domingo, 25 de septiembre de 2011

La vendedora de limas

David Rodríguez




Amanece en Benarés. Todo es polvo amarillo. Polvo en el suelo y polvo en suspensión atravesado por haces de luz dorada. Como brazadas de trigo. Rickshaws en movimiento y algún claxon. Ahí está. Una S bajo una manta marrón, sobre un carro de madera con cuatro ruedas escuálidas. Como serpientes secas enroscadas. Aún no se mueve. En los bajos del edificio de al lado comienza el día. Las tiras transparentes de una cortina de plástico se agitan y tras ellas el joven Surinder se despereza, se estira la camiseta de tirantes de un blanco inaudito sobre un torso enjuto y fibroso y enciende el fuego bajo una cazuela de latón. Vierte agua de un cubo y echa unas tazas de arroz. El primero del día. La S bajo la manta marrón sigue inmóvil.
Una persiana se levanta en el edificio de enfrente. El señor Ranjit se acomoda el turbante blanco y recoge dos pergaminos de una silla. Sobre una mesa alargada cubierta de rollos de papel de todos los blancos y tamaños posibles quedan unos restos de mango y un vaso de lassi a medio beber. Ahora la S se mueve. Hace a un lado la manta marrón y se incorpora con delicadeza. Frágil. Puro hueso y piel curtida envueltos en un sari verde agua. Es elegante sin saberlo. Mira rápido a su alrededor y se mueve lento. Baja los pies del carro al suelo, los desliza en dos sandalias de cuero que se funden con su piel y se pone en vertical. Un junco con gafas redondas. Como las de Gandhi. Se las regaló el óptico de la calle de al lado después de verla bizquear muchas noches al tratar de contar las monedas. Sí, son de montura barata pero le sirven. Desde que las lleva ve mejor y ya no bizquea.
- Namasté.
- Namasté.
- ¿Ha dormido bien esta noche señora Poonam?
- Sí, mi Surin.
- ¿Ha tenido buenos sueños?
- Extraños. Hoy he soñado que una mujer blanca y joven se acercaba a comprarme un kilo de limas. Cuando su mano ha rozado la mía para entregarme las monedas éstas se han convertido en cucarachas que han empezado a trepar por mi brazo. Al llegar aquí, y se señala la axila, he sentido cómo trataban de atravesar mi piel para entrar en mi cuerpo, pero entonces he notado justo aquí, en el mismo lugar, un calor intenso, cada vez mayor, se me ha extendido por todo el cuerpo como si ardiera por dentro y he estallado en una llamarada enorme.
- Ummmh... Al menos se ha levantado limpia. El fuego lo purifica todo, señora Poonam.
- Puede ser...
- ¿Le pongo un poco de arroz y un lassi recién batido?
- Sí, por favor. Como todos los días, camarero.
- ¡Jaaajaja! Faltaría más, señora.
El señor Ranjit envía su sonrisa desde la acera de enfrente y saluda con un ligero movimiento de cabeza. Da un sorbo a su lassi, se aparta la barba blanca a un lado y coloca una pila de pliegos bajo el brazo de hierro de su máquina encuadernadora.
- Espera, Surin. Creo que hoy me refrescaré primero. Me sentará bien.
- De acuerdo, espero entonces a que vuelva. Tendrá su lassi recién hecho.
Poonam se estira el choli, se pasa la mano por el vientre plano y arrugado, lo masajea un instante y procede a colocarse el sari. Semiescondida tras el tronco del frondoso neem que le da sombra durante el día y refugio espiritual por la noche, introduce una punta de la tela interminable en la cinturilla elástica de la faldita de algodón, se lo enrolla alrededor de la cadera, hace con cuidado siete pliegues, se los remete en la cintura y desde ahí coge la otra punta y le da vuelo a la tela, la airea, la eleva en un giro del brazo, se la cruza sobre el torso, deja que rodee su hombro izquierdo, la hace volver junto a la cintura tras cruzar la espalda, la eleva de nuevo bajo el brazo derecho y la deja caer sobre la cabeza. Satisfecha, con la mano izquierda se echa sobre el hombro contrario la tela sobrante. Lista. Sí. Es elegante esta mujer. Reaparece tras el tronco, junta las palmas de las manos y hace una ligera inclinación de cabeza dirigida al señor Ranjit. Éste le corresponde y retira de la mesa un taco de pliegos ya cosidos.
Sólo son las seis y media pero ya empieza a hacer calor. Diez niños uniformados y alborotados se amontonan en una  furgoneta mínima con sus carteras sobre las rodillas. Camisas blancas, pantalones cortos y lazos azules al cuello. Sonrisas más blancas que las camisas. Canciones, gritos y lágrimas. Sobre la furgoneta mostaza está pintado con letras verdes y rojas radio sunbeam 90.4 fm bhagwanpur. Un par de cabras de pelo gris y orejas de conejo cruzan la callejuela y acompañan a Poonam de bajada hacia el río. En el ghat se ven ya un montón de saris extendidos en hilera sobre la piedra. Siempre hay madrugadoras. Una mujer joven escurre una sábana. Es una imagen preciosa. Tras ella, junto a las escaleras del ghat que se sumergen en el agua, se recortan sobre una ladera terrosa como sobre una pirámide rectángulos verdes, fucsias, dorados, azules, amarillos, y al lado tres filas de recuadros inmaculados. Las sábanas de algún hotel.
Poonam desciende los últimos peldaños, se quita las sandalias, se remanga el sari recogiéndolo en la cintura y se sumerge poco a poco. Algo más lejos ramas, hojas y restos de madera, el cuerpo desmembrado de un perro y pequeñas flores blancas flotando sobre el agua. Una barca agrieta el reflejo del sol que apenas se levanta dos metros sobre el horizonte. Poonam se retira el pañuelo de la cabeza, recoge agua con las manos y se lava la cara y las orejas, por fuera y por dentro, se quita las legañas, se frota los dientes, saluda a los otros hombres y mujeres que dedican largo tiempo al ritual de la higiene matinal.
Lassi y un poco de arroz. Arranca el día. Poonam retira la manta del carro, la dobla y la deja encima del taburete. Arriba las cajas con las limas que sobraron de ayer, todavía no hace falta ir a por más. Las coloca una a una sobre las tablas claveteadas del carro-cama-casa en hileras paralelas y otras en montoncitos. Se entretiene mientras llegan los primeros clientes. Cuatro o cinco vecinas que la visitan cada mañana, pequeñas conversaciones domésticas, intercambio de recetas, un té, Surin que le presta el periódico, un cuenco de arroz con pollo a media tarde.
- Toma, te dejo aquí estas rupias.
- No las voy a coger, señora Poonam.
- Vamos, no puedo dejar que me invites todos los días.
- Sabe que lo hago encantado. Y lo voy a seguir haciendo. No hay nadie en todo Varanasi más cabezota que yo.
- ¡Jiiijiji! Sí. Eso también lo sé.
Más vecinas, algún turista despistado, un par de charlas sobre enfermedades, ninguna sobre la hija que se le escapó con un inglés y ya nunca más se supo y cae la noche. Surinder enciende un farolillo. Dos chicas blancas se acercan al puesto de limas y señalan uno de los montones.
- ¿Cúanto?
- Cuarenta rupias.
- ¿Tanto?
- Son cuarenta rupias.
- Pero...
- Marta, por favor, ¡que cuarenta rupias no es nada!
- A ver, que por la mañana cuando hemos pasado he visto que una señora de aquí le daba 20.
- ¿Por lo mismo?
- ¡Yo qué sé! ¿Te crees que pesa las limas? ¡Calcula lo que le viene bien! Era un montón como este más o menos.
- ¿Y qué más da? Normal que la mujer quiera sacarse un poco más. ¡Para ella somos turistas, chica!
- Cuarenta rupias no. ¡Veinte!
- Marta, que me da vergüenza... ¡Cuarenta rupias es medio euro!
- ¡Que no es la pasta, joder! ¡Que no me gusta que me tomen por tonta!
- Tranquila, ya pago yo...
- Que no, que no, quita. ¡Para eso llevo yo el bote!
- Dale las cuarenta, anda. Perdone, señora...
- A veces me pones enferma, de verdad... ¡Tome! ¡Las cuarenta rupias!
Poonam se queda mirando las monedas que esa chica enfadada le ha soltado con un golpe en la mano. Parece que se mueven... Un escalofrío.
- ¿Me da la bolsa? Ya ves. Ahora se ha quedado disecada, la mujer.
- ¡Marta! Cuando te pones así lo paso mal estando contigo...
Poonam se coloca las gafas en su sitio, le tiende la bolsa, hace una breve inclinación de cabeza. Las dos chicas se alejan discutiendo. Las monedas siguen ahí, en la palma de su mano. La miran mientras Poonam las mira a ellas sin atreverse a mover la mano. El señor Ranjit cruza la calle, se acerca. La persiana de su taller ya está bajada. Al verle Poonam deja caer las monedas en una caja de madera con las demás.
- ¿Me acepta un té?
- ... Sí. Me sentará bien.
- ¿Le ocurre algo? Tiene mal color. ¿Le ha vuelto a bajar la tensión?
- No, no. Estoy bien.
- ¿Ha ido al médico como le dije?
- Sí, señor Ranjit. Tengo diabetes. Creo que por eso se me nubla la vista a veces...
- Vaya, eso hay que cuidarlo. ¡Surinder! Tráenos dos tés, anda. Apóyese aquí, cogeré una silla del taller.
- Oh, no se preocupe. Tengo aquí mi taburete.
- Guárdemelo, yo me sentaré ahí. Le traigo la silla.
Poonam mira las monedas. Siguen en la caja, sin moverse. Se escruta el antebrazo con aprensión. No ocurre nada.
- Aquí tienen los tés. Les he traído también unos dulces.
- Gracias, Surin. ¿Nos acompañas?
- Oh, no. Ahora tengo que amasar unos cuantos naan para mañana. 
- ¿Te ayudo?
- Usted descanse. A mí no me cuesta nada.
- Buen chico, este Surinder, ¿eh, señora Poonam?
- Me cuida como un hijo. ¿Cómo están los suyos?
- Bueno, están bien. Samali trabaja de profesora en Delhi y tiene dos niños y Rakesh sigue aquí en Varanasi.
- Puso un taller de bicicletas, ¿verdad?
- Así es. No le va demasiado bien, pero bueno... de momento lo mantiene.
- Ummh... Cuesta sacar un negocio adelante...
- Y usted, señora Poonam... ¿Ha sabido algo de su hija?
- Recibí una postal el año pasado. Desde Bristol, en Inglaterra. Decía que estaba bien, que iba a empezar a estudiar... no recuerdo qué era, y que algún día se casaría y me invitaría a viajar a Inglaterra para su boda.
- Ya... ¿Cuánto hace que no la ve?
- ... Tres años. ¿Y usted? ¿Qué tal va el negocio? ¿Le encargan muchos libros?
- Digamos que sobrevivo. No da para mucho pero yo solo tampoco necesito tanto, la verdad. Ya sabe que, desde que murió mi mujer...
- Sí, señor Ranjit. La vida se recorta cuando perdemos a alguien. Parece que es igual, porque todo se sigue moviendo, pero no. Nada es igual.
- La dejaré descansar. Seguro que tiene los pies doloridos después de tantas horas de pie. Y con este calor... Si quiere, mañana al cerrar podemos ir a tomar un té junto al río. Al menos corre un poco de brisa.
- Podría ser. Mañana lo vemos, señor Ranjit.
- Que tenga buenos sueños, señora Poonam.
Recoge las limas en una caja de plástico. Pocas, mañana tendrá que ir a por más. Pasa la mano por la superficie de madera, retira unas hojas que el neem, exuberante, ha dejado caer con la brisa de la tarde, saca los pies de las sandalias y se tumba sobre el carro. Hoy no se cubre con la manta, hace demasiado calor. Surin apaga el farolillo. Poonam encuentra postura y se relaja. Su cuerpo delgado dibuja una S verde agua sobre la madera. Duerme. Hoy parece que no sueña. 
Amanece en Benarés. Todo es polvo amarillo. Polvo en el suelo y polvo en suspensión atravesado por haces de luz dorada. Como brazadas de trigo. 

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