Una está desesperándose en la sala de espera del otorrino y se da cuenta de que lo oye todo. Paradojas de la vida. Oye nítido y cristalino los lloros del niño en un cochecito a nueve metros, los murmullos de la madre acercando su cara pelín constreñida al coche "tranquilo, cariño, que enseguida nos vamos", oye el escepticismo demoledor que supuran las palabras de la señora rubia que se sujeta el pecho con los brazos cruzados "no creo, con este siempre es igual, como poco te quedará una hora". Una desearía disponer de menos información. Estar peor y no oír nada. Bueno, eso lo dice una porque sólo viene a por los resultados de aquellas pruebas. Aquellas pruebas que se hizo tres meses antes y dos meses después de pedir cita por el incidente que le hizo acudir a este especialista. Me dolía un oído por dentro en situaciones de ruido, alboroto y confusión, tipo bares atestados y mercados en hora punta. En estos cinco meses que han transcurrido podría haberme quedado sorda perfectamente. Por suerte no ha sido así. Para cuando me ha tocado recoger los resultados, mi oído ya había superado por sí mismo lo que fuera que le daba mala vida. Autogestión. Gracias, padres, por esta genética.
Lo bueno de esa horaza de espera fue que estuvo poblada de personajes entrañables. A mi izquierda viví una secuencia digna de ser colgada en youtube por aquello de salvar abismos generacionales y mostrada en un taller sobre el ocio en la tercera edad. Abuela de ochenta años y nieta de nueve. La nieta maneja una Nintendo rosa como si fuera a competir en Londres 2012. La abuela se implica más que si estuviese reclamando un aumento de su pensión al propio Director de Servicios Sociales.
La nieta, aplaudiendo ¡¡¡¡¡Plás-plás-plás-plás-plás!!!!! y jaleando a su atleta de la pantalla, en voz bajita (como si se pudiera jalear en voz baja)...
- ¡¡Ánimo!! ¡¡¡Ánimo!!! ¡¡¡¡Ánimo!!!! ¡Venga, amona! ¡Que tenemos que apoyarle, aplaude y dí ánimo!
- Ah, vale. ¡Ánimo! ¡Ánimo!
- ¡Muy bien, muy bien, amona! ¿Ves cómo corre? ¡Ahora tenemos que hacer así rápido-rápido!
La nieta frota el lápiz óptico contra la pantalla izquierda-derecha-izquierda a la velocidad de la luz. La abuela sigue el lápiz centella, que ni se ve de puro rápido.
- ¡¡¡¡¡BIEEEEEN!!!!! ¡¡¡Hemos ganado!!!
La abuela sonríe luminosa y aplaude satisfecha, ajena a las miradas divertidas de quienes estamos alrededor.
- ¡Ahora tú, amona!
- Buff... ¡yo no!
- Que sí, toma. Tú ya sabes. ¡Venga, anima!
Y otra tanda de aplausos fervorosos, esta vez a dúo. ¡¡¡¡¡Plás-plás-plás-plás-plás-plás!!!!!
- ¡¡Ánimo!! ¡¡¡Ánimo!!!
La abuela mueve el lápiz como si hubiera recibido una descarga en el codo. Creo que también está seleccionada para las Olimpiadas.
- ¡¡Toma!! ¡Hemos hecho 143 puntos! ¿Ves como sí sabías?
La abuela sonríe, me mira y levanta los hombros.
Yo, de mayor, quiero ser así.
Concluidas ya las dos últimas pruebas del Mundial de Atletismo me dio por cambiar de flanco. Miré hacia la derecha y ahí me esperaba otro hallazgo. José Luis, un simpático señor de 77 años que vivió esa hora larga de espera, ese fragmento de existencia, encajado en la silla de plástico a la derecha de la mía. Se intima mucho en estas salas. Como los asientos están diseñados en hilera y unidos entre sí, el espacio entre tu cuerpo y los de tus camaradas en la impotencia es de diez centímetros. Si alguien está gordo en la hilera, ya ni corre el aire. Cuando se dirigió a mí interesándose amablemente por mi oído -obvio sí, pero peor es "qué malo ha ido este verano. Sí"- pensé este es mi padre, dando conversación a las piedras en cualquier momento y situación. Y casi acierto. El mismo nombre y la misma edad. Me cayó bien enseguida. El hombre había trabajado de calderero en Euskalduna y después en varios talleres haciendo siempre el mismo trabajo. Sacar algo del metal a limpio mazazo. Vida dura.
- No lo sabes tú bien... Entonces no llevabas protección como ahora.
- Nada, a lo suelto, ¿no?
- Sí, sí, ni cascos ni nada. Al culo de los calderos le dabas forma golpeando el metal con un mazo.
- ¡La madre de dios! ¿Y no hay máquinas para eso?
- Ay, maja... Ahora sí, antes se hacía todo a mano. Era como estar dentro de una campana mientras alguien le daba golpes desde fuera.
- Ufff... Y así ocho horas diarias... ¡o diez! Para volverse loco.
- ¿Cómo? Se hicieron experimentos, poniendo a hombres dentro de una campana y repitiendo con mazos el impacto de sonido que recibíamos a lo largo del día, y hubo quien acabó con problemas mentales.
- Pues es una suerte que pudiendo estar loco, sólo esté un poco sordo...
- La verdad. Pero también hice otras cosas, ¿eh? Fui batería.
- ¡¿Además de calderero?! ¡Eso ya es vicio!
- Me gustaba. Para ser timbalero había que estudiar solfeo, para batería no, con llevar el ritmo...
- ¿Verbenas? ¿Bodas?
- Sí, Euskadi, Burgos, Santander... Te ibas de casa un mes entero en verano. A mí mujer no te creas que...
- ... le volvía loca el hobby...
- ¡Buff! Al final lo dejé.
- ¿Y no le ha roído alguna vez el gusanillo de volver a salir por ahí con la banda?
- Sí, por eso pensé... mejor quitarlo. Cogí una sierra, corté el bombo por la mitad y ya está. Ese día mi mujer ganó un marido.
- ¡Gran cierre!
Y gran contador de historias. José Luis también fue sindicalista...
-... y como entonces casi nadie tenía estudios, me dijeron venga, José Luis, tú de jefe
- Así que salió del ruido de las calderas pero entró en el barullo de los compañeros y el patrón.
- ¡Bah! Eran tiempos de agarrarse a todo, y uno no sabe estar sin hacer nada.
- ¡Esparza Nieva! ¡Maite!
- ¡Presente! José Luis, me da pena, pero te tengo que dejar...
- Pierde cuidado, mujer.
Me dieron ganas de pedirle el móvil para tomar un café otro día. Mientras franqueaba El Umbral Sagrado del Especialista imaginé que la abuela olímpica y el calderero Watts podrían haber sido pareja. Seguro que ella le habría acompañado en las verbenas con su banda. Al salir puse una reclamación por la hora larga de retraso. A cada uno lo suyo.
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