Lo soy. Moderna de pueblo. Lo intuía, pero al leer el cómic de Raquel Córcoles y Marta Rabadán me he reafirmado. Digamos que en la receta, la ración de pueblo la pone Estella, y la de modernez, Barcelona. Las otras paradas del recorrido, durante y después, son proporciones de un ingrediente o del otro. Para mí, todas han sido necesarias. El pueblo es ese lugar donde te sabes la vida de cualquiera y cualquiera se sabe la tuya, así que estás como atrapado en un personaje, y eso es una cosa que lastra bastante (en la ciudad también pasa). Allí se han sucedido casi todas tus primeras veces, eso también marca lo suyo. Para la veinteañera que protagoniza el cómic, es el hospital donde nació + la iglesia donde hizo la primera comunión + el cole de monjas + el insti + la panadería + esa calle con bancos donde te sentabas con tus amigos a comer pipas. Por ahí va la cosa. Podríamos añadir ese parque al que te sacabas a pasear, donde leías, escribías, te fumabas tus primeros cigarrillos y hacías tu primer botellón. La calleja que desembocaba en un patio empedrado sobre el río invadido por gatos callejeros donde probabas tus primeras fotos analógicas, en blanco y negro por supuesto, ¡no ibas a hacer arte en color! El monte cercano al que te encaramabas en momentos de búsqueda existencial sin saber qué buscabas ni si era existencial. En fin, aquellos lugares.
La ciudad era donde todo ocurría y todo era posible. Conocer a gente diferente a ti y a la que estás acostumbrada, el amigo sueco montador de video y dj que ha vivido en China y en Sudamérica y da unas fiestas* que convierten su piso vacío en la ONU, el amigo londinense que ha venido a Barcelona a escribir guiones y novelas, el amigo catalán con masía en el pueblo que es videodj y se monta sus paisajes en diapositivas usando pelos, piedras y fairy, la amiga con la que te vas de vinos siempre que puedes para hablar en cualquier orden de cine, libros y hombres y reírte mucho, y te enseña el café a medio camino entre rincón intelectualoide y taberna de estibadores donde aún se toma pastís, el amigo que era camello de esa burguesía catalana que no cruza la línea de la Diagonal hacia abajo, pero lo dejó y está estudiando Filosofía y leyendo todo lo que no había leído antes como si no hubiera un mañana, tus primeros amigos gays con los que descubres esa bendita complicidad y la cinemateca que llevan en la cabeza y tus primeras amigas lesbianas con las que aprendes algunas cositas y resuelves dudas y curiosidades, porque de donde tú vienes la homosexualidad es algo desconocido que sabes que existe, pero en otro mundo.
Allí también mudas de vocabulario y de repente, un bar ya no es un bar o un garito, es un local o un club, y una galería es un espacio, así que te pones snob y hablas con convicción de locales, de clubes y de escena, y los visitas y haces cola militante para entrar en el que la tiene más larga, la cola, porque resulta que Almodóvar y su troupe estuvieron ahí el jueves pasado y de repente ya no cabe un alma, y te pasas por ese otro que gestiona un colectivo de artistas ultraindependiente que abre sólo cuando les viene bien, dos o tres días al mes, y al que hay que llamar a la puerta y agacharse para entrar porque es un semisótano y en el que si hubiera un incendio sabes que moriríais todos seguro, y te encanta. Recorres galerías, espacios y talleres sola, empapándote como una esponja a la que si después exprimes quizá no le quede mucho de lo que ha absorbido, pero algo le queda, y durante el proceso era una esponja feliz. Otra cosa que te ocurre es que mudas de piel. Experimentas con la manera de vestir. Te encuentras con el tiendismo como filosofía de vida, caes en las fauces de la FNAC igual que quien alcanza el oasis después de cruzar el desierto, para luego escapar de ellas y lanzarte a la búsqueda de esa tienda de discos alternativa y esa librería pequeña de barrio, claro, porque la FNAC se convierte en algo demasiado comercial una vez la has conocido.
Recorres con tu moto la ciudad de día y de noche como si la estrenaras, porque te encanta perderte y te da una libertad increíble eso de llegar a donde quieras, aparcar donde te viene bien y marcharte sola a la hora que te apetezca. Te enamoras y te desenamoras con la misma velocidad de cualquier tipo con el que te cruzas y te resulta interesante, consideras que la proporción de tíos que están bien y esconden en el patio trasero una vida intensa es increíblemente alta. Descubres que muchas veces no era intensidad, sólo parquedad, o la nada cerebral, sin más.
Y llega un momento, después, años más tarde, en que los dependientes de la FNAC dejan de parecerte la jodida Enciclopedia Británica, ya no necesitas conocer el último cover de un tema revisitado en doce ocasiones que grabó ayer por la tarde ese grupo de power pop británico, te hace menos gracia que te aplasten en la sala a 32 grados donde pinchan tecno germano de los 90, te provoca una pereza loca peregrinar a clubes en los que tengas que hacer cola y te da igual que el jueves anterior estuvieran allí Björk y Matthew Barney (aunque si tienes la oportunidad, sigues pagando para ver lo que hacen, claro). Más o menos al mismo tiempo reconoces que con las manos ya enjabonadas te empieza a cargar que el lavabo del local inaugurado hace tres horas sea más listo que tú y no encuentres cómo hacer que brote el agua, y en plena epifanía descubres que las tabernas de serrín donde habitan el mundo viejuno y el pintxo de bonito con guindilla también tienen su encanto (aunque te sigue alegrando encontrar locales "distintos", ¡por favor!). Y un día vas y quedas con las amigas del cole y del insti, perdidas durante años, y resulta que ahora tienen hijos pero hablan y se ríen igual, y eso te gusta. Y una tarde vuelves a aquella calleja que desemboca en un patio empedrado sobre el río invadido por gatos callejeros. Otros, aquellos ya murieron. Y no necesitas hacerles fotos.
* En una de ellas conocí a un griego que me explicó, por fin, algo que me inquietaba. "Jroña que jroña" es "años y años".
Para los que hemos nacido hace algunos años… la verdad es que no sé como hemos podido sobrevivir. Teníamos que esperar "dos horas de digestión" para no morirnos en el agua. Los que podían, viajaban en 600 sin cinturones de seguridad y sin airbag, y se hacían viajes de 10-12 h. con cinco personas en el 600 y no pasaba nada. Montábamos en bici sin casco. Jugábamos a ver quien era el más bestia. Nos rompíamos los huesos y los dientes y no había ninguna ley para castigar a los culpables. Salíamos de casa por la mañana, jugábamos todo el día, y sólo volvíamos cuando se encendían las luces de la calle. Nadie podía localizarnos. No había móviles. Ligábamos con las chicas persiguiéndolas para tocarles el culo, no en un chat diciendo tonterias. Quedábamos con los amigos y salíamos. O ni siquiera quedábamos, salíamos a la calle y allí nos encontrábamos y jugábamos a la pelota, a las chapas, a coger, al rescate, a la taba..., en fin, tecnología punta. En los juegos de la escuela, no todos participaban en los equipos y los que no lo hacían, tuvieron que aprender a lidiar con la decepción. Tuvimos peleas y nos "esmorramos" unos a otros y aprendimos a superarlo. Ibamos a veces a la playa y pasábamos horas sin crema de protección solar ISDIN 15, sin clases de vela, de paddle o de golf, pero sabíamos construir fantásticos castillos de arena. Nos abríamos la cabeza jugando a guerra de piedras y no pasaba nada, eran cosa de niños y se curaban con mercromina y unos puntos. Tuvimos libertad, fracaso, éxito y responsabilidad, y aprendimos a crecer con todo ello. No te extrañe que ahora los niños salgan gilipollas.
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