jueves, 29 de diciembre de 2011

Donde el mar no llega

David Rodríguez

Su madre y su padre solían llevarles a esa playa cuando podían, que siempre era los domingos, el día que cerraban la tienda de jabones, aceites y perfumes que regentaban en Vishakhapatnam. Se recordaba a sí mismo desde que tenía uso de razón bañándose con su hermano en aquellas aguas azules y serenas, hijas del abrazo entre el río Gosthani y el costado del Índico que acariciaba la Bahía de Bengala. Esas aguas le habían visto crecer, le habían acompañado en sus primeros amores a escondidas, aquellos amores salados tras 24 kilómetros en bicicleta con su novia sentada delante de él, señalándole tímida cada estatua de tantas diosas diseminadas a lo largo de la costa que el vuelo del sari le ocultaba casi siempre y que se le aparecían traviesas después de haber hecho el amor a la caída de la tarde. Tenían un poder mágico las aguas de  Bheemunipatnam, cada vez que se sumergía en ellas volvía al mismo punto. A los domingos de niño, cuando su padre arañaba el sitar, su hermano y él se bañaban y su madre acariciaba con una mirada ardiente el horizonte sin explorar mientras extendía sobre la arena el mantel para la merienda. 

Pero aquella mirada no abarcaba todo lo que estaba por venir.

Su madre entonces no sabía que su hijo pequeño se adentraría en un mundo incierto más allá de aquella franja de arena cuajada de palmeras y aquella bahía cálida. Faltaban casi cuarenta años todavía para que una extranjera desorientada aterrizara en su pueblo, entrara a la tienda de jabones, aceites y perfumes que Harshad había heredado, se enamorara sin futuro de él y él de ella sin que ella hablara una palabra de hindi ni él de castellano, sólo por la mirada. La de él, calmada y profunda. La de ella, rebosante de curiosidad y deseos indefinidos. Y faltaban todavía casi sesenta años para que él, después de haber sido profesor de yoga en un tercer piso de Fuencarral y dependiente de una tiendita de artesanía en Malasaña, después de haberse separado de aquella madrileña extraviada, y de las otras tres mujeres que la sucedieron, de nuevo solo, se volviera a ungir la frente, el entrecejo y los extremos de los ojos con polvos blancos purificadores, se sentara desnudo sobre un cojín en la terraza de su ático cerca de la Gran Vía en una ardiente noche de verano asfáltico y mirara hacia Bheemunipatnam, su playa de palmeras sinuosas y atardeceres malvas.

Su madre aún no podía saberlo.




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