miércoles, 13 de julio de 2011

Mujer de negro sobre adoquín

Es imposible que aquí viva alguien de menos de setenta años. O sí, pero tendría que ser alguien que no trabaje. O ser un escritor que viva de una herencia, que es a lo que yo aspiro. Si alguien conoce una herencia huérfana, aquí está su madre adoptiva. Digo que es difícil vivir en Tepeköy. Para llegar primero hay que estar en una isla pequeña que hoy es turca y ayer fue griega, y después hay que tener un buen mapa y una agilidad de gamo al volante. Porque mientras subes caracoleando por esa carretera de la muerte sin arcén ni líneas pintadas ni espacio para más de un coche pero, en cambio, con un par de vecinos que se lanzan carretera abajo con un intervalo de cinco minutos entre uno y otro y espíritu suicida cuesta no morder los olivos desde la ventanilla bajada por la que te ondea el pelo. Y el susto. También porque cuando ya te has venido arriba y te pegas a las curvas como Carlos Sainz cuando terminaba todos los rallies, te sale una tortuga mediana a medio cruzar esa carretera y te marcas la frenada de tu vida en ese coche alquilado que no sabes cómo responde hasta que lo ves ahí, clavándose a diez metros de la tortuga. No sabes si la pobre ha muerto de paro cardiaco, pero tú casi sí, porque eres Santa Francisca de Asís y hablas a los animales, y te responden, pero ella no. No dice nada. Arrancas con miedo y lágrimas en los ojos y, bendita biología, ves por el retrovisor que la tortuga asoma una cabeza temblona bajo el caparazón. Respiras. Está viva, y tú también, así que sigues caracoleando, con más cuidado, carretera arriba hasta llegar a El Pueblo. Algunas casas en ruinas entre las que brotan higueras frondosas, un señor sereno y digno colocando sin prisa sobre una mesa de campo réplicas del caballo de Troya como los botes y los molinos que hacíamos con pinzas de tender en el colegio y un restaurante que lanza una terraza enorme sobre su viñedo y sobre el resto del valle. Inmenso. Impagable, el valle. Es el único restaurante y el único alojamiento de Tepeköy, una pansiyon, y pertenecen a Barba Yogo, un griego, un tipo majo y acogedor -y gordo, imagino- que cocina como los ángeles con estrella Michelin y elabora su propia retsina. Eso dice la Santa Lonely, no vemos a Barba Yorgo por ningún lado, así que no es fácil saber si es gordo o no.

Aparcamos y al girar la primera esquina de casa encalada y geranio colgante nos recibe una cabra. Confusa. Nos mira de arriba a abajo con sus ojos de canica de miel rayados -cómo me gustan los ojos de las cabras- y después nos mira de izquierda a derecha, pero no nos reconoce. No amiga, no somos vecinos. Así que primero trata de embestirnos al aire a dos metros de distancia, pero resulta que le han cortado los cuernos y de pronto se acuerda y se siente insegura, pasa vergüenza, baja la cabeza la pobre y se retira por nuestro flanco izquierdo sobre las piedras saltarinas de la calle dejando una estela rosa como su lana. Aquí tiñen a las cabras con pistola y lo que fue rojo un día atraviesa toda la gama y aterriza en el salmón. El sol. Que hablen las rubias que florecen cada verano. Tras ver desaparecer a la cabra cabizbaja a nuestra espalda volvemos la vista al frente y nos sorprende la visión de una mujer de luto absoluto que nadie sabe de dónde ha salido. Tenemos el sol de frente, así que es una aparición en toda regla. Al principio se queda parada, como la cabra. Valorando. No, amiga, no somos vecinos. Así que deja de guiñar los ojillos bajo las gafas, se ajusta la toquilla de lana -fría, quiero pensar- y nos supera por nuestro flanco izquierdo mientras todos murmuramos a la vez merhaba.

En la plaza del pueblo hay un café casi oculto bajo unas higueras y tras dos cuadrillas de viejos que juegan a la tabla, que creo que es como le llaman al backgammon en Turquía y sorben çay sin fin. Podríamos pensar que se mantienen a base de dieta líquida y depurativa, pero no. Esa barriga no viene del çay, ni de las raciones de berenjenas estofadas ni del cordero ni de las tapas del bar, porque en el bar sólo hay fotos antiguas y una tetera de latón que hierve agua para el çay, pero de algún lado viene. Quizá de los platos que les preparan cuatro mujeres que nos encontramos en la entrada mínima de una casa humilde componiendo una escena muy almodovariana, y antes muy buñueliana. Sentadas sobre taburetes de patas de araña, con los delantales bien limpios, las rodillas juntas y alisándose las faldas, pulcras, mientras charlan. De lo que van a preparar a sus maridos para cenar, de lo que les pagan -poco- por la leche que sacan a las cabras y por el queso que elaboran con ella, del tiempo que hace que no ven a su hijo, que se fue a estudiar a Ankara una ingeniería superior, de que su hija, la que vive en Istanbul, no la de Çanakkale, que esa viene más, ha sido madre hace seis meses y aún no conoce a su nieto, aunque sí sabe que se llama Ismail y tiene una foto en el móvil, pero cuando la busca casi nunca la encuentra. Creemos que son las únicas mujeres del pueblo, y nos equivocamos. Hay otras cuatro que descubrimos en la iglesia. Pequeñita, encalada y parada en el tiempo, mágica, porque en ese momento están celebrando una misa ortodoxa, con su pope avanzando lentamente por el centro bajo su bonete negro, alto y cilíndrico, murmurando unos salmos misteriosos... Velas encendidas por todas partes, suelos cubiertos de alfombras y lámparas circulares colgando del techo. Mujeres de pie, pegadas a la pared y con una especie de rosario colgando de la mano en fila india, a la derecha. A la izquierda no hay hombres, no sé si debería haberlos o no, pero no hay nadie. Un libro antiguo con letras doradas reposando sobre un atril de bronce. Nos da pudor asomarnos a la ceremonia desde la puerta, así que nos quedamos un rato más, un poco como ladrones, pero otro poco porque eso te hechiza, y más a la luz de la puesta de sol. Y luego ya, sin hablar, también porque antes nos habíamos enfadado por lo de la tortuga, recorremos los altos del pueblo que nos quedan por trepar, respiramos todo el aire que podemos, nos tomamos un çay con los viejos que juegan a la tabla y nos sentamos como ellos, en sillas de madera, con un pie apoyado en el palito reposapiés y el codo apoyado en la rodilla, pero no sabemos hablar como ellos, así que les vemos jugar un rato y luego ya entramos en el coche. Ahora sí, a lanzarnos carretera abajo como locos, como si fuésemos vecinos de Tepeköy. La próxima vez la cabra nos reconocerá. Y la mujer de negro también.

sábado, 9 de julio de 2011

Devrhim

Si le dejas, no habla de otra cosa que no sea Isfahán. Devrhim está enamorado de esa ciudad iraní que se levanta sobre una montaña y cuya luz, o cuyas mezquitas y plazas y gentes, o cuya belleza, que al final es lo mismo,  atenazaron el estómago de Duke Ellington y su gente como cuando te enamoras y haces cosas increíbles, así que él fue, le robó el nombre y le compuso una pieza, Isfahan. Devrhim no escribe música, así que sólo me enseña una foto tomada en Isfahán en la que aparece él con un estanque al fondo sobre el que flotan unos patos, y coge su lupa de orfebre antiguo o de numismático antiguo, o de miope recalcitrante, para que yo también distinga que son patos, y no otras aves, las que reposan sobre ese lago. Le hace ilusión que me dé cuenta, y que se lo diga en este lenguaje nuestro que hemos construido a lo largo de tres ratos tomando çay a la caída de la tarde, y que se apoya en palabras turcas, inglesas, españolas, francesas y otras en lenguas que ni sabemos cuáles son, pero nos hace gracia inventarnos. Por ejemplo, pregunta sobre el flamenco, que en Turquía también tiene un hermano de sangre, y descubre la palabra bailaora, y dice "bailáurha" y se ríe, y yo más, porque pienso en "bai, Laura". A los juegos de palabras cada uno les pone el sentido que quiere.

Yo diría que Devrhim no es iraní, creí entenderle que era de Istanbul, creí. Con este hombre que podría tener 63 años, o 75, o 979, no se sabe muy bien. En la cartera lleva un billete de autobús comprado y usado en Isfahán que me regala y una foto de una niña de unos 13 años vestida de bailarina de ballet, pero de esa foto no me dice nada. Tampoco sé si tiene mujer, o la tuvo, o tuvo muchas y no le queda ninguna. Sí me llama la atención que en la foto del estanque de los patos iraní que me enseña orgulloso lleve un traje negro muy vivido sobre un jersey de punto crudo y cuello vuelto. No parece él, el Devrhim que tengo delante y que sería un personaje que vive por ejemplo en la página 137 de Cien años de soledad. Un chamarilero, un predicador ambulante de remedios imposibles, un buhonero o un personaje apuntalado sin edad, sin familia y sin patria que vende piedras y talismanes antiguos seguramente falsos de pueblo en pueblo, con la tez curtida como el cuero viejo y el cabello blanco. Y con una mirada a ratos pícara y divertida y a ratos lejana y triste. Cuando se recoge hacia dentro y se mete en esa mirada es difícil seguirle y encontrarle, porque cierra la puerta tras de sí, y no sabes si ese camino verdoso y dorado le ha llevado al lago de Isfahán, o a apoyar la cara en las manos sentado en el sofá de un salón bastante humilde mientras mira con orgullo a la bailarina de ballet que puede ser su hija hace muchos años, o su nieta hace pocos, o sólo una foto que alguien le regaló una vez.

Ellen, una irlandesa cuarentañera que lleva dos o seis meses viajando por Grecia y Turquía con su mochila, su tienda de campaña y su novio francés, nos contó que en el camping en el que han coincidido con Devrhim le llaman "el loco". Cada mañana se coloca bajo la ducha con el gorro de lana, la chilaba, los bombachos, los zapatos con punta de babucha y la escúter que le lleva de un sitio a otro y abre el grifo. Así se ducha, se lava la ropa y limpia la moto. Con jabón. No he conocido en mi vida mejor puesta en práctica del ahorro energético. Qué grande es este hombre... ¿Cómo nos conocimos? El primer día que llegamos a Gökçeada, una isla turca que recomiendo mucho, nos lo encontramos en Kadiköy con su puesto de baratijas o tesoros antiquísimos. Como ese tipo de objetos y de personajes me atraen como a un clavo un imán, ahí me quedé. Una mosca atrapada en una de esas cintas amarillas que caen en espiral de algún techo. Al principio nos medimos en una entretenida negociación que atravesó todas las fases preceptivas del regateo  protocolario. Traduzco.

- ¿Cuánto cuestan?
-  20 liras turcas cada una.
- ¿¿¡¡20 liras turcas!!?? ¡¡No puede ser!! ¡¡¡Eso es carísimo!!! (gesticulando como si fuera romana, del propio Trastevere).
- ¿¿¿Pero cómo??? (ofendido como si hubiera escupido sobre la tumba de su madre).
- Por favor, que ya sabemos de qué hablamos... Esto es latón, no es bronce, ni plata, ni oro... (ahora como si fuera del Bronx, abriendo los brazos y moviendo la cabeza de adelante hacia atrás).
- ¡Es bronce! ¡Los talla a mano un amigo mío, uno a uno, en Istanbul! ¡Son únicos! ¡¡Únicos!!
- Bueno... yo sé que únicos no son. Y tú también.

- ¡¡¡Jaaaajajajaja!!! ¿Cuánto?
- 15 cada uno.
- Mmmh... 18.
- Por favor, 18... Si son copias, he visto dos muy parecidos. ¡O iguales!15.
- ¡15 es imposible! ¡¡No gano nada!!
- Tengo amigos artesanos, y esto no es una placa antigua... (me tiro de la moto).
- Pero si mi amigo los graba en Istanbul, ¡sólo a mí! (con los brazos muy abiertos y mirando al cielo).
- Sí?... (con la cabeza ladeada).
- ¡¡Jaaaajajaja!! Ok, 15.
- Es un buen precio para mí, y un buen precio para tí. ¿No?
- ¡Jaajaja! ¿De dónde eres?
- ¡Jaaajajaja! (Comprobado ya que decir vasca en esta isla es tontería y que no va a ningún lado) Española.
- Oooooh... ¡Jajajaja! (me da la mano en señal de que los timadores, desde la picaresca del XVI de Rinconete y Cortadillo, nos reconocemos en todas partes).
- ¿Un çay?
- ¡Ahora sí!

Así fue como terminé llevándome unos presuntos talismanes del antiguo imperio otomano, que son unas chapitas de latón con inscripciones y dibujos grabados que me gustaron, quitándome la capa de SúperListilla-EnRealidadCanela, sentándome en un taburete para enanos con el culo de rafia roto a tomar un té con él. Ese primer día también nos hicimos una foto con el móvil. Demasiado pronto, más tarde habría estado mejor. El principio de una bonita y corta amistad. El cuarto día nos íbamos. Como las despedidas me gustan muy poco y las despedidas largas, nada, estuve con él charlando un rato al volver de la playa, me escribió en el cuaderno del viaje algo en turco supongo que bonito que aún no he traducido, le dibujé de perfil y le escribí en un trozo de papel mis mejores deseos en castellano, nos tomamos otro çay y le aseguré que volvería por la noche para despedirme. Y él me pidió que volviera. Por la noche tenía tal dolor en una pierna (el nervio ciático, o ve a saber qué mierda fue aquello) que sólo quería meterme en mi cama después de haber estado de charla con Ellen y con Pascal junto al puerto sentados en el suelo. Así que no pasé por su puesto, y la mañana siguiente ya nos fuimos de la isla. Me sentí como una rata asquerosa por no haber vuelto, y ahora me vuelvo a sentir. De pena. Un abrazo muy grande, Devrhim.

Gökçeada, 2 de julio de 2011

domingo, 3 de julio de 2011

Los dioses no eran tontos

Coges el Fiat Dima, que es el Punto pero disfrazado, metes segunda conforme sales del ferry empujada por otros veinte coches inquietos como potros salvajes, admiras un poco la pequena bahîa que se abre ante ti mordida por barcos de pesca de madera ajada y astillosa sin rastro de fibra de carbono, y flanqueados por casas encaladas de una o dos alturas con parras que se cuelan por ventanas perfıladas de azul klein y viejos agitanados y resecos a la puerta de casas y tabernas encaramados en taburetes sorbiendo çai de vasos que se ajustan como guantes de cristal a la forma de la mano que los sujeta. Sigues en segunda, rebotando sobre adoquines siempre mâs altos unos que otros que van pellizcando los neumâticos imperceptiblemente, al principio, mirando a las senoras que asoman caras redondas y lustrosas bajo panuelos negros, grises y floreados, cubîertas hasta los pies por faldas largas como cortinas y gabardinas, o gabanes, o guardapolvos. Llevan bolsas de las que escapan berenjenas y tomates y panes enormes y gomosos. Hace mucho calor, pero una brisa que viene del Egeo mueve las hojas de los plataneros y las higueras. Huele a carne de cordero preparada con especias y a pescado a la brasa. Sales del pueblo, metes tercera y cruzas una gasolinera que vende frutos secos y çaî, pero tambiên Lays, y Coca-Cola, y galletas Oreo, y la versiôn turca de Elle y Cosmopolitan. Cruzas los trigales ya cosechados, sôlo cuatro o cinco arbustos bajos se atreven a crecer entre los trigales y unos vinedos como de juguete, pero que venden vino de verdad, blancos y tintos, los ûnıcos que se pueden tomar en la isla, proteccionismo total. Inteligente. Adelantas y te adelantan chavales en motos de 49 cc. renegridos de puro tragar aire y sol desde que sale hasta que se pone. Chavales y hombres sin casco, mujeres sôlo de paquete, que pueden ir a la par que tû, en direcciôn contraria, o cargados con doce garrafas de agua bordeando la carretera sin arcên amenazada por matojos pajizos y flores sin nombre.

Crees que vas a meter cuarta, pero llega el desvîo al faro y frenas porque no sabîas que ya estâ ahî, y te acuerdas de la recta cegadora que lleva al faro en 'Lucîa y el sexo' mientras sorteas socavones en un asfalto de ceniza donde ni siquiera el coche hace sombra, asî que es como si no existieras, pero debes de existir, porque escuchas el mar que entra por la ventanilla bajada y ves las olas rompiendo contra un acantilado tallado con un cincel enorme antes de llegar a verlas. Te paras, porque la carretera que luego ha sido camino ahora es un trozo de arena gris salpicada de piedras y macizos de algo que parece tomillo sin serlo. En este faro acaba la isla.

Siete kilômetros de largo, seis de ancho, un turco flaco que te aconseja como un profesional cuando has pinchado una rueda, y le entiendes, una turca enorme a la que tienes que hacer el gesto de ordenar una vaca en el aire para que te traiga un poco de leche, decenas o cientos de gatos dejândote claro que la isla es suya y tû sôlo estâs de paso, mermeladas caseras de uva, de mora, de pomelo, de tomate, de rosas, vino blanco vaşilaki, encantadores de serpientes que te llevan a las cocinas de sus restaurantes y te ensenan sus peces sin decirte nunca cuânto cuestan, asaltadores de calle que te ofrecen su çai, sus kebap, sus ensaladas, chancletas de goma a las puertas de las casas donde todo el mundo camina descalzo, una frase que debiô de escribir Herodoto y que dice que Dios creô esta isla para que los hombres fueran felices toda una vida. Y los mejores desayunos que he tomado, seguramente, en mi vida. Esto es Bozçaada. Y sin meter cuarta.

viernes, 1 de julio de 2011

Kabristan

Sêptımo dîa en Turquîa y parece que una lleva ya un mes aquı. O una vıda. Los vıajes sıempre me hacen pensar en la flexıbılıdad del tıempo. Y en que, como Stephen Hopkıns, mı querıdo Punset y cuatro mas sabemos, el tıempo es un ınvento del cerebro, no exıste. Me esta ocurrıendo estos dıas que vıvo atravesando un rîo saltando de pıedra en pıedra. Una es el paısanaje y los paısajes de Kusturıca, otra los escenarıos moscovıtas de los noventa y la tercera, un cruce entre 'Lucîa y el sexo' y un documental sobre el Medıterrâneo. Todo esto sın orden y con bıllete cırcular. El martes, tras cruzar el Mar de Mârmara en un ferry (un ferıbot, el turco tıene su gracıa, sıempre me ımagıno a Apu cuando escucho hablar a cualquıer santo varon en este paıs... sî, ya sê que Apu es ındıo, o pakıstanî como mucho, pero me suena ıgual), vuelvo al ferry que nos deja en Bandırma. Bandırma... desde que la pısê no he hecho otra cosa que tararear Baldorba de Benıto Lertxundı, una cancıôn que canto como los autêntıcos ângeles, por supuesto. Bandırma es las afueras de Moscû a prıncıpıos de los noventa. Calles sın asfaltar, aceras semıabandonadas, talleres trıstes que escupen vıgas metâlıcas y enormes tubos de plâstıco amarıllo, bloques de hormıgôn pıntados de tonos pâlıdos para tratar de escapar de una desolacıôn ınevıtable, arbustos pajızos entre los edıfıcıos y polvo. Polvo cubrıêndolo todo.

De este gran lugar para hundırte el alma al darte cuenta de que hay personas que vıven ahî todos los dîas de su vıda salımos en bus hacıa Çanakkale, pueblecıto costero que te acoge con un encanto sencıllo de tabernas, puestas de sol en el puerto, gente en bıcıcleta y vendedores de mejıllones con arroz y mazorcas de maız cocıdas. Este era nuestro trampolîn hacıa unas ıslas pequenîsımas y maravıllosas. El trayecto entre Bandırma y Çanakkale fueron tres horas de carretera en las que me sentî mejor atendıda que en cualquıer vuelo de Iberıa o de Spanaır, obvıamente, con ese senor turco de edad ındefınıda que podîa quedarse en los treıntaytantos pero al mısmo tıempo podrîa ser mı padre y que ıba trayendo en un cıclo sın fın tê, frutos secos, toallıtas hûmedas y agua de colonıa para refrescarnos las manos, el cuello y la pıtuıtarıa mıentras veıamos, y aquı entra Kusturıca, un vıejo de pelo canoso y dıentes de oro al mando de un motocarro înfımo en el que se compactaba como en el Tetrıs una famılıa con su maravılloso atuendo balcanıco al vıento de la tarde. Ella, estupenda con su panuelo de enormes flores de colores atado bajo la barbılla, sus treınta faldas ımposıbles una sobre otra y su chaqueta de lana con 28 grados en la calle. Êl su camısa blanca abrochada hasta la asfıxıa remetıda en un pantalôn pardo de pano cenıdo por una faja rojıza. Ambos encajados en dos sıllas de plâstıco blancas de Carrefour, agarrândose con las manos a una barra de metal que ejercîa de barandılla y rıêndose con sus dıentes blancos y dorados mıentras charlaban de cômo el prımo Devrım habîa podıdo casarse con la hıja del carnıcero, que nunca ha sabıdo preparar un buen borek! Ajeno a la conversacıôn el nıno dıbujaba fıguras mısterıosas sobre la plataforma de metal del motocarro, que podrîa estar perfectamente a 43 grados. Grandes!!!

A la hora o dos de adelantar al motocarro, a nuestra ızquıerda, enmedıo de la nada salpıcada de arbustos resecos, nos encontramos con un arco de pıedra que se levantaba sın puerta como lo harîan las entradas de las hacıendas mexıcanas sı tampoco tuvıeran puerta y que brıllaba al ûltımo sol de la tarde alıcatado con azulejos blancos y flores azules. Las letras pıntadas a mano sobre la cerâmıca formaban el nombre de una regıôn mâgıca... KABRISTAN! A punto de llorar de emocıôn... Mı patrıa! A las cabras nos espera un lugar en el mundo y yo acababa de encontrarlo! El terreno estaba sın demarcar, era extenso y llano, de un tono pajızo, con apenas dos o tres ârboles bajos. Sôlo exıstîa La Puerta que da acceso a ese paîs maravılloso donde todo es posıble. No llegamos a franquear el umbral porque el autobûs nı sıquıera amınorô la marcha a su paso, pero despuês de este saltar de ısla en ısla por aquî volveremos a la Gran Estambul que nos vıo partır una manana de junıo... Y volveremos por la mısma ruta. Quıên decîa que no hay segundas oportunıdades?