lunes, 29 de abril de 2013

Berlín no es ciudad para viejos

Hablemos de leyendas urbanas. Hay una, asentada ya entre amantes de lo freak y del absurdo -me incluyo- que se ha ido tejiendo en los últimos años de inmigración oriental. Lanza una tesis acerca de la notoria ausencia de población china de edad avanzada en nuestro país. Bien, no entraré a valorar lo escabroso del asunto. ¡Pero sí la ampliaré! A Berlín. Berlín no es ciudad para viejos. O más bien al contrario, sí lo es, porque hay multitud de parques extensos para jugar a la petanca, pasear, sentarse en un banco a charlar o leer al primer sol de la primavera. Porque las aceras son auténticos campos de fútbol con espacio para todos y todo, donde las posibilidades de romperse la cadera por tener un mal tropiezo con alguien son tantas como las de ver a Izquierda Unida ganar la Comunidad de Madrid. Porque la variedad e interconexión de los transportes públicos facilita el turismo dentro de la propia ciudad como antídoto contra el aburrimiento. Porque toda Berlín está diseñada-para y dedicada-al ciclista, y ya se sabe que practicar deporte con relajo y con asiduidad alarga la vida y la hace más llevadera. En fin, qué sé yo... También porque la cantidad de actividades que una asocia con ese tramo de la vida tranquilo, reconfortante y hedonista que deberían de ser los setenta y los ochenta años, por ejemplo, se encuentran en esta maravillosa ciudad. Paseos, teatro, recitales de música, huertas incipientes ganadas a las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Tempelhof, cine en versión original y doblada, mercadillos con teléfonos negros de baquelita, tocadiscos Blaupunkt y cautivadoras sillas de los 50 donde acomodar la nostalgia de una RDA perdida en la memoria...

Pues oye... no hay viejos. En Berlín a la gente mayor se la comen. O la envían a los pueblos, a residencias campestres donde sopla el aire fresco de la Selva de Turingia, o de los Alpes, y sus necesidades son amablemente atendidas por jóvenes de tez sonrosada y luminosa. No sé. No sé qué pasa con ellos.

Nueve días de viaje no dan para una enciclopedia germánica, pero sí para alguna diapositiva de la ciudad, y si quisiera contar a las personas mayores que nos hemos cruzado durante este tiempo en todo tipo de espacios interiores y exteriores, me sobrarían dedos de ambas manos. Aquí, en cambio, están por todas partes, sobre explotados cuidando nietos, peleándose con envidiable energía por las primeras filas en los puestos del mercado, vaciando botellas de vino y barriles de cerveza en los bares de barrio, manteniendo ocupados centros de salud y salas de cine. Recordándonos que la esperanza de vida cada vez es más larga y que algún día, con o sin pensión, les sustituiremos.

Si alguien que sepa algo de la idiosincrasia y costumbres alemanas desea aportar un rayo de luz a esta inquietante oscuridad, puede llamar e ilustrarme. A este estupendo y contundente teléfono no, dudo que le respondan, es un recuerdo del Café Sybille. O quizá sí, y tenga la fortuna de escuchar al otro lado unas palabras susurradas por una aterciopelada voz femenina con sordina de aparato de radio antiguo... Sagen Sie mir, Ritter?

miércoles, 3 de abril de 2013

Rajastán on the road

Uno piensa en India y por el borde de su pantalla mental van apareciendo mujeres con saris de colores atendiendo puestos de fruta, elefantes bañándose en un río, rickshaws, bicis, taxis y carros amalgamados dando forma a un dragón chino en movimiento, cabras con orejas de conejo, búfalas comiendo mondaduras de patatas y sabios esqueléticos haciendo sus abluciones en el Ganges al amanecer. Se asoma también aquel pacifista flaco de gafas humildes que no eran más que dos cristales rodeados por un hilo metálico al que desde que vi con diez años en la biografía cinematográfica que dirigió Sir Richard Attenborough, sí, Gandhi, sólo puedo imaginar con la cara de Ben Kingsley. Uno piensa en India y suenan bandas sonoras de virtuosos del sitar como Ravi Shankar, que falleció en los últimos días de 2012, se le aparece entre el polvo en suspensión de las calles la pulcritud imposible y serena de los santones, los uniformes de los generales británicos que hace un siglo tomaban té servido por eficientes y abnegados sirvientes de tez oscura y dientes blancos y algunas escenas de batallas, siempre tan parecidas, que terminaron dando a este país lo que era suyo, la independencia, en 1947. Todo eso, e infinitas secuencias y personajes más es India, y resulta sorprendente evocar  cuántas historias caben en dos semanas de ruta por el norte de un país con vocación de continente.

En ocasiones, más que las visitas a templos, museos y otros ejercicios de índole intelectual o espiritual, suelen ser algunas anécdotas surreales, absurdas y peregrinas las que terminan conformando la columna vertebral que sostiene en el tiempo el recuerdo de cada viaje. Parte de los episodios imperecederos que vivimos en un paseo por India en 2005 tienen un protagonista, Kuldeep. Deep para los amigos. Apareció al octavo día de nuestro viaje. Para entonces, habíamos pasado por dos estados, Haryana, donde se encuentra la capital, Delhi y Uttar Pradesh, porque acercarse al norte de India y no vagabundear unos días por Benarés raya lo denunciable. Con él al volante conocimos algunas de las ciudades clásicas de nuestro tercer estado en aquel viaje, Rajastán. Recorrimos Jaipur, Jodhpur, Pushkar y Udaipur, además de pueblitos sin demasiado nombre como Ravla Khempur, una aldea feudal.

Ocho días a 50 km./hora
Así que éste no es el relato de aquella maravillosa experiencia en India en compañía de Guren y Ana, dos muy buenas amigas, sino una serie de pequeños episodios hilvanados por la presencia y el carácter de Deep, El Pequeño Chófer.

Noche en tren, escay azul.
Por lo general, en un país de tan largas distancias se tiende a combinar diversos medios de transporte según la ruta que uno prefiera trazar. Una vez aterrizadas en Delhi, nosotras empleamos un vuelo, doce horas de tren con literas de genuino escay y ventiladores atornillados al techo, un sinfín de autorickshaws, un autobús y el coche que alquilamos durante ocho días con su propio chófer en el interior. Como ex-colonia británica y como es sabido, India dirige su tráfico rodado por la izquierda, y el volante de los vehículos se encuentra en el mismo lado, así que la escasa familiaridad con esta costumbre inglesa unida al caos circulatorio, nos llevó a optar por un conductor. Jovencito, repeinado con esa brillantina que es signo de identidad nacional, fino y recto como el hilo de un péndulo y con la camisa siempre en tensión, remetida en un pantalón que se ajustaba con un cinturón más arriba de la cintura. Éste era nuestro hombre. Pesaría la mitad que cualquiera de nosotras y siempre iba el doble de planchado, por supuesto.

Con él llegamos a compartir tantas horas, alegrías y sinsabores que al final casi se podría decir que nos hicimos amigos, si no fuera por un último intento de timo a medias con su jefe que obviaré. Seamos elegantes, quedémonos con que al despedirse nos regaló unos collares de madera de sándalo y con... the greatests moments on the road!

Un día cualquiera por una carretera cualquiera de Rajasthan.

- Ahora iremos más rápido, ufano.
- ¿Esto es una autopista?
- Claro, henchido.
- Estoy viendo que marca máximo 80 por hora.
- Sí, es todo lo rápido que podemos ir.
- Entonces... ¿Por qué vamos a 50?
- Es mejor, vamos más seguros.
- Dios mío, así no vamos a llegar nunca... Tenemos más de 200 km. por delante...

En ese momento, sorteamos un socavón en el que hubiera cabido la mitad de nuestro utilitario, pero lo hacemos sin ninguna tensión, es lo bueno de ir a 50 por una recta de doble carril.

- Aquella vaca que está bajando de la mediana...
- ¿Dónde?
- La que asoma entre las adelfas. Parece que va a cruzar, ¿no?
- ¿Esto es una autopista?
- Claro, ya te lo he dicho antes.
- Ya, ya, pero me sorprende que...
- Vamos a parar -veinte metros antes de llegar a la vaca-, esperemos a que pase.
- ¡Cómo no!
- Dios mío, así no vamos a llegar nunca...
- ¡Pregúntale a ver si puede darle la vuelta, por lo menos!
- ¿Crees que podríamos acercarnos lentos, como estamos yendo, y rodear a la vaca? Lo digo porque igual se queda parada ahí en medio toda la mañana, ¿no?
- Puede ser, son tranquilas.
- ¿Entonces?
- No, es mejor que esperemos, es más seguro.
- Bueno... Vamos a volver diez años más viejas.

Humor indio, parte I
La vaca se movió. Tardó sus buenos diez minutos, pero al final concluyó su cruce transversal de autopista. Para compensar un exceso de prudencia que intuía nos ponía de los nervios, nuestro hombre a veces nos sorprendía con gestos que eran de agradecer.

- ¿Os gustan los chistes?
- Adiós.
- Encima de una colina hay una piscina. Dentro de la piscina, hay una cabra. ¿Cómo sacaríais a la cabra de la piscina?
- ¿Qué hace la cabra en la piscina?
- ¿Se ha caído dentro?
- Eso no importa.
- ¿Está muy en medio de la piscina?
- Eso tampoco importa.
- Pues... No sé, con un palo. Le acercaría una rama larga para que se agarrara, o se subiera con las patas.
- ¡Jaaajajaja! ¡No!
- Me metería al agua, nadaría hasta ella y la empujaría poco a poco hacia el borde.
- ¡¡No!! ¡Jaaaaaajajajajaja!
- ¿De qué se ríe?
- Ni idea. Joder, qué miedo me da escuchar el final...
- ¿Qué más?
- A ver... Bucearía, quitaría el tapón de la piscina para que saliera el agua y entonces, por instinto de supervivencia, supongo que la cabra treparía por la escalerilla.
- ¡¡Jaaaaaajajajajajaja!!

Se le caían las lágrimas, no sé ni cómo podía conducir.

- ¿Nos lo vas a decir ya?
- ¡¡Es imposible!!
- ¿Que una cabra se meta al agua?
- ¡¡Noooo!! ¡Es imposible que la piscina esté llena de agua! ¡¡¡Aquí en Rajastán nunca llueve!!!
- ¿¿??
- ¿¿Y la cabra?? ¿Qué papel tiene en esta historia?
- ¡¡Jaaaaajaja!! ¡Es así!
- Adiós.

Éste es Kuldeep. Con un sentido del humor inaprensible. En momentos así una percibe los abismos que pueden abrir las diferencias culturales y que nos dedicamos a saltar una y otra vez durante los ocho días que hicimos equipo en la carretera. Entre las variopintas conversaciones que mantuvimos a lo largo de muchas y lentas horas también pasamos por las relaciones hombre-mujer, claro está. Constatamos que la forma de relacionarnos que tenemos aquí -más fluida o más costosa, eso ya va según experiencias- dista mucho de sus costumbres, y dedujimos que nuestro Deep, para el segundo día ya nos permitió emplear su nombre de pila, no estaba demasiado acostumbrado a compartir tanto tiempo y espacio físico tan reducido con tres mujeres. Entonces él tenía 23 años, nosotras le pasábamos una década.

Aquí están los protagonistas, pura tentación.
La pelea con uno mismo
Una buena mañana, conforme aparecimos junto al coche, nos estudió de arriba abajo y concluyó el examen ofreciéndome los servicios de costurera de su madre.

- ¿Para qué?
- Para que te cosa los pantalones.
- ¿Por dónde?
- Ahí abajo.

No entendíamos nada. Los pantalones eran estilo pescador tailandés, una pieza de algodón casi cuadrada que se cruza en torno a las piernas, se sujeta con unas cintas a la cintura y hace el efecto de falda pantalón, llegando hasta el suelo. Sin llegar a ser un antídoto contra la lujuria, difícilmente podría considerarse una prenda sugerente. Por respeto a las costumbres indias y por aquello de allá donde fueres haz lo que vieres, siempre íbamos vestidas de forma decorosa, con prendas largas, sin escotes ni hombros al aire, así que no conseguíamos imaginar qué podía incomodarle.

- Perdona, Deep, ¿por qué quieres que tu madre me cosa los pantalones?
- Ahí abajo, se abren.
- ¡Ahora! Cuando hace un poco de viento, se te separan los bordes de la tela... ¡¡Y se te ven los tobillos!!
- Por favor, que son los tobillos... Que no son los muslos...
- Parece que vamos un poco contenidos, ¿no?
- Reprimidos es la palabra.
- Mmmh... Muchas gracias, Deep, pero creo que no los voy a coser.
- Los hombres te mirarán.
- Ese problema que tienen. Vámonos, que nos esperan casi 300 km. y tú no pasas de 50 por hora.
- Para lo que quiere, claro...

Tensión ambiental. Testosterona en ebullición. Descubrimos que a Deep le resultaba acogedor esconderse tras el sujeto masculino plural cuando no quería revelarnos algo. "Los hombres" te mirarán, "los hombres" pensarán cosas si os ven fumar, cuidado si vais solas por la calle cuando anochezca porque "los hombres" se os acercarán... Todos los indios eran seres de mente sucia, él no. Cuando vio que la red que estaban tejiendo nuestras tres miradas en torno a su comentario era cada vez más consistente, utilizó el que se convertiría en su gran truco para sortear situaciones embarazosas.

- ¿Os gustaría conocer a mi familia?

Acertó de pleno, con eso se nos ganó. Subimos a nuestro bólido y sólo tuvimos que desviarnos hora y media para acercarnos a su casa. Dado que el tiempo ya había dejado de existir tal y como lo conocemos y que consideramos la improvisación parte de esa columna vertebral de los viajes, aplaudimos la propuesta.

Confusiones por resolver
Su madre no estaba cuando llegamos, ni había aparecido cuando nos fuimos, fue una pena no poder conocer al alma femenina de una familia de hombres. Nos recibieron su padre, un policía serio, educado y atractivo, sus hermanos pequeños, dos lucecitas brillantes, y su abuelo, un venerable señor con aspecto de estar permanentemente enfadado, o molesto. Después entendimos por qué. Lo primero que hicieron cuando llegamos fue ofrecernos té y presentarnos a su búfala, un miembro más de la familia, como lo han sido aquí las vacas en los baserris durante décadas. Con su leche elaboraban lassi -una especie de yogur-, queso y se alimentaban cada día. Natural que la mimaran tanto. Charlamos un rato de cómo nos imaginábamos su país y qué sensaciones nos estaba provocando el conocerlo, satisficimos su curiosidad acerca de nuestro lugar de origen, agradecimos de corazón el té que nos enseñaron a preparar, añadiéndole unas especias, y las varitas de incienso de sándalo que nos regalaron y retomamos nuestra ruta encantadas. Deep se sintió importante, había llevado a tres chicas occidentales a su casa, y nosotras, honradas por su hospitalidad sencilla y agradecidas por haber podido asomarnos un rato a la intimidad de una familia india.

Con la familia de Kuldeep, tras tomar el té. Obsérvese la expresión del señor de la derecha.

- ¿No te has dado cuenta de que su abuelo nos miraba raro?
- Absolutamente. Parecía que no quería que nos acercásemos mucho.
- No estará acostumbrado a los dos besos de saludo y de despedida, igual le han violentado al hombre.
- O no le ha gustado que fumáramos...
- Pero hemos pedido permiso.
- Ya, no sé... Deep, ¿crees que a tu abuelo le hemos podido molestar de alguna manera?
- No, no, no. ¿Por qué?
- Nos ha dado esa sensación...

Entonces Deep enrojece mimetizándose con el tono de su camisa. Pero no abre el pico. Inquisitivas como somos, por profesión -periodística- y por elección, nos y le preguntamos de mil maneras qué hemos podido hacer para que el hombre se mostrara tan ostensiblemente hosco. Nada. Fracaso absoluto.

Abandonamos el asunto y nos concentramos en el paisaje camino a Jaipur, la capital de Rajastán, estado donde ya sabemos que nunca encontraremos una piscina -menos aún con una cabra dentro-, salvo quizá en algún cinco estrellas que en ningún caso pisaremos en este viaje. Tras sortear un par de vacas más, adelantar a una larga fila de camellos encabezada por su pastor y salvar unos cuantos socavones, llegamos a la ciudad rosa, parte de cuyos edificios más emblemáticos están pintados de un tono salmón considerado el color de la hospitalidad en esta población que supera los dos millones y medio de habitantes. Al parecer, allá por 1905 las autoridades del momento optaron por hacer revivir el lustre de las fachadas con ese tono ante la visita del Príncipe de Gales Jorge, hijo de Eduardo VII. De todas formas, tampoco puede considerarse tanto como un rendido y excéntrico gesto de bienvenida hacia el señor del imperio. El color salmón ya constituía la tarjeta de presentación de la ciudad antigua de Jaipur desde que fue levantada. Para la construcción de sus primeros edificios se empleó un estuco rosado que se asemejaba bastante a la arenisca.

Fuerte Amber, un lugar mágico.













Nuestro Deep se ofreció a acompañarnos durante todo el día de ruta por la ciudad, propuesta que rechazamos amablemente, como en ocasiones anteriores y posteriores, primero porque si por él hubiera sido, habríamos dedicado nueve horas diarias a visitar templos y conocer los miles de deidades que se emparientan en el hinduismo, y segundo porque de haber querido un guía lo habríamos contratado. No era el caso, preferíamos ir a nuestro aire bajo los auspicios de Santa Lonely Planet. Así que hicimos una obligada visita al Palacio de los Vientos y salimos hacia las afueras para maravillarnos ante el Fuerte Amber.

El mejor momento del día para los paquidermos.
La fortuna nos visitó, porque allí coincidimos con una peregrinación anual que convirtió el ascenso por una pendiente de piedra serpenteante y amurallada en una auténtica secuencia cinematográfica. Nos sentimos protagonistas de una de esas películas de aventuras de sábado por la tarde plagadas de mercaderes sirios, especias y aromas desconocidos, tejidos de colores al viento y oraciones en lenguas extrañas. Tras admirar una nueva muestra de la devoción que el pueblo indio profesa a sus dioses, descendimos hasta el río, convertido en un spa para paquidermos. Familias completas de elefantes se dejaban frotar las patas y el lomo con cepillos de cerdas rígidas abandonados a la pericia de sus cuidadores. Una esperaba que algo parecido a unos ronroneos guturales  y profundos emergiera de bajo sus trompas, pero no hacía falta escucharlo para saber que en esos instantes estaban conociendo la felicidad.

La clave está en la mano, no en la flauta.
Quizá no el placer pero sí una suerte de trance es lo que comprobamos que vivían las cobras mientras danzaban ante la flauta de hombres con ojos enrojecidos a la vuelta de cualquier esquina. Bajo la falta de sueño, el agotamiento provocado por el continuo desfile de visitantes, o los efectos de cualquier sustancia, estos valientes tocaban una melodía para su compañera de número con tal control de la situación que no necesitaban mirarla siquiera. Sabido como es que las serpientes son sordas, siempre había albergado la duda de qué es lo que las impulsa a abandonar la comodidad redonda de la cesta para contonearse ante los ojos de su dueño. Había escuchado la teoría de las vibraciones generadas por las notas y transmitidas a través del aire, pero parece que se trata de algo mucho más sencillo. Las cobras siguen el movimiento de quien toca la flauta en una maniobra de acercamiento a su potencial presa, así que... autocontrol, seguridad y confianza son parte del equipaje que estos señores han de llevar bajo el turbante. No todos serviríamos para el oficio de encantador de serpientes.

Misterio resuelto
De este tipo de salidas profesionales hablábamos sentadas ante un té más que merecido cuando se hizo la luz en nuestros pequeños cerebros. Fue como unir las piezas de un puzzle.
- ¡Ya está!
- ¿El qué?
- ¿Cómo llevan las mujeres el pelo aquí?
- Repeinado.
- Siempre recogido, en moños o con horquillas.
- Bien. ¿Qué mujeres nos comentó Deep que lo llevaban suelto y despeinado?
- Las prostitutas.
- ¿Qué mujeres fuman?
- ¡¡Las prostitutas!!
- Misterio resuelto. ¡Ya sabemos a qué piensa su abuelo que nos dedicamos!
- ¡Es cierto! Por eso estaba tan incómodo y nos miraba de reojo... ¡¡Pensaba que su nieto había convertido su casa en un prostíbulo europeo!!

Por supuesto, nunca expusimos nuestras conclusiones a Deep, para no hacerlo enrojecer de nuevo. Aunque después se reveló que tan pudoroso tampoco era, porque tras ilustrarnos con todo tipo de mitos sobre Shiva el destructor, que si Rudra nació de una gota de sangre de Brahma, que si Ganesha con su cabeza de elefante es uno de los dioses más importantes del hinduismo, pero no tanto como la Trimurti, la trinidad que conforman Shiva, Vishnú y Brahma... Bien, tras tanta conversación sobre aspectos de lo más diverso de su religión, de la que se confesó absolutamente creyente y practicante, y después de ofrecerme que su madre cosiera los bajos de mi pantalón para evitar miradas sucias de "los hombres", aprovechó un momento en que una de mis dos amigas se quedó a solas con él en el coche para proponerle pasar la noche juntos. O, en su defecto, un par de horas. Cuando volvimos y nos enteramos de la oferta no dábamos crédito. Algo fue capaz de leer entre líneas en nuestro intercambio de gestos de sorpresa y exclamaciones nada discretas, porque volvió a recurrir a su inefable truco.

- ¿Queréis que mañana por la mañana os lleve a conocer mi colegio?
- Qué morro tiene este tío...
- Venga, mujer, déjalo, aunque no vislumbrara ningún futuro, tenía que intentarlo.
- ¡Claro! Piensa que llevamos ya cinco días en el mismo coche...
- Y él al menos cuatro en una pura agonía, pensando cómo plantear tan suculenta oferta... Te ha tocado a ti, sin más.
- Sí, Deep, vamos a tu colegio. ¡Será divertido!

Lo fue. Sobre todo, para ellos.

Humor indio, parte II
Resultó que llegamos al Instituto Americano, donde nuestro chófer había cursado secundaria, y el director y el jefe de estudios del centro nos estaban esperando como si fuésemos una delegación de la Unesco. Una veintena de chicos y chicas de unos 18 años se pusieron en pie cuando entramos en clase, saludándonos con un educado namasté mientras el director nos proponía subir al estrado de madera reservado al profesor, delante de una pizarra verde universal, y contar nuestras impresiones sobre su país. Verdaderamente, ponernos a valorar su cultura, el papel de la mujer, sus valores...  cuando apenas llevábamos semana y media en India se nos hacía un pelín prepotente, pero cumplimos con lo que se nos pidió. Además de responder a numerosas preguntas de los alumnos acerca de nuestro país, nuestra profesión, el hecho de ser mujeres que trabajan como periodistas y otras cuestiones que, sobre todo a ellas, les provocaban bastante curiosidad. El intercambio estaba resultando de lo más interesante pero aún no había alcanzado su cénit. Lo hizo cuando el director nos pidió que cantásemos o bailásemos algún tema de nuestro folclore vasco. La única de las tres que tiene el don del cante se negó, ponernos a bailar La Era -danza típica de mi Estella natal- nos pareció un poco excesivo sin contar con una gaita a la que seguir el ritmo, así que optamos por pedir disculpas y defraudar al profesorado y al alumnado. Se lo cobraron.

- ¡Podemos hacer entonces un juego que aquí nos gusta mucho!
- ¡De acuerdo!, asentimos nosotras, incautas y desprevenidas.
- Tomad estas pajitas y este reloj.

Deep, como nexo entre el director del colegio y las visitantes, nos entrega un puñado de pajitas de refresco mientras entrecruzamos miradas interrogativas.

- ¡Tenéis que metéroslas en el pelo sin que se caigan!
- ¿¿Perdón??
- ¡En un minuto! ¡La que más pajitas tenga, gana!
- Pero... ¿Esto lo vamos a hacer todos o sólo nosotras?
- ¡Vosotras!, despliega encantado su dentadura de oreja a oreja.
- Cabrón, se está vengando..., nos susurramos con el cronómetro en la mano.
- Muy bien, ¿empezamos ya?, inquirimos sonrientes tratando de evitar un conflicto internacional.

¡Y a ello nos pusimos! Entregadas, jaleadas por una veintena de jóvenes indios en pleno desarreglo hormonal y aplaudidas por la autoridad educativa del centro, nos introdujimos las santas pajitas entre el pelo todo lo rápido que pudimos en tres turnos. Decir que les provocó placer es quedarse más corta que las mangas de un chaleco. Hay personas que viendo a Faemino y Cansado en su momento cumbre se han reído menos. Hicimos el recuento, ganó Ana con 18 pajitas, Guren quedó en segundo lugar con 16, y yo en tercero con 15. Nos las quitamos, dimos las gracias, nos llevamos una cerrada ovación -como premio de consolación al ridículo, imagino-, convinimos por segunda vez que el humor indio, ciertamente, no es el nuestro, y subimos al coche lanzando miradas furibundas a Deep mientras analizábamos la jugada.

- ¿Creéis de verdad que alguna vez habían hecho esto de meterse pajitas en el pelo en ese colegio?
- Nunca.
- En la vida.

Entonces oímos cómo se le escapaba una risa de comadreja a nuestro pequeño chófer.

- Me parece que está empezando a entender castellano.
- Y que tenemos razón.