Muchas veces imagina más que ve. Se inventa parte de la realidad, porque verla como no es al fin y al cabo es inventársela, ¿no? Juega a eso a un nivel de inconsciencia tan profundo y tan arraigado que lo vive como real. Una manera de escapar. Seguro que tú también tienes la tuya.
Ha compartido con él dos semanas. Dos semanas de montaña rusa que ha tratado de domesticar. Para correr bien una maratón hay que nacer, o entrenar muy duro. Y como no es fondista, ha empezado por lo segundo.
INSTANTE, Wislawa Szymborska
Camino por la ladera de una verdeante colina.
Hierba, florecillas en la hierba,
como si fuera un cuadro para niños.
Un neblinoso cielo ya azulea.
Una vista sobre otras colinas se extiende en silencio.
Él se levanta de la mesa, coge del mueble del recibidor sus gafas de leer, un bolígrafo y un papel y se los da.
- Toma. Esto habrá que llevarlo luego a casa, cuando volvamos allí otra vez para quedarnos.
- Claro, no te preocupes, lo meto en mi bolso para que no se me olvide.
Como si aquí nada hubiera de cámbricos, silúricos,
ni rocas gruñéndose las unas a las otras,
ni abismos elevados,
ninguna noche en llamas
ni días en nubes de oscuridad.
Se aleja seis pasos y deja el pequeño kit de supervivencia en el salón, sobre un aparador, fuera de la vista de él. Vuelve a la cocina y le ofrece lo que ya sabe que va a aceptar sonriente.
- Un café tomaremos, no?
- Hombre! Una comida sin café no es comida!
- Pues venga! Marchando dos cortados!
Y le prepara media taza de leche desnatada con una cucharada de café descafeinado de tarro y una sacarina mientras se sirve sin que le vea lo que ha quedado de la cafetera del desayuno con un poco de leche y azúcar de caña. Los dos toman café. Se aguanta sin pastilla de chocolate pensando que en un rato, con cualquier excusa, irá al dormitorio donde esconde la tableta, en un cajón entre sábanas planchadas y fragantes... El jaboncillo de Heno de Pravia ha dormido ahí desde que su memoria retiene olores. O robará una galleta a su hijo. O ambas cosas, se las comerá a escondidas convirtiendo el momento en un pequeño placer culpable.
Como si no pasaran por aquí llanuras
en febriles delirios,en helados temblores.
- Estoy pensando...
- Dime, cariño.
- ... que cuando tengas tiempo, hoy, o mañana, o cuando puedas, me tienes que subir a mi pueblo. Están ahí los pobres animales encerrados, sin agua y sin comida...
- Qué animales?
- Los bueyes.
- Si quieres, vamos mañana. Pero yo de ti estaría tranquilo, porque ayer me acordé y llamé a Antonio para que se encargue él de darles agua y alimentarles un poco. Ya sabes que es buena gente y él también tiene ganado, así que seguro que lo hace bien. Mejor que yo, sin duda!
- Eso seguro!
Y se ríe un poco. Bien, bien. La cosa va bien, a ella le gusta cuando se ríe, le gusta mucho.
Como si sólo en otros lugares se agitaran los mares
y desgarraran las orillas de los horizontes.
Él está en su casa, aunque a veces no la reconozca, o sí, pero no, porque sí, el reloj de la cocina es el mismo, y mi cuarto es parecido a este, como dices, y las fotos son las de los nietos, sí, pero... esto es otro sitio. Él no puede tomar café ni probar el dulce. No tiene bueyes, nunca los ha tenido, pero sus padres sí, cuando era niño, vivía en el pueblo y les ayudaba todo lo que podía después de salir del colegio y hacer sus deberes.
Son las nueve y media hora local.
Todo está en su sitio en ordenada armonía.
En el valle un pequeño arroyo cual pequeño arroyo.
Un sendero en forma de sendero desde siempre hasta siempre.
Amanece caluroso, un mes de julio de verdad, en el que hace lo que tiene que hacer. Intuyendo que había posibilidad de utilizarlas, ha comprado unas cangrejeras a su hijo. Son realmente bonitas, todo en versión pequeña despierta ternura, hasta una guillotina. Así que se van los tres de excursión a estrenarlas, a lanzar piedras al río, que es un deporte inagotable porque se diría que mientras elegimos unos guijarros para arrojarlos al agua otros se reproducen a escondidas, de forma que por muchos que tiremos, nunca se acaban. El agua está quieta y se mueve al mismo tiempo, es capaz de todo, tiene un color verde profundo, como si peces ciegos habitaran entre los líquenes del fondo dichosos por no desear la luz que nunca han conocido. Brilla un sol limpio y nuevo que dibuja estrellas fugaces en la superficie del río y arranca destellos a las hojas de los chopos, y las hojas bailan libres y despreocupadas, sin plantearse si esa es su danza o la de las hojas de los nogales, o de los tilos.
Un bosque que aparenta un bosque por los siglos de los siglos, amén,
y en lo alto unos pájaros que vuelan en su papel de pájaros que vuelan.
Él sonríe y sestea tras las gafas de sol sentado sobre un banco de piedra mientras ella y su hijo van abriendo en el espejo del agua minúsculos orificios que generan ondas concéntricas y silenciosas. Los peces ciegos del fondo las reciben como un inesperado masaje matinal. Y eso es así, y se sabe, porque sus escalofríos de placer remueven el barro del fondo y enturbian de felicidad la superficie del río.
Hasta donde alcanza la vista, aquí reina el instante.
Uno de esos terrenales instantes a los que se pide que duren.
Amén.