viernes, 28 de octubre de 2011

Antonio López

El miércoles se hizo la luz. A veces pasa. Vives un tiempo de iluminación durante el que se te olvida dónde estás y con quién. El miércoles traspasé el umbral del Bellas Artes de Bilbao con la determinación del que se pertrecha con un machete para atravesar la jungla amazónica. Tras ver en televisión las colas que habían generado los primeros días de exposición, me acerqué con una combinación esquizofrénica de fe infantil en que se hubiera pasado el efecto del estreno y certeza adulta de que apenas iba a poder moverme entre los cuadros sin tropezar con alguien.  Ganó la segunda. Pero no importó. Porque desde que me pegué a la oreja la audioguía salí del mundo real y no volví hasta dos horas más tarde.

                                                                            La cena, 1971. Óleo sobre tabla.
La niña que nos mira desde el fondo de la mesa es María, una de las dos hijas de Antonio López, y la señora de la derecha es su mujer, la pintora María Moreno. La niña que nos mira cuenta que la mesa a la que estaban sentadas cenando su madre y ella aquella noche pasó meses congelada en la realidad de su casa tal y como la vemos, porque desde que su padre comienza un cuadro hasta que lo da por terminado pueden pasar incluso años. Le gustan los viajes de ida y vuelta a Antonio. Alejarse y acercarse al modelo de sus pinturas. Así que durante un tiempo el yogur a la izquierda de la botella de agua se fue quedando reseco dentro de su frasco de vidrio, los muslos de pollo del primer plato en un estado lamentable y el brillo de los cubiertos escondido bajo el polvo. En ese tránsito de lo orgánico hacia la muerte Antonio de vez en cuando retiraba el plástico que cubría la mesa, retocaba sus bocetos, volvía a colocar el plástico... Esto ocurrió hasta que consideró rematada la obra y su familia el trance de convivir en casa con una naturaleza cada vez más muerta. Un proceso curioso vivió también su mujer sin saberlo. Primero Antonio la sentó a la mesa de su óleo a una altura, y después decidió colocarla un poco más abajo. Por eso María Moreno es una mujer de dos caras en este cuadro. Vive en dos momentos al mismo tiempo. A su marido, que puede perderse en el calendario tallando a lápiz los hilos de un encaje, le gusta dejar cosas inacabadas.


Mujer en la bañera, 1968. Óleo sobre tabla.
Cuenta también la niña María que siempre recuerda el baño de azulejos verdes brillantes como espejos de aquella casa envuelto en una neblinosa atmósfera de misterio. Más que por el vaho que emanaba la bañera llena de agua caliente, por quien la ocupó una temporada. Durante meses una mujer desconocida visitaba el hogar de su infancia y se encerraba en el baño con su padre, que prácticamente vivía sin salir de esa habitación. Ella no sabía qué pasaba dentro del baño, pero desde el otro lado de la puerta escuchaba el grifo del agua abrirse y cerrarse, la bañera llenarse y desaguarse, y silencio. No sabemos qué explicación construyó en su cabeza a partir de aquellas escenas repetidas, pero siempre es muy seductor completar los puntos de un mapa invisible y rellenar los huecos de una historia que se desarrolla a centímetros de distancia.



                                  Nevera de hielo, 1966. Óleo sobre tabla.
Del gusto de su padre por atrapar el paso del tiempo en los objetos más cotidianos su hija María no dice nada. Pero viendo sus cuadros nos sonreímos y asentimos levemente pensando que muchos hemos conocido ese lavabo de esquinas redondeadas y grifería antigua en el que el jaboncillo recién utilizado tiende a resbalar y taponar el desagüe y los grifos son dos entes tan independientes que uno vierte agua antártica y el otro hirviendo. Y todos nos hemos sentado alguna vez en ese retrete ovalado de casa propia o ajena con tapa de plástico que amarillea con los años. Un retrete consciente de sus limitaciones, de los que no tratan de levitar. Un retrete atornillado al suelo.
Aunque no me habría importado, neveras así no he conocido. Pero sí la poesía que construye este hombre con cuatro huevos, un yogur en vidrio y una bolsa de papel marrón. Hiperrealismo, realismo mágico... da lo mismo cómo queramos acotar el mundo que recrea y que inventa Antonio López cada vez que deja su mirada reposar largo tiempo y a saltos sobre algo. Creo que su mundo paciente y detallista trasciende en mucho esos límites. En ese mundo viven también las increíbles vistas de Madrid desde terrazas y azoteas. Fotografía pura. Pero esas ventanas no caben en este hueco. A esas hay que enfrentarse de tú a tú, en vivo.

Cuando volví a tocar suelo al salir pensando si la dedicación paranormal y exquisita a la luz y al detalle de este hombre procederá de una genética oriental, supe que quería ver ese baño todos los días en mi casa. Y como el original no puede venir por varios motivos, todos ellos consistentes, me he traído a su hermano más pequeño. Alfombrilla para el ratón. Y desde entonces el ratón y yo vivimos encantados. Es tan fácil hacernos felices a veces...

Antonio López está en el Museo de Bellas Artes de Bilbao hasta el 22 de enero de 2012. Hay que ir.

2 comentarios: