miércoles, 27 de enero de 2016

Cuando Sally dejó a Harry


Mujer conduciendo por la Interestatal 44, Rolla, Missouri, 1991. ANDREW BUSH *
La tarde anterior se había hecho la permanente en la peluquería nueva, esa con sillones de terciopelo rojo y papel con flores de lis doradas en la pared que habían abierto en Holloway Street a la que iban la mujer del alcalde y la presentadora de la televisión local. Le había costado el doble de lo que le cobraba Macy, lo cierto es que con esos 84 dólares en Macy's podía haberse rizado, teñido, hecho la manicura y los pies, pero la ocasión lo merecía. Quizá se lo habían dejado con demasiado volumen... No crea, yo diría que la estiliza, le resalta más la longitud del cuello, la había querido persuadir con escasa convicción la peluquera. Al salir había recogido de la tintorería la gabardina beige que se compró en unos grandes almacenes la única vez en su vida que había pisado Nueva York y había adquirido en la droguería de una sorprendida Nancy Steams el Power Rouge Nº 5, un rojo de labios que un par de días antes no se habría atrevido a usar. También había parado en el supermercado para saludar a las chicas, sabía que a esa hora Rose y Geena habrían echado la llave de las registradoras unos minutos para fumar un cigarrillo junto a la máquina de café de la entrada y, tras cosechar de sus compañeras algunos halagos entrañablemente falsos a su nueva imagen, se dirigió a casa con paso resuelto. Tranquila y decidida.

Esa mañana de enero se despertó a hora temprana y ligeramente abotargada, no estaba acostumbrada a tomar somníferos. Puso la lavadora con toda la ropa de cama y una doble dosis de lejía y la tendió en el patio trasero. Las sábanas bailaban su danza secreta a la luz rojiza del amanecer. Se quedó mirándolas ensimismada mientras el tiempo se paraba dejando que la acunara una calma de algodón, hermana de la que saboreaba de niña los domingos, cuando se quedaba sola en un banco de aquella iglesia de madera blanca esperando a que su padre saliera de la sacristía tras oficiar misa.

Se puso el vestido verde oscuro, se maquilló los ojos, estrenó su nueva barra de labios y se subió los cuellos de la gabardina como había visto que los llevaba una modelo europea en una revista de la peluquería. Metió la maleta en el coche y volvió a entrar en casa para echar un último vistazo. El cadáver de Harry descansaba sobre el plástico que cubría el colchón con los ojos cerrados y expresión de placidez. Le había disparado tres tiros mientras dormía con la pistola y el silenciador que Harry se había regalado las Navidades pasadas. Ho-ho-hou! ¡Ahora no habrá quien se atreva a meterse con mi mujercita ni conmigo!, había canturreado detrás de su barba y su grotesco disfraz de Papá Noel. Barato, era un disfraz barato. Como todo lo que había tenido siempre con Harry, sin brillo, sin fiestas, sin sorpresas. Se acomodó en el asiento del conductor y las yemas de los dedos le ardieron al agarrar el volante. Se vio en el retrovisor frotando con un estropajo empapado en desinfectante el plástico del colchón, el cabecero, el suelo... pero el ruido del motor al arrancar ahuyentó la imagen. 

Sally estrenaba vida y no sabía bien cómo hacerlo. De momento conduciría un rato por Old St. James Road y después cogería la Interestatal 44 hacia el Este, donde nace el sol.


* Esta imagen forma parte de un reportaje publicado en Esquire que recoge las fotografías tomadas por Andrew Bush a varios conductores en Estados Unidos a principios de los noventa del siglo pasado. 


domingo, 17 de enero de 2016

Un niño otra vez

La luz de la tarde lo recorta contra un sillón clásico, un orejero de casa de abuelos en el que abandonarse a siestas sin fin. Con la cabeza agachada y la mirada concentrada, empuña el boli de plástico y punta magnética con el que recorre la pizarra mágica. Primero aparecen las letras mayúsculas un poco temblonas que componen un nombre, después una casita con chimenea y, a su lado, un árbol frondoso. Satisfecho, nos lo enseña. Es un regalo. Y nos encanta.

Un poco antes, en la sobremesa, hemos tenido que esconder las magdalenas y el chocolate. Es increíble, su pasión por todo lo dulce le anula el raciocinio y la fuerza de voluntad. Inútil explicarle que no es bueno, que tiene un problema con el azúcar y no le va a sentar bien, que ya ha comido dos pastillas de chocolate, que en la leche de su tazón de desayuno hemos visto nadando a escondidas una magdalena... Quiere otra pastilla de chocolate. Pero eres diabético. Qué va, ¿dónde está el chocolate? Y sale de la cocina en misión de búsqueda de otra pastilla como si fuese la primera que hubiera engendrado el árbol de cacao venezolano más valioso o la última que quedara tras el impacto de un meteorito del tamaño de Marte sobre la Tierra.

Algo antes, mientras nos derretíamos ante la menestra de verdura de mi madre, me ha preguntado si ya trabajo. Y me he escuchado respondiéndole con una sonrisa que en ello llevo más de veinte años mientras me relamía, porque de verdad que esa menestra con jamón es imbatible, y somos de naturaleza hedonista, qué narices. Pero después ha vuelto a la carga, que cuándo iba a ir a casa, a la suya. Y entonces un escalofrío me ha cruzado la nuca como una descarga, porque estábamos en su casa. Y porque nunca antes lo había preguntado así.

Por la mañana, cuando le he visto sacando el tazón de leche humeante del microondas y antes de sumergir la magdalena submarinista, le he consultado si recordaba lo que había ocurrido esa noche. Como sólo me he encontrado su mirada interrogativa, se lo he contado. ¿Te acordabas? Y ha asentido levemente sonriendo como un viejo indio sabio, sin permitirme leer la respuesta en el humo de su pipa, dejándome la rocosa tarea de adivinar si me ha entendido o no, si sabía a qué me refería con mi pregunta.

De madrugada me ha despertado una batería de sonidos domésticos procedentes del baño que se prolongaban más tiempo de lo habitual a esas horas, la cisterna, el grifo, abrir y cerrar de cajones, y después en la cocina, el armario del desayuno, la puerta del frigorífico, el microondas... Así que me he levantado para saber si había allanado la morada un ladrón higiénico, hambriento y descuidado, y no, era él, ya vestido y metiendo el tazón de leche al micro como cada mañana, hombre de pautas milimétricas que se cobija en la seguridad de las pequeñas rutinas diarias. Iba a dejar preparado su desayuno mientras salía a por el pan y el periódico, igual que todos los días. Pero eran las cinco de la mañana, y a esas horas, ni los despachos de pan ni los kioscos de prensa están abiertos. Además, es de noche, casi todo el mundo duerme, aún faltan unas cuantas horas para que vuelvan a extender el asfalto de las calles y colocar las farolas, los bancos, las tiendas y los árboles... Así he conseguido convencerle y se ha vuelto a meter a la cama.

Horas antes, a las dos de la mañana, habíamos vivido la misma secuencia, con la única salvedad de que el tazón aún no había entrado al micro, estaba vertiendo la leche hasta llenarlo unos dos tercios de su capacidad, como siempre. Llevaba la misma camisa que tres horas después, el mismo pantalón con el cinturón granate encajado en las trabillas, el mismo pelo blanco como una sábana al sol peinado con agua hacia atrás. Y hemos mantenido la misma conversación. Aún es pronto para levantarse y desayunar, todavía no han subido la persiana de la panadería ni del kiosco, es de noche, ¿ves la luna? Casi todo el mundo está durmiendo o haciendo como que duerme, o soñando, o repasando lo que hizo ayer o proyectando lo que hará mañana, o inventándose otra vida en la que le gustaría más habitar. Pero no salen de casa a por el pan y el periódico a esta hora, papá. Es muy pronto. Es que ni había mirado la hora. Fíjate en el reloj de la cocina. Las dos. Ah, sí. Sólo llevabas tres horas en la cama, es mejor que vuelvas a dormir, yo voy a hacer lo mismo. Pero ya que me he levantado, desayuno y cojo el pan y el periódico. Pero es que son las dos de la mañana, papá... Está todo cerrado, mejor vamos a dormir, ¿no? Sí pero ya que estoy vestido, salgo y traigo el pan y el periódico.

Mi padre tiene Parkinson. Se lo diagnosticaron hace año y medio y sus consecuencias mentales, las que voy descubriendo cada vez que voy a su casa, contra las que a veces aún me rebelo y me enfado sin sentido porque se me hacen muy difíciles de asumir, se parecen sospechosamente a las del Alzheimer y a la demencia. La persona que ocupa el cuerpo de mi padre es cada vez menos mi padre, aquel con el que mantenía una complicidad que me encantaba. Y eso es lo que más me duele, que se esté yendo tan rápido y que no pudiera acotar un momento concreto en que empezara a marcharse o un aviso de lo que iba a ocurrir. Mi padre y yo no hemos podido despedirnos uno del otro en una conversación de verdad, en uno de nuestros maravillosos paseos por el campo en los que me preguntaba si sabía diferenciar la avena y el trigo, si conocía el nombre de ese arbusto o qué fruta daría en unos meses aquel árbol en flor. Para eso ya es tarde.

Pero parte de mi padre todavía está ahí, porque sigue recitando de memoria la escala de la dureza de Mohs, fragmentos de El Quijote y las coplas de Jorge Manrique entre un puñado de poemas y canciones que su envidiable memoria retuvo de niño. Y cantando jotas siempre que encuentra ocasión, que ahora es en cualquier momento y lugar, y lejos de sentir vergüenza y sin haberlo hablado entre nosotras ni ser amantes de la jota, mi hermana y yo le acompañamos como malamente podemos allá donde nos pille. Y por encima de todo doy gracias a la vida porque, salvo chispazos que duran nanosegundos en los que me lo encuentro al fondo de sus ojos azul oscuro, navega en la felicidad absoluta de quien ignora lo que le ocurre y en ese océano brumoso mi querido padre ha encontrado a sus 82 años el canal en el que sintonizar con mi hijo, que aún no tiene 2, y robarle su pizarra magnética.