
- ¿Te ayudo?
- Usted descanse. A mí no me cuesta nada.
- Buen chico, este Surinder, ¿eh, señora Poonam?
- Me cuida como un hijo. ¿Cómo están los suyos?
- Bueno, están bien. Samali trabaja de profesora en Delhi y tiene dos niños y Rakesh sigue aquí en Varanasi.
- Puso un taller de bicicletas, ¿verdad?
- Así es. No le va demasiado bien, pero bueno... de momento lo mantiene.
- Ummh... Cuesta sacar un negocio adelante...
- Y usted, señora Poonam... ¿Ha sabido algo de su hija?
- Recibí una postal el año pasado. Desde Bristol, en Inglaterra. Decía que estaba bien, que iba a empezar a estudiar... no recuerdo qué era, y que algún día se casaría y me invitaría a viajar a Inglaterra para su boda.
- Ya... ¿Cuánto hace que no la ve?
- ... Tres años. ¿Y usted? ¿Qué tal va el negocio? ¿Le encargan muchos libros?
- Digamos que sobrevivo. No da para mucho pero yo solo tampoco necesito tanto, la verdad. Ya sabe que, desde que murió mi mujer...
- Sí, señor Ranjit. La vida se recorta cuando perdemos a alguien. Parece que es igual, porque todo se sigue moviendo, pero no. Nada es igual.
- La dejaré descansar. Seguro que tiene los pies doloridos después de tantas horas de pie. Y con este calor... Si quiere, mañana al cerrar podemos ir a tomar un té junto al río. Al menos corre un poco de brisa.
- Podría ser. Mañana lo vemos, señor Ranjit.
- Que tenga buenos sueños, señora Poonam.
Recoge las limas en una caja de plástico. Pocas, mañana tendrá que ir a por más. Pasa la mano por la superficie de madera, retira unas hojas que el neem, exuberante, ha dejado caer con la brisa de la tarde, saca los pies de las sandalias y se tumba sobre el carro. Hoy no se cubre con la manta, hace demasiado calor. Surin apaga el farolillo. Poonam encuentra postura y se relaja. Su cuerpo delgado dibuja una S verde agua sobre la madera. Duerme. Hoy parece que no sueña. 
Amanece en Benarés. Todo es polvo amarillo. Polvo en el suelo y polvo en suspensión atravesado por haces de luz dorada. Como brazadas de trigo. 

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Kiseki y Arrugas

¡Gran día ayer! Donosti, sol de septiembre, brisa marina, reencuentros con amigos y pelis. Sesión doble. No hablaré de aquellas legendarias sesiones de cine en que pagabas una película y veías dos porque yo no lo viví. Soltaba en la taquilla de los Cines Lux de Estella 25 pelas por entrar los domingos a las cinco y cuarto y salir antes de las siete y ya está. No engañemos a costa de alimentar el mito.

Koki y Oshiro Maeda, como dos estrellas de mar.
KisekiHirokazu Kore-eda. 12 h. Kursaal 1. 
Una pareja treintañera se ha separado y se ha repartido sus dos hijos, Koichi y Ryunosuke. Dos hermanos en la vida real viven esos papeles. Dos hermanos divertidísimos ayer en el photocall y muy profesionales en la rueda de prensa. Koichi, el mayor, reflexivo, lleva una existencia bastante anodina con su madre y sus abuelos en Kagoshima, una ciudad donde cada día llueve ceniza. Ryu, el pequeño, vitalista y vividor, comparte apartamento en Hakata con su padre, voz y guitarra de un presunto grupo indie, planta habas en su minihuerto, disfruta y se ríe con cada cosa que hace. El mayor echa de menos aquellos maravillosos años en que eran cuatro, llama cada día a su hermano cuando sale de la piscina y se entera de que un tren bala va a conectar las dos ciudades. Ahí arranca la historia. ¿De qué va? De los sueños, de los deseos, de esa época de la vida en que creemos que todo es posible. De los milagros. Un regalo de más de dos horas que, a mí al menos, no se me hicieron largas en absoluto. Disfruté, viajé, sonreí por muchos y distintos motivos y me reí con ganas cuatro o cinco veces. Hay situaciones y diálogos definitivos. Y por encima de todo hay una mano, la de Hirokazu Kore-eda, que te lleva al agradecido e inabarcable universo del día a día infantil y te deja ahí con una verdad, una poesía y una naturalidad maestras.






Paco Roca, autor del cómic.
Arrugas, Ignacio Ferreras. 18.30 h. Príncipe 7.
Va un día Paco Roca, con sus pelos disparados de crío que se resiste a crecer y se marca un cómic que habla de algo tan jodidamente duro y cotidiano como es el Alzheimer. Lo hace con ternura, comprensión, cercanía, humor incluso negro y realismo. Y va y se lo reconocen con el Premio Nacional de Cómic. Normal. Esto ocurrió hace tres años. Va otro día Ignacio Ferreras, que ya había hecho sus cositas en cine de animación hasta con Dreamworks y ganado también algún que otro galardoncillo internacional y se decide a pasar a 2D el cómic de Paco Roca. Y... ¡aquí lo tenemos! (El Voilá! me pone mala).

A Emilio lo deja su hijo en una residencia de ancianos cuando aparecen los primeros síntomas de Alzheimer. Allí encuentra un compañero de acento argentino, Miguel, el superviviente nato, que siendo tan diferente a él es quien le sostiene en ese lugar necesario pero difícil de digerir que es un geriátrico. Durante la hora y media que vivimos en ese centro nos rodea la desolación de algunas decadencias irremediables, achaques físicos, demencia senil, paranoia, manía persecutoria... y las muestras de amor y amistad más sólidas y duraderas. Una de cal y otra de arena. Una fotografía social veraz por la que Ferreras opta al premio Nuevos Directores de Zabaltegi y con la que Roca se ha quedado satisfecho.

Cuando salía de la sala con el corazón bien apretado por la mano invisible del miedo que genera el "esto te podría pasar a ti" pensando en los futuros posibles, el de mis padres, que por suerte, por vida sana y por genética de momento van bien, el de padres de amigos que ya están ahí, el mío y el de los míos cuando pasen unas décadas, escuché a una mujer de unos cincuenta que hablaba al móvil con alguien afín.
  • Sí, lo que me imaginaba. Ya me pasó cuando leí el cómic. Preciosa, pero... el puto Alzheimer. No he parado de llorar en toda la película.
Pues eso.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Pascoal llega a 7

David Rodríguez




Hoy, como cada mañana. Se levanta a las siete, bebe un vaso de leche en el que unos días moja dos galletas Oreo y otros la lengua. Hoy, Oreo. ¡Cuatro! Coge la garrafa de plástico blanca, enrosca bien el tapón y da un portazo. La chapa retiembla. Baja seis tramos de dieciséis escaleras cada uno pintadas de amarillo, negro, rojo, azul, naranja, verde. Gira a la izquierda, saluda a Joao, el vendedor de chicles y cigarrillos, mientras Joao esconde la pipa en el calzoncillo, tira p'arriba del pantalón y le sonríe, cruza cinco cuadras más, mira la bici de Selena amarrada a una farola con tres vueltas de cadena, acaricia el Mini negro oxidado que lleva en el bolsillo del pantalón, salta sobre un charco para asustar a dos gatos atigrados, que trepan a una acacia y vuelve a bajar. Ahora de dos en dos otros cinco tramos de escaleras gris, blanco, rojo, verde, morado, salpicadas de hierbajos entre los que asoman colillas, papeles de chicle, tubitos de cristal rotos, gira a la derecha y se para. 

Coge aire, eleva el labio superior y silba. Pascoal piensa que silba igual que el pepitero, un pájaro que un año fue campeón de canto de todo Brasil, aunque en realidad silba igual que su padre y tiene un lunar en el mismo sitio que él, sobre la ceja izquierda. Pero no lo sabe. Ni lo del silbido ni lo del lunar. Se agacha apretando la garrafa contra el bolsillo en el que lleva el Mini para no perderlo, coge del suelo una lata de coca-cola arrugada y la lanza por el hueco de una pared de chapa que hace de ventana.
  • ¡Ay! 
  • ¡¡Marcelooooo!! ¿Me acompañas a por agua?
  • Buffff... ¿No ves que estoy dormido?
  • Eres un vago y nunca vas a tener un trabajo, ni un coche ni una chica.
  • ¡Anda, déjame en paz!
  • Luego bajo otra vez a buscarte.
  • ¡Pesao!
  • Venga... ¡que hoy tampoco vas a llegar al colegio!
Pascoal se sube el pantalón que se le había encajado en la cadera y sigue corriendo, dos, tres, cuatro cuadras. La fuente. Hoy tiene suerte, ¡no hay nadie! Desenrosca el tapón, lo llena de agua, deja la garrafa bajo el chorro y se agacha. El Mini ahora es un camión cisterna que lleva un tapón azul hasta los topes de agua. Se trata de llegar hasta la pata del banco sin derramar una gota, hay muchas hormigas esperando esa agua para poder pasar el día, beber, preparar la comida, lavar la ropa y lavarse la cara y las manos. Hay días que se le ha caído la mitad del agua por el camino a la pata del banco, donde está la entrada del hormiguero, y las pobres no han podido cocinar ese día, o se han quedado sin lavar la ropa, o sin bañarse. Y eso es un problema. Pascoal lo sabe bien, porque cuando era más pequeño se quedaba el tapón de la garrafa para hacerlo saltar escaleras abajo hasta que a veces se colaba en alguna grieta o entre los tiestos de la señora Ligia, enormes y pintados unos a rayas y otros con puntos de colores. Lo bueno de esas veces era que la señora Ligia le ayudaba a buscarlo un poco y como nunca lo encontraban, le regalaba un chicle o un trozo de bizcocho de nueces. Lo malo, que sin tapón el agua de la garrafa se le derramaba a saltos de vuelta a casa y su madre le daba un pescozón y le amenazaba con quitarle las Oreo del día siguiente. Pero luego Pascoal le miraba con los ojos muy abiertos y su madre le acariciaba el pelo, le daba un beso con abrazo incluido y no se las quitaba. Eso pasaba cuando era pequeño. Cuando llevaba vivo, por ejemplo, cuatro años. 
Bueno, la garrafa ya está y hoy las hormigas tienen su agua. Aunque por cómo salen del hormiguero nadie diría que estén contentas con ese favor que les hace cada mañana. Pascoal levanta los hombros, agarra la garrafa con toda su fuerza, la aparta del caño, enrosca el tapón bien fuerte y... ¡una, dos y tres! ¡¡¡Aaarriba!!! Esto es lo peor del día. Deshacer el camino a casa, que es todo subida y con cinco kilos al hombro. Pascoal aprendió una mañana en el colegio que un litro de agua pesa un kilo y desde que lo sabe, le cuesta más cruzar las cuatro cuadras, subir los cinco tramos de escaleras, morado, verde, rojo, blanco, gris, ver cómo saltan apartándose de un montón de basura los dos gatos atigrados, mirar ahora sólo de medio lado la bici de Selena, recorrer otras cinco cuadras, 
  • ¡Pascoal! ¡Deja eso, que lo suba tu madre!
  • No puede. No tiene bien la espalda.
  • Yo te diría lo que tiene bien tu madre... 
  • No quiero que hables de mi madre, Joao. No me gusta.
  • Vale, gallito, vale. Deja esa garrafa en el suelo un momento, que voy a darte un recado.
  • ¿Qué quieres?
  • Cuando estés con Marcelo, dile que venga a verme. Tengo un encarguito para él.
Pascoal vuelve a echarse la garrafa al hombro y sigue.
  • ¿Me has oído, Pascoal? ¿Me has entendido bien? 
  • Sí.
  • Dile que venga a verme, ¿eh? ¿Se lo dirás?
A Pascoal no le gusta mentir. Por eso no ha contestado a Joao. No va a decirle nada a Marcelo. Esos encarguitos son una mierda. A él no le pide que se los haga porque siempre le ha dicho que no. Pero Marcelo a veces pica el anzuelo y va a entregar sus paquetes a cambio de unos reales con los que luego corre al puestito de Juliana a por regalices largos y gominolas. Y Marcelo, que es el mejor amigo del planeta, le ofrece sus chuches, pero Pascoal no coge ni una. Y le cuesta un esfuerzo terrible porque le encantan, pero no quiere nada que venga de Joao. A su madre se le ponen los ojos brillantes y una sonrisa enorme en la cara cuando Pascoal le cuenta esas cosas y verla así es de lo que que más le gusta en el mundo. Dale... quince y dieciséis escaleras. Ya sólo le quedan dos tramos, el negro y el amarillo. Hoy se va a poner la camiseta del Esporte Clube Bahía para ir al cole. Lleva el dorsal 7, su número de la suerte. Igual así Selena se le acerca en el patio. Bueno, no. Mejor va a acercarse él. O... ¡no! Mejor va a tropezarse cuando pase a su lado y abrazarse la rodilla como si le doliera mucho, igual que los futbolistas cuando les hacen una falta y se quejan que parece que van a morirse de dolor. ¡Sí! ¡Eso va a hacer! ¡Qué buena idea! Pascoal empuja la puerta contrachapada de su casa silbando de puro contento. Ha subido los dos últimos tramos de escaleras sin enterarse.
  • Hola cariño. ¡Qué bien silbas!
  • Sí, como el pepitero. Mamá... ¿Tú crees que me podría presentar a un concurso de cantos de pájaros?
  • Si te pegamos unas plumas con cola a los brazos, igual sí...
  • ¡¿De verdad?!
  • No, Pascoal, como va a ser de verdad, cariño... A veces me pareces más pequeño de lo que eres...
  • ¡Eh! ¡Que ya no soy pequeño!
  • Es cierto...
  • ¿Me puedo poner hoy la camiseta del 7?
  • Hoy sí. Mira, aquí está. La tenía preparada por si acaso. Y te meto aquí el almuerzo.
  • ¿Qué es?
  • Bizcocho de zanahoria.
  • ¡¡¡Qué bieeeeeeen!!! ¡Así le podré dar un trozo a Marcelo! Ayer me dijo que no había probado nunca. ¿De dónde lo has sacado, mamá?
  • Aaaaah... Secreto. Mamá tiene sus trucos.
  • ¿Y por qué no los usas más veces?
  • Porque los trucos son para ocasiones especiales. Si los quieres usar todos los días, dejan de funcionar.
  • ¡Claro! Un beso, mamá. ¡Me voy! 
  • ¿Vendrás hoy seguido del cole?
  • ¡Como un clavo!
  • Hasta luego, mi vida. 
La madre de Pascoal escucha el canturreo que se aleja, llena con la garrafa un balde y deja dentro en remojo los vasos del desayuno. Pasa un paño húmedo a la mesa de plástico rojo y coloca encima una máquina de coser oxidada. Como todas las mañanas. Pero hoy no deja de mirar el móvil desde que se ha despertado. Hoy Pascoal cumple 7 años. Y anoche su madre le dijo que su padre igual venía a casa y le traía un regalo. Otro silbido como el suyo. Y otro lunar.

martes, 13 de septiembre de 2011

La importancia de ver tu nombre

Todos sabemos que es esencial estar en la lista. Y a poder ser, que se nos vea bien. Actitud tan egocéntrica y tan común cobra un cariz radical en las tragedias. Después de escuchar el himno nacional de EEUU en las voces de un joven coro de Brooklyn, este domingo una muchedumbre serena y aún dolorida, contraída todavía por el peso del recuerdo, ha podido acercarse por primera vez a leer cómo se llama su dolor en el monumento de la Zona Cero. Ahí están los nombres. Grabados en el borde de bronce de las dos piscinas donde siguen anclados al suelo los cimientos de unas torres gemelas que ya no existen. Y sobre todo, de las dos piscinas en las que fluyen láminas de agua hacia el interior de un pedazo de tierra y de profundidad oscura donde residirá al menos alguna partícula de lo que fueron 2.983 personas.

Han pasado diez años y cuando el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, anunció que quizá esta sea la última ocasión en que se lean en voz alta los nombres de esas 2.983 personas, las familias se enervaron. Quieren seguir escuchando Catherine, Ronald, Walter, Avnish, Kazuhiro, Dolores, Daniela, porque así se aferran a un reconocimiento balsámico. Insuficiente, pero balsámico. Mientras lo escuchen, esas personas se mantendrán un poco vivas. Quizá por eso también se enfadan cuando recorren con el índice esa superficie de bronce pulido y tardan en encontrar el nombre de la persona que le mataron hace diez años. Igual que la muerte los eligió aleatoriamente, sólo porque estaban allí en aquel minuto de aquel día, el arquitecto que ideó el monumento, Michael Arad, también había querido que los nombres fueran inscritos sin ningún orden concreto.

Pero cada empresa, institución, división policial y cuerpo de bomberos que perdió allí a alguien quería que sus muertos fueran recordados juntos, como miembros de una comunidad. Y finalmente así ha sido. Los nombres se han agrupado en función de la empresa o institución para la que trabajaban y así se han repartido por zonas a lo largo de los bordes de las dos piscinas conmemorativas. Pero esto tampoco ha gustado, porque ya hay quienes se han quejado con amargura de que sólo podrá encontrar a cada víctima quien sepa dónde se ganaba el pan exactamente. Por respeto a todas las personas que han sentido ese desasosiego, se ha habilitado una web que ubica el lugar exacto donde se ha grabado el nombre de cada víctima, http://names.911memorial.org/ Ahí encuentras, por ejemplo, a Catherine Lisa Loguidice, nacida el 5 de diciembre de 1970 en Brooklyn y que murió el 11-S mientras trabajaba para Cantor Fitzgerald, un banco de inversiones, en el mismo barrio donde había llegado a este mundo 30 años antes. Ahí descubres la cara que se esconde tras ese nombre tallado en mayúsculas sobre el metal de la piscina norte de la zona cero. Piel clara, melena oscura y sonrisa de labios rojos. El día que tomaron esa foto Catherine irradiaba felicidad.

Acertar con el orden es imposible, pero ahí están los que tienen que estar. Y quienes están en la lista siguen vivos. Para nadie quizá habrá sido tan cierto esto como para los más de mil judíos cuyos nombres recogió minuciosamente en trece páginas Stern, el contable judío de Oskar Schindler en la ficción. Spielberg contó la evolución personal de empresario ambicioso a entregado benefactor y la iluminada argucia de este alemán que, con la excusa de querer mantener la mano de obra barata judía para una empresa que pretendía abrir en otra ciudad, compró a un oficial de las SS en Cracovia a 1.200 obreros cuyo destino seguro eran los campos de concentración y los de exterminio. Los descendientes de esos judíos polacos a los que Schindler salvó la vida en la Segunda Guerra Mundial siguen acercándose hoy al cementerio católico de Jerusalén donde fue enterrado el salvador de sus abuelos en 1974. Sobre su tumba dejan flores y piedrecitas que sujetan mensajes. Parecidas a las que encontré hace años sobre las lápidas del cementerio judío de Praga.


Mietek Pemper
La lista es el bien absoluto, la lista es la vida. Alrededor de sus márgenes yace el abismo, aseveraba el contable Stern con una lucidez brutal en esta ficción basada en hechos reales. El auténtico contable, la persona que en pleno Holocausto escribió con su pluma los nombres de esos 1.200 judíos bien apretados en trece folios, Mietek Pemper, había nacido en Cracovia en 1920 y falleció este pasado mes de junio en la población alemana de Augsbourg. Murió con 91 años bien exprimidos y con la felicidad tranquila y esa paz doméstica pero inabarcable que dan las cosas bien hechas, imagino. Las trece legendarias páginas amarillentas las conservaba el obrero que ocupaba el nº 173 en su lista, Leopold Pfefferberg, hasta que una luminosa mañana de hace treinta años, en la ciudad de Los Ángeles, este superviviente agradecido decidió entregárselas al escritor Thomas Keneally para que relatara la historia completa. En su libro, El arca de Schindler, basó su película Spielberg.


Hoy en esa misma Los Ángeles hay unos cuantos que darían la mitad del cuerpo y el cerebro entero por ver su nombre en otra lista. La que te permite acceder al local más cool este viernes, porque el sábado ya será otro, y en el que te encontrarás con la celebrity-hija-de o la ex-niña-prodigio, que han vuelto a olvidar ponerse ropa interior bajo el vestido para poder aparecer en alguna otra lista y mantener así su nombre. Pero esa, por suerte, es otra historia.