lunes, 6 de junio de 2016

Dos vidas y un vermú

Estaba sentada en una terraza del pueblo de mis padres y aparecieron. Ocuparon la única mesa libre, justo al lado de la nuestra, esa por la que las parejas de abuelos son capaces de acelerar su velocidad crucero y los padres jóvenes de abandonar la silla de sus criaturas. Una pareja con una hija. Una cerveza, un café y un mosto. Comentarios banales. La niña, de unos ocho años, quería unos cromos, pero si los tienes ya todos, no, me faltan tres, si no te han salido en dos meses, no te van a salir ahora, venga... que no te he dicho. Todo normal, pero sólo en apariencia. En la escena había algo que no encajaba. La niña era hija de la mujer, sin duda. Los mismos mechones de una melena abundante, lisa y morena enmarcando la palidez de unas caras con ojos almendrados, oscuros y expresivos. La madre, de veintipico años, la había vestido como a ella, una mini yo deportiva, con mallas ceñidas, coleta alta y bomber llamativa. A pesar de la discusión, o precisamente a causa de ella, se apreciaba la corriente invisible de complicidad que conectaba a ambas. El hombre quedaba fuera. En aquella mesa no existía el triángulo, sólo una línea recta de ida y vuelta.

Él tendría cincuentaytantos, estaba fondón, llevaba el pelo cortado a cepillo, aún oscuro sin llegar a resultar amenazante gracias a unas cuantas canas diseminadas de modo uniforme por ese césped hirsuto. Vestía como un señor en fin de semana, unos vaqueros anchos y planchados, una camisa clara con los botones pugnando por mantener cerrada la camisa a la altura de la barriga y una cazadora deportiva caqui. Alejado de la estética deportiva de las chicas y de su microcosmos de mosto, cromos y café gracias a unas gafas negras opacas e impenetrables como el mármol. Un punto macarra.

El inquietante ex militar de American Beauty...
No era el padre de la niña, pero tampoco el padre de la mujer, y costaba creer que fuera su pareja. No
combinaban en modo alguno, y ya se sabe que con las parejas ocurre como con los perros y sus dueños, su aspecto y sus gestos terminan pareciéndose al cabo de los años. Quizá era un amante que había emergido del pasado, alguien que la ayudaba económicamente... Transcurrió una media hora durante la que el hombre no cruzó palabra con la chica y su hija a pesar de que proyectaba cierto halo protector sobre ellas. La cerveza desapareció de la jarra, el mosto del vaso y el café de la taza, y los tres abandonaron la mesa a su suerte. Nosotros no nos movimos de la nuestra, porque se fueron incorporando sobrinos, parejas, hermanos... y las rondas de vinos y cañas, dando paso a otras de lo mismo y unos calamares, y dos croquetas de espinacas, y un marianito, y el clásico loop. Hasta que unas mesas más allá reapareció el hombre del césped rígido como las alfombras de hierba artificial sentado con la que sin duda, era su mujer. Una señora de cincuentaytantos vestida de señora, mucho más acorde con él en todo, con la que sí intercambiaba sin entusiasmo comentarios que rodaban sobre el mullido colchón de costumbre y rutina que los años de convivencia van engrosando.

Cuando me fue revelada la que creí su verdadera vida, poniendo punto final a mi tesis de vermú, algo ocurrió. El hombre giró la cara hacia mí, elevó dos centímetros sus gafas negras y me atravesó con una mirada de calibre 44. Sé lo que estás pensando. De pronto se me ocurrió que tenía aspecto de militar retirado, y fue peor. Busqué a mi pequeño y huí con él en busca de un palo, una piedra, algún insecto peligroso o cualquier cosa que le pudiera interesar de las macetas de la terraza.

miércoles, 27 de enero de 2016

Cuando Sally dejó a Harry


Mujer conduciendo por la Interestatal 44, Rolla, Missouri, 1991. ANDREW BUSH *
La tarde anterior se había hecho la permanente en la peluquería nueva, esa con sillones de terciopelo rojo y papel con flores de lis doradas en la pared que habían abierto en Holloway Street a la que iban la mujer del alcalde y la presentadora de la televisión local. Le había costado el doble de lo que le cobraba Macy, lo cierto es que con esos 84 dólares en Macy's podía haberse rizado, teñido, hecho la manicura y los pies, pero la ocasión lo merecía. Quizá se lo habían dejado con demasiado volumen... No crea, yo diría que la estiliza, le resalta más la longitud del cuello, la había querido persuadir con escasa convicción la peluquera. Al salir había recogido de la tintorería la gabardina beige que se compró en unos grandes almacenes la única vez en su vida que había pisado Nueva York y había adquirido en la droguería de una sorprendida Nancy Steams el Power Rouge Nº 5, un rojo de labios que un par de días antes no se habría atrevido a usar. También había parado en el supermercado para saludar a las chicas, sabía que a esa hora Rose y Geena habrían echado la llave de las registradoras unos minutos para fumar un cigarrillo junto a la máquina de café de la entrada y, tras cosechar de sus compañeras algunos halagos entrañablemente falsos a su nueva imagen, se dirigió a casa con paso resuelto. Tranquila y decidida.

Esa mañana de enero se despertó a hora temprana y ligeramente abotargada, no estaba acostumbrada a tomar somníferos. Puso la lavadora con toda la ropa de cama y una doble dosis de lejía y la tendió en el patio trasero. Las sábanas bailaban su danza secreta a la luz rojiza del amanecer. Se quedó mirándolas ensimismada mientras el tiempo se paraba dejando que la acunara una calma de algodón, hermana de la que saboreaba de niña los domingos, cuando se quedaba sola en un banco de aquella iglesia de madera blanca esperando a que su padre saliera de la sacristía tras oficiar misa.

Se puso el vestido verde oscuro, se maquilló los ojos, estrenó su nueva barra de labios y se subió los cuellos de la gabardina como había visto que los llevaba una modelo europea en una revista de la peluquería. Metió la maleta en el coche y volvió a entrar en casa para echar un último vistazo. El cadáver de Harry descansaba sobre el plástico que cubría el colchón con los ojos cerrados y expresión de placidez. Le había disparado tres tiros mientras dormía con la pistola y el silenciador que Harry se había regalado las Navidades pasadas. Ho-ho-hou! ¡Ahora no habrá quien se atreva a meterse con mi mujercita ni conmigo!, había canturreado detrás de su barba y su grotesco disfraz de Papá Noel. Barato, era un disfraz barato. Como todo lo que había tenido siempre con Harry, sin brillo, sin fiestas, sin sorpresas. Se acomodó en el asiento del conductor y las yemas de los dedos le ardieron al agarrar el volante. Se vio en el retrovisor frotando con un estropajo empapado en desinfectante el plástico del colchón, el cabecero, el suelo... pero el ruido del motor al arrancar ahuyentó la imagen. 

Sally estrenaba vida y no sabía bien cómo hacerlo. De momento conduciría un rato por Old St. James Road y después cogería la Interestatal 44 hacia el Este, donde nace el sol.


* Esta imagen forma parte de un reportaje publicado en Esquire que recoge las fotografías tomadas por Andrew Bush a varios conductores en Estados Unidos a principios de los noventa del siglo pasado. 


domingo, 17 de enero de 2016

Un niño otra vez

La luz de la tarde lo recorta contra un sillón clásico, un orejero de casa de abuelos en el que abandonarse a siestas sin fin. Con la cabeza agachada y la mirada concentrada, empuña el boli de plástico y punta magnética con el que recorre la pizarra mágica. Primero aparecen las letras mayúsculas un poco temblonas que componen un nombre, después una casita con chimenea y, a su lado, un árbol frondoso. Satisfecho, nos lo enseña. Es un regalo. Y nos encanta.

Un poco antes, en la sobremesa, hemos tenido que esconder las magdalenas y el chocolate. Es increíble, su pasión por todo lo dulce le anula el raciocinio y la fuerza de voluntad. Inútil explicarle que no es bueno, que tiene un problema con el azúcar y no le va a sentar bien, que ya ha comido dos pastillas de chocolate, que en la leche de su tazón de desayuno hemos visto nadando a escondidas una magdalena... Quiere otra pastilla de chocolate. Pero eres diabético. Qué va, ¿dónde está el chocolate? Y sale de la cocina en misión de búsqueda de otra pastilla como si fuese la primera que hubiera engendrado el árbol de cacao venezolano más valioso o la última que quedara tras el impacto de un meteorito del tamaño de Marte sobre la Tierra.

Algo antes, mientras nos derretíamos ante la menestra de verdura de mi madre, me ha preguntado si ya trabajo. Y me he escuchado respondiéndole con una sonrisa que en ello llevo más de veinte años mientras me relamía, porque de verdad que esa menestra con jamón es imbatible, y somos de naturaleza hedonista, qué narices. Pero después ha vuelto a la carga, que cuándo iba a ir a casa, a la suya. Y entonces un escalofrío me ha cruzado la nuca como una descarga, porque estábamos en su casa. Y porque nunca antes lo había preguntado así.

Por la mañana, cuando le he visto sacando el tazón de leche humeante del microondas y antes de sumergir la magdalena submarinista, le he consultado si recordaba lo que había ocurrido esa noche. Como sólo me he encontrado su mirada interrogativa, se lo he contado. ¿Te acordabas? Y ha asentido levemente sonriendo como un viejo indio sabio, sin permitirme leer la respuesta en el humo de su pipa, dejándome la rocosa tarea de adivinar si me ha entendido o no, si sabía a qué me refería con mi pregunta.

De madrugada me ha despertado una batería de sonidos domésticos procedentes del baño que se prolongaban más tiempo de lo habitual a esas horas, la cisterna, el grifo, abrir y cerrar de cajones, y después en la cocina, el armario del desayuno, la puerta del frigorífico, el microondas... Así que me he levantado para saber si había allanado la morada un ladrón higiénico, hambriento y descuidado, y no, era él, ya vestido y metiendo el tazón de leche al micro como cada mañana, hombre de pautas milimétricas que se cobija en la seguridad de las pequeñas rutinas diarias. Iba a dejar preparado su desayuno mientras salía a por el pan y el periódico, igual que todos los días. Pero eran las cinco de la mañana, y a esas horas, ni los despachos de pan ni los kioscos de prensa están abiertos. Además, es de noche, casi todo el mundo duerme, aún faltan unas cuantas horas para que vuelvan a extender el asfalto de las calles y colocar las farolas, los bancos, las tiendas y los árboles... Así he conseguido convencerle y se ha vuelto a meter a la cama.

Horas antes, a las dos de la mañana, habíamos vivido la misma secuencia, con la única salvedad de que el tazón aún no había entrado al micro, estaba vertiendo la leche hasta llenarlo unos dos tercios de su capacidad, como siempre. Llevaba la misma camisa que tres horas después, el mismo pantalón con el cinturón granate encajado en las trabillas, el mismo pelo blanco como una sábana al sol peinado con agua hacia atrás. Y hemos mantenido la misma conversación. Aún es pronto para levantarse y desayunar, todavía no han subido la persiana de la panadería ni del kiosco, es de noche, ¿ves la luna? Casi todo el mundo está durmiendo o haciendo como que duerme, o soñando, o repasando lo que hizo ayer o proyectando lo que hará mañana, o inventándose otra vida en la que le gustaría más habitar. Pero no salen de casa a por el pan y el periódico a esta hora, papá. Es muy pronto. Es que ni había mirado la hora. Fíjate en el reloj de la cocina. Las dos. Ah, sí. Sólo llevabas tres horas en la cama, es mejor que vuelvas a dormir, yo voy a hacer lo mismo. Pero ya que me he levantado, desayuno y cojo el pan y el periódico. Pero es que son las dos de la mañana, papá... Está todo cerrado, mejor vamos a dormir, ¿no? Sí pero ya que estoy vestido, salgo y traigo el pan y el periódico.

Mi padre tiene Parkinson. Se lo diagnosticaron hace año y medio y sus consecuencias mentales, las que voy descubriendo cada vez que voy a su casa, contra las que a veces aún me rebelo y me enfado sin sentido porque se me hacen muy difíciles de asumir, se parecen sospechosamente a las del Alzheimer y a la demencia. La persona que ocupa el cuerpo de mi padre es cada vez menos mi padre, aquel con el que mantenía una complicidad que me encantaba. Y eso es lo que más me duele, que se esté yendo tan rápido y que no pudiera acotar un momento concreto en que empezara a marcharse o un aviso de lo que iba a ocurrir. Mi padre y yo no hemos podido despedirnos uno del otro en una conversación de verdad, en uno de nuestros maravillosos paseos por el campo en los que me preguntaba si sabía diferenciar la avena y el trigo, si conocía el nombre de ese arbusto o qué fruta daría en unos meses aquel árbol en flor. Para eso ya es tarde.

Pero parte de mi padre todavía está ahí, porque sigue recitando de memoria la escala de la dureza de Mohs, fragmentos de El Quijote y las coplas de Jorge Manrique entre un puñado de poemas y canciones que su envidiable memoria retuvo de niño. Y cantando jotas siempre que encuentra ocasión, que ahora es en cualquier momento y lugar, y lejos de sentir vergüenza y sin haberlo hablado entre nosotras ni ser amantes de la jota, mi hermana y yo le acompañamos como malamente podemos allá donde nos pille. Y por encima de todo doy gracias a la vida porque, salvo chispazos que duran nanosegundos en los que me lo encuentro al fondo de sus ojos azul oscuro, navega en la felicidad absoluta de quien ignora lo que le ocurre y en ese océano brumoso mi querido padre ha encontrado a sus 82 años el canal en el que sintonizar con mi hijo, que aún no tiene 2, y robarle su pizarra magnética.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Welcome to the jungle

Rubia, sien izquierda rapada, como Alice Dellal hace ya unos años, piel translúcida, demasiado maquillada, o mal maquillada para sus facciones y su edad, cara triangular, talla XXS, edad difícil de acotar entre los 18 y los 25 años, por ejemplo, charlaba sentada a la mesa de la cafetería con un señor que quizá era su padre. Ella había oído que lo mejor era mostrarse tal como eres, no hacer ningún papel, sino que se vea cómo eres, ¿sabes? Dicen que eso es lo mejor, pero yo no sé qué hacer en una situación así... No sé qué hacer en una entrevista de trabajo... Después ha presionado una servilleta de papel usada contra los labios pintados de rosa chicle, con cuidado, para volver a sacar un pintalabios formato rotulador y volver a repasárselos ante un espejito. Llevaba un vestido cortito y ajustado con estampado de flores y una chupa motera negra, un clásico en una de las lecturas recurrentes de lo femenino que ha hecho la moda comercial en las últimas temporadas. Y temblaba. Todo el tiempo. Muy sutilmente. Las manos, al estar quietas y al moverse, el cuello transparente, la boca de labios finos, las mejillas, los ojos al abrirse y cerrarse. Daban ganas de envolverla en una manta gruesa y rodearla bajo el brazo, porque temblaba como lo hace un pajarillo cuando está nervioso. En ese estremecerse constante parecía que al colibrí se le iba a quebrar algo en cualquier momento.

El hombre no ha despertado mis sospechas, se limitaba a atender su monólogo asintiendo de tanto en tanto para hacerla sentirse escuchada. Quizá porque su cabello ya era completamente blanco y rozaría los setenta años, he pensado que podría ser su padre, un padre con el que no tiene relación y al que no ve más que cada mucho tiempo y con el que repasa alguno de los últimos episodios de su vida. Supongo que a un padre así se le cuenta que has asistido a una entrevista de trabajo en la que no sabías que hacer, porque te preguntaría qué haces, si trabajas o no y en qué. O sí ha despertado un poco mis sospechas, porque creo que si fuese su padre habría intervenido más o de otra forma en la conversación, no se habría limitado a escuchar ante la fragilidad extrema que gritaba el cuerpo de su hija.

No se me ocurre para qué tipo de puesto ha podido ser entrevistado el colibrí, me costaba visualizarla en ninguno, pero su manera de temblar provocaba desasosiego. No he conseguido imaginarla defendiendo nada, ni a sí misma, ni sus habilidades, talentos o capacidades por las que podrían haberla contratado esta mañana. Se supone que todos tenemos un lugar en el mundo, pero a algunas personas les cuesta mucho más encontrarlo. Y en un mundo que a veces se parece bastante a una jungla plagada de predadores arbitrarios, tontos útiles y hienas sin escrúpulos, no sé si un colibrí sobrevive. 

Luca está enamorado de las ovejas y de los leones. En esa feliz esquizofrenia vive ahora, se le ve subyugado por el "teón" que lleva en su jersey y por la secuencia que le vengo poniendo a petición suya mientras desayunamos en la que el Rey León de la inefable factoría Disney anima a su hijo y le traspasa sus nobles valores, la importancia de la comunidad, y le insufla su fuerza antes de dejarlo solo. Al mismo tiempo, y en la misma medida, le inundan de ternura las ovejas, las "beeee" de toda condición. Viene a buscarme con sus botas de oveja domésticas para que se las ponga y cubre de besos rendido de cariño a la oveja gigante que su madre luce en un jersey de borreguito que acaba de comprarse para estar en casa con el fin subrepticio de que su pequeño se le tire encima un poco más todavía. Así somos.

Y aunque mi pequeñín hace "¡¡Roaaarrrr!!" cuando hablamos del león, es dulce como una ovejilla -con subidones de testosterona espeluznantes, eso sí-, y como aún no está maleado por la convivencia constante con sus congéneres porque no ha pasado por guardería alguna, en los parques infantiles que en Bilbao son y serán, cuando un macarra cualquiera en versión mínima le empuja o le grita, se le queda mirando con el espíritu de un lama tibetano ocupando su cuerpecillo porque no entiende de dónde viene ni a dónde va esa violencia gratuita. Su madre, en cambio, no se deja cegar por su naturaleza optimista y sí que va advirtiendo que el mal está ahí fuera, a veces en píldoras pequeñas. Por eso esta misma mañana vacacional, antes de ver al colibrí Dellal temblando ante el señor de pelo blanco, cuando un crío descarriado y de más edad ha venido a gritar de pronto a mi txikitin y a otros dos mientras amenazaba con atropellarles con su bici, me he encontrado en cuclillas para ponerme a su altura atravesando con mi mirada de fuego al minimacarra mientras alentaba a mi niño, "¿cómo hace el león, cariño? ¡¡¡ROAAAARRRRR!!!". Y la paz alegre y ruidosa ha vuelto.

Poco más tarde, casualidad o no, paseando por una jungla urbana domesticada nos hemos cruzado con el señor mayor, que se abría paso entre la maleza empuñando su cámara fotográfica cuasiprofesional y de considerable objetivo seguido por el frágil colibrí. ¿Era él el entrevistador? ¿La ha contratado? ¿Para qué? Welcome to the jungle...

viernes, 4 de diciembre de 2015

Woody y los miedos

Hace unos días cumplió 80 años un Woody Allen pleno de facultades. De qué manera tan diferente trata la edad a unos y a otros, fue lo primero que pensé.

Decía que este Woody nuestro que vive en Manhattan ha llegado a los 80 asombrosamente pleno de facultades y también de miedos, porque una de las grandes aportaciones de este judío pequeño, intelectual y neoyorkino, no necesariamente en ese orden, son sus magníficas neurosis. Gracias a sus fobias, manías y obsesiones varias hemos sonreído, reflexionado, e incluso reído a carcajadas a lo largo de los años, más al principio, pero también al final. 

Woody Allen generando material para su psiquiatra.
"El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro". Este es uno de sus muchos pensamientos convertidos en citas por quienes quieren dar un barniz intelectualoide, pero no inalcanzable a sus textos, como yo ahora. Todos hemos sentido ese tipo de temores injustificados y sin sentido en alguna ocasión pero se me ocurre que dedicarse a acoger y alimentar en el propio seno miedos múltiples y no ser capaz de desprenderse de ellos por muy irracionales e incomprensibles que sean, debe de parecerse bastante a una condena. 

Barandillas que se abren
Ayer paseaba con mi retoño y su abuela paterna puente abajo, por la acera. Como mi criaturilla ya camina a su aire y gusta de mostrar que es un ser autónomo, su padre y yo somos partidarios de dejarle creer que es así para que termine siéndolo. Así que él avanzaba libre conmigo a la distancia de seguridad que todo pedagogo, pediatra y persona con dos dedos de frente recomendaría. Noté que mi señora suegra iba poniéndose nerviosa hasta que me lo soltó, claro, que cuidado, que ella nunca había dejado que sus hijos fueran así por el puente, que le daba un miedo terrible, que lo agarrara... Bien. La barandilla, de hierro forjado, dibuja un patrón que se repite a lo largo de todo el puente. Por ninguno de los huecos que quedan entre esas filigranas cabría la cabeza de mi criaturilla, ni los hombros, ni el tronco, ni el culo. ¿Podría sacar el brazo o la pierna? Podría. Hasta ahí. Es literalmente imposible que se caiga al agua a través de esa barandilla. Antes pasaría el camello del que nos hablaban en la catequesis infantil por el ojo de la aguja. No importa. Para la mujer el ojo de la aguja es un agujero negro certificado por Stephen Hawkings y el camello, una pulga famélica. Absorción segura. 

Aviones que caen
Hay personas que suben a un avión pensando que su destino no es Nairobi, Copenhague o Alicante, sino una muerte segura. Conocí a una. Teniendo en cuenta que abundan bastante, lo que voy a contar no resulta nada excepcional. Volábamos de Madrid a Moscú y teníamos 23 años. La pobre había hecho todo lo que estaba en su mano para alejar el miedo a manotazos, beber, pensar en otras cosas, beber, tomar no sé qué para relajarse, beber, hacer como si le interesara la conversación y beber un poco más por si todo lo anterior no funcionaba a medio plazo. Así que embarcó más bien perjudicada, hiperventilando y ya sudada desde la escalerilla de acceso. Como pedir alguna bebida espirituosa nada más embarcar y teniendo cinco horas de vuelo por delante nos pareció poco elegante, nos limitamos a aceptar el vaso de agua que toda azafata bien formada ofrece en un viaje de estas características. Por supuesto, no surtió ningún tipo de efecto, ni bueno, ni malo. Y una vez que ascendimos y el avión -Aeroflot, inquietante para algunos, terrorismo soviético para mi amiga- recuperó la horizontalidad a miles de pies de altura, la afectada colocó la cabeza entre las rodillas y se la cubrió con las manos en una especie de mantra físico que, puede que sea por ignorancia, pero cuesta creer que funcione. No funcionó, claro. Y a partir de ahí la mujer atravesó mentalmente las cinco horas de vuelo nocturno lo mejor que pudo, que fue más bien mal. Visitar el baño de vez en cuando quedó investido "el mejor recuerdo del trayecto". 

Serpientes que asoman 
Aún no siendo miedosa, creo que más bien pecaría de lo contrario, que tampoco es sano, también he pasado mis momentos de gloria. Cuando era pequeña, no sé, seis o siete años, supongo que me pilló en el cuarto de estar el clásico documental de culebras de campo que a esa edad se perciben como anacondas amazónicas. Lo intuyo porque me recuerdo durante unos cuantos días sintiendo ese cosquilleo frío que recorre la columna vertebral hasta pinzarte la nuca cada vez que iba a sentarme en el váter. De hecho, no me sentaba, sólo lo tocaba con las rodillas y elevaba el resto del cuerpo con los brazos en tensión sobre la taza al tiempo que mantenía la cabeza vuelta hacia atrás y los ojos clavados en el agujero del retrete. ¿Por qué? Porque creía que uno de esos pavorosos reptiles iba a asomar la cabeza en cualquier momento y avanzar curioso hasta mi culo infantil. Increíble, ¿no? Así pasé semanas. Fortaleciendo bíceps y tríceps. 

Veinte años después estaba leyendo el periódico apaciblemente en un agradable café de Barcelona cuando me saltó a la cara clavándome las uñas un titular. Vecina de L'Hospitalet de Llobregat descubre una pitón amarilla saliendo de su inodoro. Como lo cuento. La vida le había deparado ese tipo de vecino para quien el término "mascota" se abre como un paraguas amoroso bajo el que cabe todo el reino animal. Vivía debajo de su casa. El día anterior, lloroso porque su pitón había decidido huir en busca de horizontes más amplios, o más limpios, adivina. Esa mañana, agradecido a la madre naturaleza porque la pitón no había resultado tan aventurera como parecía. La vecina sobrevivió al impacto, algo de lo que yo no habría sido capaz, transformándose así en mi heroína doméstica. Y para celebrarlo, mi miedo extravagante se puso traje y corbata y se echó a la calle con la cabeza bien alta.

jueves, 19 de noviembre de 2015

El ombligo del mundo

Septiembre de 1999.
Cuando apenas llevaba meses viviendo en Barcelona un amigo de Pamplona al que quiero mucho me pidió que le acompañara a entrevistar a Peret. Para mí, Peret era un señor gitano que se había dedicado a la venta ambulante de tejidos en mercadillos de barrio como su padre, que cantaba rumbas como sólo él sabía y que había pintado algunos cuadros como la inspiración del momento le había querido iluminar. El amigo es Raúl De la Fuente, de momento ganador de un Goya al Mejor Corto Documental, como ya prometía. La entrevista transcurrió tranquila, cómoda y no demasiado larga, formaba parte de un trabajo más amplio y las preguntas estaban muy medidas. La hicimos en su casa, en el límite del Raval, un lugar abigarrado, sin espacio en paredes ni suelo para colocar los trastos que se acarrean en toda grabación ni nuestros propios cuerpos. Al terminar su hermano y él, como toda gente de bien, nos invitaron a unas cervezas y nosotros elegimos dónde pagarlas, en el bar de enfrente.

El bar resultó ser Els Tres Tombs, una esquina amplia de barra metálica con brillo arrancado a golpe de paño de rejilla empapado en MG, cordilleras de servilletas rebosantes de grasa y compacto aroma a fritanga. También tenía terraza, nos sentamos fuera. De ese encuentro me llevé la invitación de un Peret agradable, no sé si viejo zorro seductor, a la chica de veintitantos años que acababa de arribar de una capital de provincias a una atractiva Barcelona, muy turística pero aún no parque temático. "Tú llámame cuando quieras y te llevo a restaurantes bonitos".

En construcción, 2001. Otra forma de mirar el mundo.
Octubre de 2001.
Ya vecina del barrio, con mi moto aparcada cada día en la esquina entre otras motos hermanas y primas, fui deviniendo en habitual del bar hasta hacerme socia de la hermandad de Els Tres Tombs, sobrevolando las montañas de grasa para atisbar encanto de barrio donde antes sólo veía suciedad y frikismo extremo. En su terraza me hice con una mesa donde soportar un café intragable que por supuesto me tomaba, porque me permitía ejercer ese impagable derecho que es mirar a todo el mundo, escudriñar sus costumbres e inventar sus vidas. También leía y escribía algo, supongo que sólo como excusa para seguir mirando. Una tarde rojiza de otoño con olor a castaña asada y boniato se paró a charlar a unos metros de mi mirador un viejo pequeño y hablador con visera azul gastada. Otro día me crucé allí con una chica de coleta alta, raíces oscuras y chicle batiente. Él era el maravilloso y tierno marino que buscaba una habitación de alquiler donde trasladar sus cuatro cosas y ella, la joven prostituta que convivía con su novio en el documental de José Luis Guerín En construcción. Sólo faltaba el albañil de alma sensible que entre paletada y paletada de cemento divagaba sobre la existencia de Dios, un poeta cuya sutileza de sabio sufí no era de este mundo. Todos ellos vivían en mi barrio antes que yo, y reconocerlos al poco de haber visto el documental me hizo sentir mucho más parte de la ciudad, y de todo el proceso de transformación urbanística, estética y humana que estaba experimentando entonces el Raval. Gracias a esa terraza se cruzaron y entraron en mi vida multitud de personajes interesantes, escritores londinenses, ex camellos de la burguesía barcelonesa transmutados en estudiantes de Filosofía deseosos de cambiar el mundo, cinéfilos vendedores de mercadillo, señoras de la calle en bata y rulo de paisano, y toda una nutrida y amena fauna que terminó formando parte de mi paisaje vital.

Retrato, Lita Cabellut.
Noviembre de 2015.
He leído que hay una pintora que es la única española en la lista de los más cotizados del mundo, sólo superada en las subastas internacionales por Juan Muñoz y Miquel Barceló. Si eso es cierto, es decir mucho. De niña se dedicó a pedir limosna Ramblas abajo y a malvivir en la calle durante años después de que la abandonara su madre a los tres meses de nacer. En el otro plato la balanza de la vida quiso que le esperara una pareja que la adoptó, le dio el amor que le había faltado y la posibilidad de formarse. De adulta, en las pinturas de Lita Cabellut se escuchan ecos de Francis Bacon y de cierta tragedia nacional. Son ásperas, crudas... A mí me gustan, me impresionan. Lita vino al mundo en el Raval, es hija de una prostituta.

El tiempo que viví allí no sé hasta qué punto me di cuenta, pero después he descubierto que este barrio podría ser el ombligo del mundo.





lunes, 9 de noviembre de 2015

... recitando a Petrarca de memoria

Llevo noches repartidas al azar entre varias semanas haciéndome trampas al solitario. Deseando sentarme a escribir pero cogiendo una revista para echar un vistazo a dos páginas antes de dormir. Abriendo una edición en inglés de cuentos de Rudyard Kipling para leer página y media antes de dormir. Revisando casi inconscientemente cuestiones del guión, del trabajo, un cuarto de hora antes de dormir. Recogiendo por el suelo de casa lo irrecogible veinte minutos antes de dormir. Cualquiera que tenga niños en casa lo sabe, pretender poner orden en un espacio donde siempre termina reinando el niño es una labor a medio camino entre castigo mefistofélico y laberinto borgiano, te ves atrapado por un loop infinito en el que conforme crees que avanzas descubres que sólo te estás moviendo en círculo. Y así todos los días, voy sembrando el camino al ordenador de pequeñas actividades que me distraen.

Como desde que traje a mi amor de bebé creciente al mundo hice un pacto inconsciente conmigo misma, que consiste en que el tiempo que no es trabajo ni sueño va íntegro para él, escribir viene a ser sinónimo de robar horas al sueño. Porque al trabajo no hay quien le robe un minuto. Y a mí, que, siendo una persona de dormir entregado y fecundo, llevo año y medio acudiendo varias veces cada noche a la llamada de esa alegre, risueña y demandante criatura mía -llamadlo naturaleza, llamadlo demencia-, qué queréis que os diga... yacer me viene bien. Me gusta. Siempre he pensado que quien inventó la cama y quien parió el nórdico merecerían efigies y paneles con su rostro del tamaño que gastan los líderes norcoreanos.

Todo esto para decir que han confluido los astros. Por un lado, un amigo fan agradecido de lo que escribo me preguntaba este sábado si no pensaba volver a teclear algo en un futuro cercano. Por otro, leo hace un rato algo que publicaba en su blog otro amigo acerca de su amor de juventud a la poesía, lo que me lleva de la mano a la capacidad mágica que infunden los versos a quien los frecuenta de evadirse hasta esfumarse de cualquier entorno en que se encuentre. Y una cosa y la otra me han llevado a recordar algo que escribió Luis García Montero y que me apropié desde que alguien lo convirtió en un regalo para mí en su día, hace algunos años, y desde entonces saco a pasear íntimamente contenta siempre que tengo ocasión, como solemos hacer con los obsequios acertados. O con los perros de porte elegante y generosidad contagiosa. Porque las imágenes que proyectan estas líneas esconden historias que una vez vividas se guardan como joyas secretas, y porque a lomos de sus palabras viajo y soy otra.

Este otoño hábilmente disfrazado de primavera.

Cuando te quedas muda y decides regalarme París,
comprar la torre Eiffel para tender mi ropa,
si acaso me desnudas y no llueve.
Cuando insistes
en bordar las Meninas de Picasso
sobre todas las sábanas de Washington,
o viajar hasta Roma como quien busca un circo,
como quien pisa tierra después de muchos años
y a conciencia es feliz y es borracho.
Cuando me hablas de amor
o gritas que no importan la luz ni los relojes,
que es de noche y no piensas levantarte;
entonces
yo digo que estás loca y me respondes
recitando a Petrarca de memoria.


Buenas noches...