Mujer conduciendo por la Interestatal 44, Rolla, Missouri, 1991. ANDREW BUSH * |
La tarde anterior se había hecho la permanente en la peluquería nueva, esa con sillones de terciopelo rojo y papel con flores de lis doradas en la pared que habían abierto en Holloway Street a la que iban la mujer del alcalde y la presentadora de la televisión local. Le había costado el doble de lo que le cobraba Macy, lo cierto es que con esos 84 dólares en Macy's podía haberse rizado, teñido, hecho la manicura y los pies, pero la ocasión lo merecía. Quizá se lo habían dejado con demasiado volumen... No crea, yo diría que la estiliza, le resalta más la longitud del cuello, la había querido persuadir con escasa convicción la peluquera. Al salir había recogido de la tintorería la gabardina beige que se compró en unos grandes almacenes la única vez en su vida que había pisado Nueva York y había adquirido en la droguería de una sorprendida Nancy Steams el Power Rouge Nº 5, un rojo de labios que un par de días antes no se habría atrevido a usar. También había parado en el supermercado para saludar a las chicas, sabía que a esa hora Rose y Geena habrían echado la llave de las registradoras unos minutos para fumar un cigarrillo junto a la máquina de café de la entrada y, tras cosechar de sus compañeras algunos halagos entrañablemente falsos a su nueva imagen, se dirigió a casa con paso resuelto. Tranquila y decidida.
Esa mañana de enero se despertó a hora temprana y ligeramente abotargada, no estaba acostumbrada a tomar somníferos. Puso la lavadora con toda la ropa de cama y una doble dosis de lejía y la tendió en el patio trasero. Las sábanas bailaban su danza secreta a la luz rojiza del amanecer. Se quedó mirándolas ensimismada mientras el tiempo se paraba dejando que la acunara una calma de algodón, hermana de la que saboreaba de niña los domingos, cuando se quedaba sola en un banco de aquella iglesia de madera blanca esperando a que su padre saliera de la sacristía tras oficiar misa.
Se puso el vestido verde oscuro, se maquilló los ojos, estrenó su nueva barra de labios y se subió los cuellos de la gabardina como había visto que los llevaba una modelo europea en una revista de la peluquería. Metió la maleta en el coche y volvió a entrar en casa para echar un último vistazo. El cadáver de Harry descansaba sobre el plástico que cubría el colchón con los ojos cerrados y expresión de placidez. Le había disparado tres tiros mientras dormía con la pistola y el silenciador que Harry se había regalado las Navidades pasadas. Ho-ho-hou! ¡Ahora no habrá quien se atreva a meterse con mi mujercita ni conmigo!, había canturreado detrás de su barba y su grotesco disfraz de Papá Noel. Barato, era un disfraz barato. Como todo lo que había tenido siempre con Harry, sin brillo, sin fiestas, sin sorpresas. Se acomodó en el asiento del conductor y las yemas de los dedos le ardieron al agarrar el volante. Se vio en el retrovisor frotando con un estropajo empapado en desinfectante el plástico del colchón, el cabecero, el suelo... pero el ruido del motor al arrancar ahuyentó la imagen.
Sally estrenaba vida y no sabía bien cómo hacerlo. De momento conduciría un rato por Old St. James Road y después cogería la Interestatal 44 hacia el Este, donde nace el sol.
* Esta imagen forma parte de un reportaje publicado en Esquire que recoge las fotografías tomadas por Andrew Bush a varios conductores en Estados Unidos a principios de los noventa del siglo pasado.