jueves, 29 de septiembre de 2011

¡Sacadme de aquí!

David Rodríguez

  • ¿Has visto a ese, Berta?
  • ¿Cuál? ¿El del culo carpeta?
  • ¡No! ¿Cómo va a ser ese, joder? El de la chupa de cuero y los pantalones de cuadros, ese morenazo de rizos... Anda... entra y llévame contigo...
  • Desde luego, a ti te va lo duro, ¿eh cariño? No me extraña que hayas acabado aquí.
  • ¿Y tú? ¿Tú que te crees que un día de estos te van a llevar a un escaparate de Dior? Por favor... Además, ¿qué tiene de malo esto?
  • Nada. Salvo que es una tienda leather de tres al cuarto con aspiraciones pero para cuatro pelaos. ¡Un quiero y no puedo!
  • Pues yo estoy encantada. Mucho más animado que antes, cuando pasé un par de años en las galerías aquellas, las de segunda mano en Ahornstrasse... ¿Cómo se llamaban?
  • ¿La Pulga Gris?
  • ¡Qué memoria tía! ¡Eres un puto mac!
  • Unas tienen labios, otras tenemos cerebro.
  • Ah, claro. Tú eres mucho mejor. Me parece que a ti tampoco te gustaba tu vida, pero la señorita Berta, o mejor, el señorito Hans, no paró hasta que le cambiaron las cejas y le pusieron sujetadores con relleno. ¡Oiga, cuarto y mitad de tetas!
  • Por favor... ¿Os queréis callar? ¡Estoy tratando de hacer un ejercicio de telequinesis que vi ayer con esa papelera y no hay forma de concentrarse!
  • ¡Venga, la mística! ¡Ya estamos todas!
  • ¿Que viste ayer dónde? ¡Si no te has movido de aquí hace tres meses!
  • ¡Lo leí en una revista!
  • ¿Sí? Ah, claro. Igual saliste al kiosco un momento que me agaché a subirme las medias y me despisté...
  • ¡Jaaaaajaja! ¡O cuando te sentaste en el suelo para cambiarte los zapatos por las zapatillas de casa!
  • ¡Lo leí por encima del hombro en la revista de una chica que estuvo ayer apoyada en el escaparate! ¡Que todo hay que explicároslo! 
  • ¿La gótica?
  • ¿La que se pasó media hora esperando y no vino nadie?
  • Normal, yo si hubiese podido hasta me habría ido de aquí por no verle. ¡Qué raíces, dios!
  • Pero qué mal karma tenéis... No me extraña que no os pase nada bueno...
  • Nos ha tocado compartir escaparate contigo... ¡No te digo más!
  • A palabras necias, oídos sordos. Voy a concentrarme en la energía positiva de ese árbol.
  • ¿El sauce?
  • ¿El sauce que han meado tres perros en lo que llevamos de día?
  • ¿El sauce que van a talar para construir un parking debajo?
  • ¡No lo van a talar! ¿No habéis visto los carteles que han puesto en el videoclub de enfrente los del grupo ecologista? ¡Bah! Seguro que no sabéis ni leer...
  • Chss-chss, cuidadito, que aquí la macarra, la que me echa en cara que quiera el futuro digno que me merezco en Dior, tiene un pasado que no te imaginas. ¡Cuéntale a la mística, Berta!
  • Sí, bueno... Al principio estaba en una tienda de diseño muy chula... Ya sabes, pijos, modernos, lo típico. Al lado tenía siempre montones de revistas de arquitectura, fotografía, moda... ese rollo. Y un sofá donde la gente se sentaba a hojearlas. Así conozco, por ejemplo, lo que hace Gehry...
  • ¿Quién es ese Gerhy?
  • Un arquitecto muy famoso. Hizo el Guggenheim de Bilbao. Es como un barco de titanio al lado de un río.
  • ¿El barco navega por el río?
  • ¡Joder! ¡Es un museo! ¿Cómo va a navegar?
  • Oye, que hay barcos-museo donde suben niños a aprender cosas de navegación.
  • ¿Y tú de dónde te has sacado eso? 
  • Antes, cuando era hombre, estuve en una tienda de sombreros de caballero, guantes, botas de...
  • Mírala, como para ir a la caza del zorro en Inglaterra...
  • Calla, y la tienda estaba al lado de un colegio. Un día escuché a unos profesores hablando de que se los iban a llevar de excursión en barco por el Spree.
  • ¡Eso te gustaría, mística! ¡Ahí verías un montón de árboles para chuparles la energía!
  • Me llamo Ulrika y... ¡Bah! A ti han debido de chuparte el cerebro. O igual se te ha escapado por esa raja que tienes en el cuello...
  • Cuidado, que esta es una herida de guerra. 
  • ¿Ah, sí? ¿Dónde te la hiciste?
  • ¡En el lado oscuro! ¡A ti te lo voy a contar!
  • Uffff... Señor, dame más si más merezco.
  • Vamos, Berta... No te pongas tan a la defensiva con la mística... No es mala persona...
  • ¡Pues nada! Que cuando rediseñaron la tienda aquella pija, me dejaron al lado de un contenedor y dos borrachos me agarraron, hicieron el cerdo todo lo que quisieron y después me cogieron de los tobillos y me golpearon contra el bordillo!
  • Pobre... Te partiste el cuello...
  • ¡De cuajo!
  • ¿Y se te fue muy lejos la cabeza?
  • ¡Imagínate! 
  • ¡Mira! ¡Vuelve tu hombre! El de la chupa de cuero y los pantalones de cuadros...
  • ¿Quién?

domingo, 25 de septiembre de 2011

La vendedora de limas

David Rodríguez




Amanece en Benarés. Todo es polvo amarillo. Polvo en el suelo y polvo en suspensión atravesado por haces de luz dorada. Como brazadas de trigo. Rickshaws en movimiento y algún claxon. Ahí está. Una S bajo una manta marrón, sobre un carro de madera con cuatro ruedas escuálidas. Como serpientes secas enroscadas. Aún no se mueve. En los bajos del edificio de al lado comienza el día. Las tiras transparentes de una cortina de plástico se agitan y tras ellas el joven Surinder se despereza, se estira la camiseta de tirantes de un blanco inaudito sobre un torso enjuto y fibroso y enciende el fuego bajo una cazuela de latón. Vierte agua de un cubo y echa unas tazas de arroz. El primero del día. La S bajo la manta marrón sigue inmóvil.
Una persiana se levanta en el edificio de enfrente. El señor Ranjit se acomoda el turbante blanco y recoge dos pergaminos de una silla. Sobre una mesa alargada cubierta de rollos de papel de todos los blancos y tamaños posibles quedan unos restos de mango y un vaso de lassi a medio beber. Ahora la S se mueve. Hace a un lado la manta marrón y se incorpora con delicadeza. Frágil. Puro hueso y piel curtida envueltos en un sari verde agua. Es elegante sin saberlo. Mira rápido a su alrededor y se mueve lento. Baja los pies del carro al suelo, los desliza en dos sandalias de cuero que se funden con su piel y se pone en vertical. Un junco con gafas redondas. Como las de Gandhi. Se las regaló el óptico de la calle de al lado después de verla bizquear muchas noches al tratar de contar las monedas. Sí, son de montura barata pero le sirven. Desde que las lleva ve mejor y ya no bizquea.
- Namasté.
- Namasté.
- ¿Ha dormido bien esta noche señora Poonam?
- Sí, mi Surin.
- ¿Ha tenido buenos sueños?
- Extraños. Hoy he soñado que una mujer blanca y joven se acercaba a comprarme un kilo de limas. Cuando su mano ha rozado la mía para entregarme las monedas éstas se han convertido en cucarachas que han empezado a trepar por mi brazo. Al llegar aquí, y se señala la axila, he sentido cómo trataban de atravesar mi piel para entrar en mi cuerpo, pero entonces he notado justo aquí, en el mismo lugar, un calor intenso, cada vez mayor, se me ha extendido por todo el cuerpo como si ardiera por dentro y he estallado en una llamarada enorme.
- Ummmh... Al menos se ha levantado limpia. El fuego lo purifica todo, señora Poonam.
- Puede ser...
- ¿Le pongo un poco de arroz y un lassi recién batido?
- Sí, por favor. Como todos los días, camarero.
- ¡Jaaajaja! Faltaría más, señora.
El señor Ranjit envía su sonrisa desde la acera de enfrente y saluda con un ligero movimiento de cabeza. Da un sorbo a su lassi, se aparta la barba blanca a un lado y coloca una pila de pliegos bajo el brazo de hierro de su máquina encuadernadora.
- Espera, Surin. Creo que hoy me refrescaré primero. Me sentará bien.
- De acuerdo, espero entonces a que vuelva. Tendrá su lassi recién hecho.
Poonam se estira el choli, se pasa la mano por el vientre plano y arrugado, lo masajea un instante y procede a colocarse el sari. Semiescondida tras el tronco del frondoso neem que le da sombra durante el día y refugio espiritual por la noche, introduce una punta de la tela interminable en la cinturilla elástica de la faldita de algodón, se lo enrolla alrededor de la cadera, hace con cuidado siete pliegues, se los remete en la cintura y desde ahí coge la otra punta y le da vuelo a la tela, la airea, la eleva en un giro del brazo, se la cruza sobre el torso, deja que rodee su hombro izquierdo, la hace volver junto a la cintura tras cruzar la espalda, la eleva de nuevo bajo el brazo derecho y la deja caer sobre la cabeza. Satisfecha, con la mano izquierda se echa sobre el hombro contrario la tela sobrante. Lista. Sí. Es elegante esta mujer. Reaparece tras el tronco, junta las palmas de las manos y hace una ligera inclinación de cabeza dirigida al señor Ranjit. Éste le corresponde y retira de la mesa un taco de pliegos ya cosidos.
Sólo son las seis y media pero ya empieza a hacer calor. Diez niños uniformados y alborotados se amontonan en una  furgoneta mínima con sus carteras sobre las rodillas. Camisas blancas, pantalones cortos y lazos azules al cuello. Sonrisas más blancas que las camisas. Canciones, gritos y lágrimas. Sobre la furgoneta mostaza está pintado con letras verdes y rojas radio sunbeam 90.4 fm bhagwanpur. Un par de cabras de pelo gris y orejas de conejo cruzan la callejuela y acompañan a Poonam de bajada hacia el río. En el ghat se ven ya un montón de saris extendidos en hilera sobre la piedra. Siempre hay madrugadoras. Una mujer joven escurre una sábana. Es una imagen preciosa. Tras ella, junto a las escaleras del ghat que se sumergen en el agua, se recortan sobre una ladera terrosa como sobre una pirámide rectángulos verdes, fucsias, dorados, azules, amarillos, y al lado tres filas de recuadros inmaculados. Las sábanas de algún hotel.
Poonam desciende los últimos peldaños, se quita las sandalias, se remanga el sari recogiéndolo en la cintura y se sumerge poco a poco. Algo más lejos ramas, hojas y restos de madera, el cuerpo desmembrado de un perro y pequeñas flores blancas flotando sobre el agua. Una barca agrieta el reflejo del sol que apenas se levanta dos metros sobre el horizonte. Poonam se retira el pañuelo de la cabeza, recoge agua con las manos y se lava la cara y las orejas, por fuera y por dentro, se quita las legañas, se frota los dientes, saluda a los otros hombres y mujeres que dedican largo tiempo al ritual de la higiene matinal.
Lassi y un poco de arroz. Arranca el día. Poonam retira la manta del carro, la dobla y la deja encima del taburete. Arriba las cajas con las limas que sobraron de ayer, todavía no hace falta ir a por más. Las coloca una a una sobre las tablas claveteadas del carro-cama-casa en hileras paralelas y otras en montoncitos. Se entretiene mientras llegan los primeros clientes. Cuatro o cinco vecinas que la visitan cada mañana, pequeñas conversaciones domésticas, intercambio de recetas, un té, Surin que le presta el periódico, un cuenco de arroz con pollo a media tarde.
- Toma, te dejo aquí estas rupias.
- No las voy a coger, señora Poonam.
- Vamos, no puedo dejar que me invites todos los días.
- Sabe que lo hago encantado. Y lo voy a seguir haciendo. No hay nadie en todo Varanasi más cabezota que yo.
- ¡Jiiijiji! Sí. Eso también lo sé.
Más vecinas, algún turista despistado, un par de charlas sobre enfermedades, ninguna sobre la hija que se le escapó con un inglés y ya nunca más se supo y cae la noche. Surinder enciende un farolillo. Dos chicas blancas se acercan al puesto de limas y señalan uno de los montones.
- ¿Cúanto?
- Cuarenta rupias.
- ¿Tanto?
- Son cuarenta rupias.
- Pero...
- Marta, por favor, ¡que cuarenta rupias no es nada!
- A ver, que por la mañana cuando hemos pasado he visto que una señora de aquí le daba 20.
- ¿Por lo mismo?
- ¡Yo qué sé! ¿Te crees que pesa las limas? ¡Calcula lo que le viene bien! Era un montón como este más o menos.
- ¿Y qué más da? Normal que la mujer quiera sacarse un poco más. ¡Para ella somos turistas, chica!
- Cuarenta rupias no. ¡Veinte!
- Marta, que me da vergüenza... ¡Cuarenta rupias es medio euro!
- ¡Que no es la pasta, joder! ¡Que no me gusta que me tomen por tonta!
- Tranquila, ya pago yo...
- Que no, que no, quita. ¡Para eso llevo yo el bote!
- Dale las cuarenta, anda. Perdone, señora...
- A veces me pones enferma, de verdad... ¡Tome! ¡Las cuarenta rupias!
Poonam se queda mirando las monedas que esa chica enfadada le ha soltado con un golpe en la mano. Parece que se mueven... Un escalofrío.
- ¿Me da la bolsa? Ya ves. Ahora se ha quedado disecada, la mujer.
- ¡Marta! Cuando te pones así lo paso mal estando contigo...
Poonam se coloca las gafas en su sitio, le tiende la bolsa, hace una breve inclinación de cabeza. Las dos chicas se alejan discutiendo. Las monedas siguen ahí, en la palma de su mano. La miran mientras Poonam las mira a ellas sin atreverse a mover la mano. El señor Ranjit cruza la calle, se acerca. La persiana de su taller ya está bajada. Al verle Poonam deja caer las monedas en una caja de madera con las demás.
- ¿Me acepta un té?
- ... Sí. Me sentará bien.
- ¿Le ocurre algo? Tiene mal color. ¿Le ha vuelto a bajar la tensión?
- No, no. Estoy bien.
- ¿Ha ido al médico como le dije?
- Sí, señor Ranjit. Tengo diabetes. Creo que por eso se me nubla la vista a veces...
- Vaya, eso hay que cuidarlo. ¡Surinder! Tráenos dos tés, anda. Apóyese aquí, cogeré una silla del taller.
- Oh, no se preocupe. Tengo aquí mi taburete.
- Guárdemelo, yo me sentaré ahí. Le traigo la silla.
Poonam mira las monedas. Siguen en la caja, sin moverse. Se escruta el antebrazo con aprensión. No ocurre nada.
- Aquí tienen los tés. Les he traído también unos dulces.
- Gracias, Surin. ¿Nos acompañas?
- Oh, no. Ahora tengo que amasar unos cuantos naan para mañana. 
- ¿Te ayudo?
- Usted descanse. A mí no me cuesta nada.
- Buen chico, este Surinder, ¿eh, señora Poonam?
- Me cuida como un hijo. ¿Cómo están los suyos?
- Bueno, están bien. Samali trabaja de profesora en Delhi y tiene dos niños y Rakesh sigue aquí en Varanasi.
- Puso un taller de bicicletas, ¿verdad?
- Así es. No le va demasiado bien, pero bueno... de momento lo mantiene.
- Ummh... Cuesta sacar un negocio adelante...
- Y usted, señora Poonam... ¿Ha sabido algo de su hija?
- Recibí una postal el año pasado. Desde Bristol, en Inglaterra. Decía que estaba bien, que iba a empezar a estudiar... no recuerdo qué era, y que algún día se casaría y me invitaría a viajar a Inglaterra para su boda.
- Ya... ¿Cuánto hace que no la ve?
- ... Tres años. ¿Y usted? ¿Qué tal va el negocio? ¿Le encargan muchos libros?
- Digamos que sobrevivo. No da para mucho pero yo solo tampoco necesito tanto, la verdad. Ya sabe que, desde que murió mi mujer...
- Sí, señor Ranjit. La vida se recorta cuando perdemos a alguien. Parece que es igual, porque todo se sigue moviendo, pero no. Nada es igual.
- La dejaré descansar. Seguro que tiene los pies doloridos después de tantas horas de pie. Y con este calor... Si quiere, mañana al cerrar podemos ir a tomar un té junto al río. Al menos corre un poco de brisa.
- Podría ser. Mañana lo vemos, señor Ranjit.
- Que tenga buenos sueños, señora Poonam.
Recoge las limas en una caja de plástico. Pocas, mañana tendrá que ir a por más. Pasa la mano por la superficie de madera, retira unas hojas que el neem, exuberante, ha dejado caer con la brisa de la tarde, saca los pies de las sandalias y se tumba sobre el carro. Hoy no se cubre con la manta, hace demasiado calor. Surin apaga el farolillo. Poonam encuentra postura y se relaja. Su cuerpo delgado dibuja una S verde agua sobre la madera. Duerme. Hoy parece que no sueña. 
Amanece en Benarés. Todo es polvo amarillo. Polvo en el suelo y polvo en suspensión atravesado por haces de luz dorada. Como brazadas de trigo. 

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Kiseki y Arrugas

¡Gran día ayer! Donosti, sol de septiembre, brisa marina, reencuentros con amigos y pelis. Sesión doble. No hablaré de aquellas legendarias sesiones de cine en que pagabas una película y veías dos porque yo no lo viví. Soltaba en la taquilla de los Cines Lux de Estella 25 pelas por entrar los domingos a las cinco y cuarto y salir antes de las siete y ya está. No engañemos a costa de alimentar el mito.

Koki y Oshiro Maeda, como dos estrellas de mar.
KisekiHirokazu Kore-eda. 12 h. Kursaal 1. 
Una pareja treintañera se ha separado y se ha repartido sus dos hijos, Koichi y Ryunosuke. Dos hermanos en la vida real viven esos papeles. Dos hermanos divertidísimos ayer en el photocall y muy profesionales en la rueda de prensa. Koichi, el mayor, reflexivo, lleva una existencia bastante anodina con su madre y sus abuelos en Kagoshima, una ciudad donde cada día llueve ceniza. Ryu, el pequeño, vitalista y vividor, comparte apartamento en Hakata con su padre, voz y guitarra de un presunto grupo indie, planta habas en su minihuerto, disfruta y se ríe con cada cosa que hace. El mayor echa de menos aquellos maravillosos años en que eran cuatro, llama cada día a su hermano cuando sale de la piscina y se entera de que un tren bala va a conectar las dos ciudades. Ahí arranca la historia. ¿De qué va? De los sueños, de los deseos, de esa época de la vida en que creemos que todo es posible. De los milagros. Un regalo de más de dos horas que, a mí al menos, no se me hicieron largas en absoluto. Disfruté, viajé, sonreí por muchos y distintos motivos y me reí con ganas cuatro o cinco veces. Hay situaciones y diálogos definitivos. Y por encima de todo hay una mano, la de Hirokazu Kore-eda, que te lleva al agradecido e inabarcable universo del día a día infantil y te deja ahí con una verdad, una poesía y una naturalidad maestras.






Paco Roca, autor del cómic.
Arrugas, Ignacio Ferreras. 18.30 h. Príncipe 7.
Va un día Paco Roca, con sus pelos disparados de crío que se resiste a crecer y se marca un cómic que habla de algo tan jodidamente duro y cotidiano como es el Alzheimer. Lo hace con ternura, comprensión, cercanía, humor incluso negro y realismo. Y va y se lo reconocen con el Premio Nacional de Cómic. Normal. Esto ocurrió hace tres años. Va otro día Ignacio Ferreras, que ya había hecho sus cositas en cine de animación hasta con Dreamworks y ganado también algún que otro galardoncillo internacional y se decide a pasar a 2D el cómic de Paco Roca. Y... ¡aquí lo tenemos! (El Voilá! me pone mala).

A Emilio lo deja su hijo en una residencia de ancianos cuando aparecen los primeros síntomas de Alzheimer. Allí encuentra un compañero de acento argentino, Miguel, el superviviente nato, que siendo tan diferente a él es quien le sostiene en ese lugar necesario pero difícil de digerir que es un geriátrico. Durante la hora y media que vivimos en ese centro nos rodea la desolación de algunas decadencias irremediables, achaques físicos, demencia senil, paranoia, manía persecutoria... y las muestras de amor y amistad más sólidas y duraderas. Una de cal y otra de arena. Una fotografía social veraz por la que Ferreras opta al premio Nuevos Directores de Zabaltegi y con la que Roca se ha quedado satisfecho.

Cuando salía de la sala con el corazón bien apretado por la mano invisible del miedo que genera el "esto te podría pasar a ti" pensando en los futuros posibles, el de mis padres, que por suerte, por vida sana y por genética de momento van bien, el de padres de amigos que ya están ahí, el mío y el de los míos cuando pasen unas décadas, escuché a una mujer de unos cincuenta que hablaba al móvil con alguien afín.
  • Sí, lo que me imaginaba. Ya me pasó cuando leí el cómic. Preciosa, pero... el puto Alzheimer. No he parado de llorar en toda la película.
Pues eso.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Pascoal llega a 7

David Rodríguez




Hoy, como cada mañana. Se levanta a las siete, bebe un vaso de leche en el que unos días moja dos galletas Oreo y otros la lengua. Hoy, Oreo. ¡Cuatro! Coge la garrafa de plástico blanca, enrosca bien el tapón y da un portazo. La chapa retiembla. Baja seis tramos de dieciséis escaleras cada uno pintadas de amarillo, negro, rojo, azul, naranja, verde. Gira a la izquierda, saluda a Joao, el vendedor de chicles y cigarrillos, mientras Joao esconde la pipa en el calzoncillo, tira p'arriba del pantalón y le sonríe, cruza cinco cuadras más, mira la bici de Selena amarrada a una farola con tres vueltas de cadena, acaricia el Mini negro oxidado que lleva en el bolsillo del pantalón, salta sobre un charco para asustar a dos gatos atigrados, que trepan a una acacia y vuelve a bajar. Ahora de dos en dos otros cinco tramos de escaleras gris, blanco, rojo, verde, morado, salpicadas de hierbajos entre los que asoman colillas, papeles de chicle, tubitos de cristal rotos, gira a la derecha y se para. 

Coge aire, eleva el labio superior y silba. Pascoal piensa que silba igual que el pepitero, un pájaro que un año fue campeón de canto de todo Brasil, aunque en realidad silba igual que su padre y tiene un lunar en el mismo sitio que él, sobre la ceja izquierda. Pero no lo sabe. Ni lo del silbido ni lo del lunar. Se agacha apretando la garrafa contra el bolsillo en el que lleva el Mini para no perderlo, coge del suelo una lata de coca-cola arrugada y la lanza por el hueco de una pared de chapa que hace de ventana.
  • ¡Ay! 
  • ¡¡Marcelooooo!! ¿Me acompañas a por agua?
  • Buffff... ¿No ves que estoy dormido?
  • Eres un vago y nunca vas a tener un trabajo, ni un coche ni una chica.
  • ¡Anda, déjame en paz!
  • Luego bajo otra vez a buscarte.
  • ¡Pesao!
  • Venga... ¡que hoy tampoco vas a llegar al colegio!
Pascoal se sube el pantalón que se le había encajado en la cadera y sigue corriendo, dos, tres, cuatro cuadras. La fuente. Hoy tiene suerte, ¡no hay nadie! Desenrosca el tapón, lo llena de agua, deja la garrafa bajo el chorro y se agacha. El Mini ahora es un camión cisterna que lleva un tapón azul hasta los topes de agua. Se trata de llegar hasta la pata del banco sin derramar una gota, hay muchas hormigas esperando esa agua para poder pasar el día, beber, preparar la comida, lavar la ropa y lavarse la cara y las manos. Hay días que se le ha caído la mitad del agua por el camino a la pata del banco, donde está la entrada del hormiguero, y las pobres no han podido cocinar ese día, o se han quedado sin lavar la ropa, o sin bañarse. Y eso es un problema. Pascoal lo sabe bien, porque cuando era más pequeño se quedaba el tapón de la garrafa para hacerlo saltar escaleras abajo hasta que a veces se colaba en alguna grieta o entre los tiestos de la señora Ligia, enormes y pintados unos a rayas y otros con puntos de colores. Lo bueno de esas veces era que la señora Ligia le ayudaba a buscarlo un poco y como nunca lo encontraban, le regalaba un chicle o un trozo de bizcocho de nueces. Lo malo, que sin tapón el agua de la garrafa se le derramaba a saltos de vuelta a casa y su madre le daba un pescozón y le amenazaba con quitarle las Oreo del día siguiente. Pero luego Pascoal le miraba con los ojos muy abiertos y su madre le acariciaba el pelo, le daba un beso con abrazo incluido y no se las quitaba. Eso pasaba cuando era pequeño. Cuando llevaba vivo, por ejemplo, cuatro años. 
Bueno, la garrafa ya está y hoy las hormigas tienen su agua. Aunque por cómo salen del hormiguero nadie diría que estén contentas con ese favor que les hace cada mañana. Pascoal levanta los hombros, agarra la garrafa con toda su fuerza, la aparta del caño, enrosca el tapón bien fuerte y... ¡una, dos y tres! ¡¡¡Aaarriba!!! Esto es lo peor del día. Deshacer el camino a casa, que es todo subida y con cinco kilos al hombro. Pascoal aprendió una mañana en el colegio que un litro de agua pesa un kilo y desde que lo sabe, le cuesta más cruzar las cuatro cuadras, subir los cinco tramos de escaleras, morado, verde, rojo, blanco, gris, ver cómo saltan apartándose de un montón de basura los dos gatos atigrados, mirar ahora sólo de medio lado la bici de Selena, recorrer otras cinco cuadras, 
  • ¡Pascoal! ¡Deja eso, que lo suba tu madre!
  • No puede. No tiene bien la espalda.
  • Yo te diría lo que tiene bien tu madre... 
  • No quiero que hables de mi madre, Joao. No me gusta.
  • Vale, gallito, vale. Deja esa garrafa en el suelo un momento, que voy a darte un recado.
  • ¿Qué quieres?
  • Cuando estés con Marcelo, dile que venga a verme. Tengo un encarguito para él.
Pascoal vuelve a echarse la garrafa al hombro y sigue.
  • ¿Me has oído, Pascoal? ¿Me has entendido bien? 
  • Sí.
  • Dile que venga a verme, ¿eh? ¿Se lo dirás?
A Pascoal no le gusta mentir. Por eso no ha contestado a Joao. No va a decirle nada a Marcelo. Esos encarguitos son una mierda. A él no le pide que se los haga porque siempre le ha dicho que no. Pero Marcelo a veces pica el anzuelo y va a entregar sus paquetes a cambio de unos reales con los que luego corre al puestito de Juliana a por regalices largos y gominolas. Y Marcelo, que es el mejor amigo del planeta, le ofrece sus chuches, pero Pascoal no coge ni una. Y le cuesta un esfuerzo terrible porque le encantan, pero no quiere nada que venga de Joao. A su madre se le ponen los ojos brillantes y una sonrisa enorme en la cara cuando Pascoal le cuenta esas cosas y verla así es de lo que que más le gusta en el mundo. Dale... quince y dieciséis escaleras. Ya sólo le quedan dos tramos, el negro y el amarillo. Hoy se va a poner la camiseta del Esporte Clube Bahía para ir al cole. Lleva el dorsal 7, su número de la suerte. Igual así Selena se le acerca en el patio. Bueno, no. Mejor va a acercarse él. O... ¡no! Mejor va a tropezarse cuando pase a su lado y abrazarse la rodilla como si le doliera mucho, igual que los futbolistas cuando les hacen una falta y se quejan que parece que van a morirse de dolor. ¡Sí! ¡Eso va a hacer! ¡Qué buena idea! Pascoal empuja la puerta contrachapada de su casa silbando de puro contento. Ha subido los dos últimos tramos de escaleras sin enterarse.
  • Hola cariño. ¡Qué bien silbas!
  • Sí, como el pepitero. Mamá... ¿Tú crees que me podría presentar a un concurso de cantos de pájaros?
  • Si te pegamos unas plumas con cola a los brazos, igual sí...
  • ¡¿De verdad?!
  • No, Pascoal, como va a ser de verdad, cariño... A veces me pareces más pequeño de lo que eres...
  • ¡Eh! ¡Que ya no soy pequeño!
  • Es cierto...
  • ¿Me puedo poner hoy la camiseta del 7?
  • Hoy sí. Mira, aquí está. La tenía preparada por si acaso. Y te meto aquí el almuerzo.
  • ¿Qué es?
  • Bizcocho de zanahoria.
  • ¡¡¡Qué bieeeeeeen!!! ¡Así le podré dar un trozo a Marcelo! Ayer me dijo que no había probado nunca. ¿De dónde lo has sacado, mamá?
  • Aaaaah... Secreto. Mamá tiene sus trucos.
  • ¿Y por qué no los usas más veces?
  • Porque los trucos son para ocasiones especiales. Si los quieres usar todos los días, dejan de funcionar.
  • ¡Claro! Un beso, mamá. ¡Me voy! 
  • ¿Vendrás hoy seguido del cole?
  • ¡Como un clavo!
  • Hasta luego, mi vida. 
La madre de Pascoal escucha el canturreo que se aleja, llena con la garrafa un balde y deja dentro en remojo los vasos del desayuno. Pasa un paño húmedo a la mesa de plástico rojo y coloca encima una máquina de coser oxidada. Como todas las mañanas. Pero hoy no deja de mirar el móvil desde que se ha despertado. Hoy Pascoal cumple 7 años. Y anoche su madre le dijo que su padre igual venía a casa y le traía un regalo. Otro silbido como el suyo. Y otro lunar.

martes, 13 de septiembre de 2011

La importancia de ver tu nombre

Todos sabemos que es esencial estar en la lista. Y a poder ser, que se nos vea bien. Actitud tan egocéntrica y tan común cobra un cariz radical en las tragedias. Después de escuchar el himno nacional de EEUU en las voces de un joven coro de Brooklyn, este domingo una muchedumbre serena y aún dolorida, contraída todavía por el peso del recuerdo, ha podido acercarse por primera vez a leer cómo se llama su dolor en el monumento de la Zona Cero. Ahí están los nombres. Grabados en el borde de bronce de las dos piscinas donde siguen anclados al suelo los cimientos de unas torres gemelas que ya no existen. Y sobre todo, de las dos piscinas en las que fluyen láminas de agua hacia el interior de un pedazo de tierra y de profundidad oscura donde residirá al menos alguna partícula de lo que fueron 2.983 personas.

Han pasado diez años y cuando el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, anunció que quizá esta sea la última ocasión en que se lean en voz alta los nombres de esas 2.983 personas, las familias se enervaron. Quieren seguir escuchando Catherine, Ronald, Walter, Avnish, Kazuhiro, Dolores, Daniela, porque así se aferran a un reconocimiento balsámico. Insuficiente, pero balsámico. Mientras lo escuchen, esas personas se mantendrán un poco vivas. Quizá por eso también se enfadan cuando recorren con el índice esa superficie de bronce pulido y tardan en encontrar el nombre de la persona que le mataron hace diez años. Igual que la muerte los eligió aleatoriamente, sólo porque estaban allí en aquel minuto de aquel día, el arquitecto que ideó el monumento, Michael Arad, también había querido que los nombres fueran inscritos sin ningún orden concreto.

Pero cada empresa, institución, división policial y cuerpo de bomberos que perdió allí a alguien quería que sus muertos fueran recordados juntos, como miembros de una comunidad. Y finalmente así ha sido. Los nombres se han agrupado en función de la empresa o institución para la que trabajaban y así se han repartido por zonas a lo largo de los bordes de las dos piscinas conmemorativas. Pero esto tampoco ha gustado, porque ya hay quienes se han quejado con amargura de que sólo podrá encontrar a cada víctima quien sepa dónde se ganaba el pan exactamente. Por respeto a todas las personas que han sentido ese desasosiego, se ha habilitado una web que ubica el lugar exacto donde se ha grabado el nombre de cada víctima, http://names.911memorial.org/ Ahí encuentras, por ejemplo, a Catherine Lisa Loguidice, nacida el 5 de diciembre de 1970 en Brooklyn y que murió el 11-S mientras trabajaba para Cantor Fitzgerald, un banco de inversiones, en el mismo barrio donde había llegado a este mundo 30 años antes. Ahí descubres la cara que se esconde tras ese nombre tallado en mayúsculas sobre el metal de la piscina norte de la zona cero. Piel clara, melena oscura y sonrisa de labios rojos. El día que tomaron esa foto Catherine irradiaba felicidad.

Acertar con el orden es imposible, pero ahí están los que tienen que estar. Y quienes están en la lista siguen vivos. Para nadie quizá habrá sido tan cierto esto como para los más de mil judíos cuyos nombres recogió minuciosamente en trece páginas Stern, el contable judío de Oskar Schindler en la ficción. Spielberg contó la evolución personal de empresario ambicioso a entregado benefactor y la iluminada argucia de este alemán que, con la excusa de querer mantener la mano de obra barata judía para una empresa que pretendía abrir en otra ciudad, compró a un oficial de las SS en Cracovia a 1.200 obreros cuyo destino seguro eran los campos de concentración y los de exterminio. Los descendientes de esos judíos polacos a los que Schindler salvó la vida en la Segunda Guerra Mundial siguen acercándose hoy al cementerio católico de Jerusalén donde fue enterrado el salvador de sus abuelos en 1974. Sobre su tumba dejan flores y piedrecitas que sujetan mensajes. Parecidas a las que encontré hace años sobre las lápidas del cementerio judío de Praga.


Mietek Pemper
La lista es el bien absoluto, la lista es la vida. Alrededor de sus márgenes yace el abismo, aseveraba el contable Stern con una lucidez brutal en esta ficción basada en hechos reales. El auténtico contable, la persona que en pleno Holocausto escribió con su pluma los nombres de esos 1.200 judíos bien apretados en trece folios, Mietek Pemper, había nacido en Cracovia en 1920 y falleció este pasado mes de junio en la población alemana de Augsbourg. Murió con 91 años bien exprimidos y con la felicidad tranquila y esa paz doméstica pero inabarcable que dan las cosas bien hechas, imagino. Las trece legendarias páginas amarillentas las conservaba el obrero que ocupaba el nº 173 en su lista, Leopold Pfefferberg, hasta que una luminosa mañana de hace treinta años, en la ciudad de Los Ángeles, este superviviente agradecido decidió entregárselas al escritor Thomas Keneally para que relatara la historia completa. En su libro, El arca de Schindler, basó su película Spielberg.


Hoy en esa misma Los Ángeles hay unos cuantos que darían la mitad del cuerpo y el cerebro entero por ver su nombre en otra lista. La que te permite acceder al local más cool este viernes, porque el sábado ya será otro, y en el que te encontrarás con la celebrity-hija-de o la ex-niña-prodigio, que han vuelto a olvidar ponerse ropa interior bajo el vestido para poder aparecer en alguna otra lista y mantener así su nombre. Pero esa, por suerte, es otra historia.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Una hora llena

Una está desesperándose en la sala de espera del otorrino y se da cuenta de que lo oye todo. Paradojas de la vida. Oye nítido y cristalino los lloros del niño en un cochecito a nueve metros, los murmullos de la madre acercando su cara pelín constreñida al coche "tranquilo, cariño, que enseguida nos vamos", oye el escepticismo demoledor que supuran las palabras de la señora rubia que se sujeta el pecho con los brazos cruzados "no creo, con este siempre es igual, como poco te quedará una hora". Una desearía disponer de menos información. Estar peor y no oír nada. Bueno, eso lo dice una porque sólo viene a por los resultados de aquellas pruebas. Aquellas pruebas que se hizo tres meses antes y  dos meses después de pedir cita por el incidente que le hizo acudir a este especialista. Me dolía un oído por dentro en situaciones de ruido, alboroto y confusión, tipo bares atestados y mercados en hora punta. En estos cinco meses que han transcurrido podría haberme quedado sorda perfectamente. Por suerte no ha sido así. Para cuando me ha tocado recoger los resultados, mi oído ya había superado por sí mismo lo que fuera que le daba mala vida. Autogestión. Gracias, padres, por esta genética.

Lo bueno de esa horaza de espera fue que estuvo poblada de personajes entrañables. A mi izquierda viví una secuencia digna de ser colgada en youtube por aquello de salvar abismos generacionales y mostrada en un taller sobre el ocio en la tercera edad. Abuela de ochenta años y nieta de nueve. La nieta maneja una Nintendo rosa como si fuera a competir en Londres 2012. La abuela se implica más que si estuviese reclamando un aumento de su pensión al propio Director de Servicios Sociales.

La nieta, aplaudiendo ¡¡¡¡¡Plás-plás-plás-plás-plás!!!!! y jaleando a su atleta de la pantalla, en voz bajita (como si se pudiera jalear en voz baja)...
- ¡¡Ánimo!! ¡¡¡Ánimo!!! ¡¡¡¡Ánimo!!!! ¡Venga, amona! ¡Que tenemos que apoyarle, aplaude y dí ánimo!
- Ah, vale. ¡Ánimo! ¡Ánimo!
- ¡Muy bien, muy bien, amona! ¿Ves cómo corre? ¡Ahora tenemos que hacer así rápido-rápido!
La nieta frota el lápiz óptico contra la pantalla izquierda-derecha-izquierda a la velocidad de la luz. La abuela sigue el lápiz centella, que ni se ve de puro rápido.
- ¡¡¡¡¡BIEEEEEN!!!!! ¡¡¡Hemos ganado!!!
La abuela sonríe luminosa y aplaude satisfecha, ajena a las miradas divertidas de quienes estamos alrededor.
- ¡Ahora tú, amona!
- Buff... ¡yo no!
- Que sí, toma. Tú ya sabes. ¡Venga, anima!
Y otra tanda de aplausos fervorosos, esta vez a dúo. ¡¡¡¡¡Plás-plás-plás-plás-plás-plás!!!!!
- ¡¡Ánimo!! ¡¡¡Ánimo!!!
La abuela mueve el lápiz como si hubiera recibido una descarga en el codo. Creo que también está seleccionada para las Olimpiadas.
- ¡¡Toma!! ¡Hemos hecho 143 puntos! ¿Ves como sí sabías?
La abuela sonríe, me mira y levanta los hombros.
Yo, de mayor, quiero ser así.

Concluidas ya las dos últimas pruebas del Mundial de Atletismo me dio por cambiar de flanco. Miré hacia la derecha y ahí me esperaba otro hallazgo. José Luis, un simpático señor de 77 años que vivió esa hora larga de espera, ese fragmento de existencia, encajado en la silla de plástico a la derecha de la mía. Se intima mucho en estas salas. Como los asientos están diseñados en hilera y unidos entre sí, el espacio entre tu cuerpo y los de tus camaradas en la impotencia es de diez centímetros. Si alguien está gordo en la hilera, ya ni corre el aire. Cuando se dirigió a mí interesándose amablemente por mi oído -obvio sí, pero peor es "qué malo ha ido este verano. Sí"- pensé este es mi padre, dando conversación a las piedras en cualquier momento y situación. Y casi acierto. El mismo nombre y la misma edad. Me cayó bien enseguida. El hombre había trabajado de calderero en Euskalduna y después en varios talleres haciendo siempre el mismo trabajo. Sacar algo del metal a limpio mazazo. Vida dura.


- No lo sabes tú bien... Entonces no llevabas protección como ahora.
- Nada, a lo suelto, ¿no?
- Sí, sí, ni cascos ni nada. Al culo de los calderos le dabas forma golpeando el metal con un mazo.
- ¡La madre de dios! ¿Y no hay máquinas para eso?
- Ay, maja... Ahora sí, antes se hacía todo a mano. Era como estar dentro de una campana mientras alguien le daba golpes desde fuera.
- Ufff... Y así ocho horas diarias... ¡o diez! Para volverse loco.
- ¿Cómo? Se hicieron experimentos, poniendo a hombres dentro de una campana y repitiendo con mazos el impacto de sonido que recibíamos a lo largo del día, y hubo quien acabó con problemas mentales.
- Pues es una suerte que pudiendo estar loco, sólo esté un poco sordo...
- La verdad. Pero también hice otras cosas, ¿eh? Fui batería.
- ¡¿Además de calderero?! ¡Eso ya es vicio!
- Me gustaba. Para ser timbalero había que estudiar solfeo, para batería no, con llevar el ritmo...
- ¿Verbenas? ¿Bodas?
- Sí, Euskadi, Burgos, Santander... Te ibas de casa un mes entero en verano. A mí mujer no te creas que...
- ... le volvía loca el hobby...
- ¡Buff! Al final lo dejé.
- ¿Y no le ha roído alguna vez el gusanillo de volver a salir por ahí con la banda?
- Sí, por eso pensé... mejor quitarlo. Cogí una sierra, corté el bombo por la mitad y ya está. Ese día mi mujer ganó un marido.
- ¡Gran cierre!


Y gran contador de historias. José Luis también fue sindicalista...
-... y como entonces casi nadie tenía estudios, me dijeron venga, José Luis, tú de jefe
- Así que salió del ruido de las calderas pero entró en el barullo de los compañeros y el patrón.
- ¡Bah! Eran tiempos de agarrarse a todo, y uno no sabe estar sin hacer nada.

- ¡Esparza Nieva! ¡Maite!
- ¡Presente! José Luis, me da pena, pero te tengo que dejar...
- Pierde cuidado, mujer.
Me dieron ganas de pedirle el móvil para tomar un café otro día. Mientras franqueaba El Umbral Sagrado del Especialista imaginé que la abuela olímpica y el calderero Watts podrían haber sido pareja. Seguro que ella le habría acompañado en las verbenas con su banda. Al salir puse una reclamación por la hora larga de retraso. A cada uno lo suyo.

martes, 6 de septiembre de 2011

Iba el Lobo López...

... tragando saliva,
por no hablar a tiempo

estaba sufriendo,
su amor se le iba...

¡¡¡La he conocido!!! ¡A la mujer que dejó escapar El Lobo López! Sí, la que protagoniza el fuera de plano de la canción que escribió Kiko Veneno hasta que entra ya en la penúltima estrofa. Según me cuenta Ella, además de seductor sobrenombre El Lobo López tiene nombre propio, profesiones varias y sobre todo variadas y, claro, trayectoria bohemia. Algo más ha de tener, intuyo. La historia de esta interesante mujer que conocí hace poco y de su cómplice y amante ocasional a lo largo de los años transcurrió hace bastante tiempo, y está construida, como las buenas historias de amores pasionales, a golpe de viajes, búsquedas, reencuentros y desencuentros. Y siempre con distintos escenarios de fondo. París, Barcelona, la selva mexicana... Mucho disfrutar y mucho padecer, como suele ser. ¿Lo más sugerente? Que aunque Ella tenga pareja estable hace tiempo, nuevas entregas sobrevuelan el terreno de lo posible. 

Quizá estoy muy condicionada por mis alrededores pero creo que es difícil que exista mujer que no se haya enamorado nunca del malo. (Y demás opciones, pero una nació en femenino hetero y habla de lo que conoce). Quien más quien menos ha tenido un Lobo López en su cama, en su corazón y en su pensamiento. Acechándonos. Y nosotras esperando que nos aceche, o yendo en su busca, dejándonos engatusar y esperando transformar la parte que nos hace sufrir de su naturaleza salvaje en una condición doméstica, cálida y tierna. No tanto la del corderito de Norit como la de un fiel golden retriever. Pero en el fondo sabemos que así dejaría de gustarnos y de tenernos con las tripas agarradas, así que cuando caemos en una de estas vivimos en una dicotomía bastante angustiosa. Lo que te mata, te alimenta. Vendría a ser. Relaciones pasionales, entrecortadas, intensas, bordeando el precipicio. Walk the line. Relaciones en las que una se encuentra haciendo cosas que creía que no iban con ella y que nunca haría. Noches sin dormir, esperas desesperadas de madrugada, trayectos interminables en coche, encuentros exultantes... Vida, como diría Keith Richards. (Otro día entraré con su autobiografía, voy por la adolescencia. Prometedora. Conocida e intuida. A ratos tierna y sorprendente).


Volviendo al asunto, lo más interesante de todo esto es qué aprendes de ti cuando te acercas, te mantienes al lado y ya luego te alejas del Lobo. Una tiende a creer que emana una fuerza interior recibida directamente de los dioses que la hace capaz de conducir a la fiera hacia la luz. Una se cree salvadora. Y ahí la caga. Sin remedio. En ese tira y afloja subterráneo es mucho más sencillo dejarse arrastrar al lado oscuro que salir del túnel. Cuando una se ha aburrido ya de repetirse en parecidas secuencias con distintos actores se da cuenta de que la realidad es la que es. Inmutable. No hay dios que cambie a quien no quiere cambiar. Por mucho que te lo prometa.


Tengo que decirle 
que la echo de menooooos,
lo he dejado todo
por no hacerle daño

soy un Lobo buenoooooo...


Seguro. Para los parámetros de bondad que manejaría el inventor de la bomba atómica. 

La verdad es que fue divertido escuchar su historia el otro día al gran amor de El Lobo López, porque nos creemos únicos y especiales, pero incluso en el amor todo se repite. Diferentes caras, cuerpos y nombres. Las mismas historias. Como las que viven en el territorio de Lo No Dicho. Los amores sentidos y raramente manifestados. Los que clavan sus patas en el corazón y en la ilusión y de ahí no las mueven. La del corazón porque lo que no se estrena ni se pone a prueba es difícil que se estropee y pierda brillo, con lo cual tiende a durar un tiempo no eterno pero sí indefinido. La de la ilusión por eso mismo, y además porque la conveniencia, la comodidad, la falta de arranque, el miedo al salto al vacío y al cambio... la cobardía, la experiencia, suelen sumar razones más que suficientes para que esa pata siga bien enraizada donde está. 


Pero no para todos. Hay sujetos valientes, sujetos honestos, inconscientes, kamikazes, a veces todo al mismo tiempo que se saltan esas reglas y si pierden a alguien no es por no haberlo intentado. Para bien y para mal, entre ellos me cuento. Supongo que es por eso que las veces que he vivido la experiencia desde el otro lado, el de la receptora de ese arrojo y de ese arrojarse sin saber ni si había red, se me despierta una mezcla de cariño, complicidad y admiración brutal. Venga... ¡Va por esos lobos!