martes, 13 de septiembre de 2011

La importancia de ver tu nombre

Todos sabemos que es esencial estar en la lista. Y a poder ser, que se nos vea bien. Actitud tan egocéntrica y tan común cobra un cariz radical en las tragedias. Después de escuchar el himno nacional de EEUU en las voces de un joven coro de Brooklyn, este domingo una muchedumbre serena y aún dolorida, contraída todavía por el peso del recuerdo, ha podido acercarse por primera vez a leer cómo se llama su dolor en el monumento de la Zona Cero. Ahí están los nombres. Grabados en el borde de bronce de las dos piscinas donde siguen anclados al suelo los cimientos de unas torres gemelas que ya no existen. Y sobre todo, de las dos piscinas en las que fluyen láminas de agua hacia el interior de un pedazo de tierra y de profundidad oscura donde residirá al menos alguna partícula de lo que fueron 2.983 personas.

Han pasado diez años y cuando el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, anunció que quizá esta sea la última ocasión en que se lean en voz alta los nombres de esas 2.983 personas, las familias se enervaron. Quieren seguir escuchando Catherine, Ronald, Walter, Avnish, Kazuhiro, Dolores, Daniela, porque así se aferran a un reconocimiento balsámico. Insuficiente, pero balsámico. Mientras lo escuchen, esas personas se mantendrán un poco vivas. Quizá por eso también se enfadan cuando recorren con el índice esa superficie de bronce pulido y tardan en encontrar el nombre de la persona que le mataron hace diez años. Igual que la muerte los eligió aleatoriamente, sólo porque estaban allí en aquel minuto de aquel día, el arquitecto que ideó el monumento, Michael Arad, también había querido que los nombres fueran inscritos sin ningún orden concreto.

Pero cada empresa, institución, división policial y cuerpo de bomberos que perdió allí a alguien quería que sus muertos fueran recordados juntos, como miembros de una comunidad. Y finalmente así ha sido. Los nombres se han agrupado en función de la empresa o institución para la que trabajaban y así se han repartido por zonas a lo largo de los bordes de las dos piscinas conmemorativas. Pero esto tampoco ha gustado, porque ya hay quienes se han quejado con amargura de que sólo podrá encontrar a cada víctima quien sepa dónde se ganaba el pan exactamente. Por respeto a todas las personas que han sentido ese desasosiego, se ha habilitado una web que ubica el lugar exacto donde se ha grabado el nombre de cada víctima, http://names.911memorial.org/ Ahí encuentras, por ejemplo, a Catherine Lisa Loguidice, nacida el 5 de diciembre de 1970 en Brooklyn y que murió el 11-S mientras trabajaba para Cantor Fitzgerald, un banco de inversiones, en el mismo barrio donde había llegado a este mundo 30 años antes. Ahí descubres la cara que se esconde tras ese nombre tallado en mayúsculas sobre el metal de la piscina norte de la zona cero. Piel clara, melena oscura y sonrisa de labios rojos. El día que tomaron esa foto Catherine irradiaba felicidad.

Acertar con el orden es imposible, pero ahí están los que tienen que estar. Y quienes están en la lista siguen vivos. Para nadie quizá habrá sido tan cierto esto como para los más de mil judíos cuyos nombres recogió minuciosamente en trece páginas Stern, el contable judío de Oskar Schindler en la ficción. Spielberg contó la evolución personal de empresario ambicioso a entregado benefactor y la iluminada argucia de este alemán que, con la excusa de querer mantener la mano de obra barata judía para una empresa que pretendía abrir en otra ciudad, compró a un oficial de las SS en Cracovia a 1.200 obreros cuyo destino seguro eran los campos de concentración y los de exterminio. Los descendientes de esos judíos polacos a los que Schindler salvó la vida en la Segunda Guerra Mundial siguen acercándose hoy al cementerio católico de Jerusalén donde fue enterrado el salvador de sus abuelos en 1974. Sobre su tumba dejan flores y piedrecitas que sujetan mensajes. Parecidas a las que encontré hace años sobre las lápidas del cementerio judío de Praga.


Mietek Pemper
La lista es el bien absoluto, la lista es la vida. Alrededor de sus márgenes yace el abismo, aseveraba el contable Stern con una lucidez brutal en esta ficción basada en hechos reales. El auténtico contable, la persona que en pleno Holocausto escribió con su pluma los nombres de esos 1.200 judíos bien apretados en trece folios, Mietek Pemper, había nacido en Cracovia en 1920 y falleció este pasado mes de junio en la población alemana de Augsbourg. Murió con 91 años bien exprimidos y con la felicidad tranquila y esa paz doméstica pero inabarcable que dan las cosas bien hechas, imagino. Las trece legendarias páginas amarillentas las conservaba el obrero que ocupaba el nº 173 en su lista, Leopold Pfefferberg, hasta que una luminosa mañana de hace treinta años, en la ciudad de Los Ángeles, este superviviente agradecido decidió entregárselas al escritor Thomas Keneally para que relatara la historia completa. En su libro, El arca de Schindler, basó su película Spielberg.


Hoy en esa misma Los Ángeles hay unos cuantos que darían la mitad del cuerpo y el cerebro entero por ver su nombre en otra lista. La que te permite acceder al local más cool este viernes, porque el sábado ya será otro, y en el que te encontrarás con la celebrity-hija-de o la ex-niña-prodigio, que han vuelto a olvidar ponerse ropa interior bajo el vestido para poder aparecer en alguna otra lista y mantener así su nombre. Pero esa, por suerte, es otra historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario