Hoy me he dado cuenta de algo que... no sé si cambiará el curso de mi vida, pero sí sé que es una constatación de algo irrefutable. Hasta ahora pensaba que los 15, los 18, eran La Edad de las Primeras Veces. Tu primer concierto, tu primer sujetador, tu primera borrachera, tu primer beso, tu primera fiesta universitaria, tu primer volante entre las manos (siempre prestado con una pizca de temor contenido en los ojos del prestamista)... todo. Y hete aquí que me quedaba corta. Los treintaylargos también son La Edad de las Primeras Veces, amigos. Conozco experiencias cercanas de gente con la que comparto década que ahora está perdiendo su virginidad sanitaria con el traumatólogo, el nutricionista o el tocólogo. Ah... el universo de los especialistas... en continua expansión.
A mí me ha tocado estrenarme con el Otorrino, una palabra que me encanta. Siempre me lleva a los pájaros y a esos animales extraños con pico de pato, cola de castor y cuerpo de roedor. Ornitólogo. Ornitorrinco. ¿Preferiría encontrármelos a ellos al franquear la puerta de la consulta? Sí. En estas divagaciones me hallaba, recién llegada al centro de salud, cuando una señora de unos setenta que parecía respetable se me ha colado dentro del ascensor por la puerta entreabierta. Serena pero ágil. Yo tenía pulsada la tecla del segundo. Ella, sin pestañear, me ha indicado "Al primero". Yo le he respondido "Por supuesto". No, amigos. No soy la ascensorista. Pero mantengo la educación de aquel colegio de monjas. He creído que la señora debió de crecer acostumbrada a tener servicio a su disposición. O a mandar, sin más. También he creído que en realidad era difícil que me confundiera con un fantasma, porque ya casi no quedan ascensoristas vivos. (El de Barton Fink, que es el que me acaba de venir, está más en otro mundo que en este). Así que estoy pensando en el único que conozco. Un chaval cuya vida, en una tercera parte, transcurre en los escasos dos metros cuadrados de un ascensor que comunica dos barrios de Bilbao.
Viste de negro -normal-, lleva una larga y lacia melena rubia que no se le mueve un milímetro porque en ese cubículo no hay ventilación, ni mucha ni poca, y se hace acompañar de un taburete de escay roído y de un transistor a pilas colgado como un funambulista de un alambre que para su última película quisiera el creador de Delikatessen (y ahora de Micmacs). Ahí nunca suena Frank Sinatra. Eso sólo lo escucha el ascensorista del Ritz. Tampoco le falta esa riñonera donde guarda multitud de monedas de 5 céntimos, porque subir en ese ascensor cuesta 45, y casi nadie los lleva encima así, listos para entregar. Por supuesto, en esa ratonera huele a una combinación de efluvios biológicos y estanquidad. Un gusto. ¿Cómo sale uno de ahí después de ocho horas sobando moneditas de latón y aguantando la respiración ajena a 40 centímetros? ¿Con ganas de trasegarse tres litros de cerveza, meterse un par de rayas y lanzarse a un concierto de Sepultura como loco? ¿Queriendo huir a un monasterio tibetano encima de un risco? Todo sería comprensible. Conozco otro, ahora que lo pienso. Es más el chico de la recepción que el ascensorista, pero viste igual. Y si me vuelve a tocar ejercer, quiero ser como él.
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