martes, 18 de diciembre de 2012

Veranos de pueblo. La Tomasa

De lejos parecía Doña Rogelia. Siempre iba cubierta con un pañuelo anudado bajo el cuello del que escapaban mechones de esparto. Apergaminada, de tez curtida como el cuero viejo y dedos de sarmiento podía pasar también por una versión femenina de Don Quijote, pero le faltaba apostura. La recuerdo larga y siempre encorvada, apoyada en un bastón apareciendo entre las matas que flanqueaban la calleja que llevaba a su casa. Un lugar misterioso, aquel. Como la casa de la bruja que aparecía en Big Fish y resultaba no ser tan malvada ni tan bruja. La Tomasa tampoco, aunque a veces lo parecía. Lo único malo que tenía es que le perdía lo buena que era, y la sonrisa que se le escapaba entre las arrugas. Siempre iba seguida de su hermano, Serapio, también hecho una C viviente, y de una manada de perros imposibles de contar. Veinte? Veinticinco? Treinta? Famélicos y pardos, todos parecían hermanos o primos, y nadie sabía de dónde salían, pero aparecían de la nada en el pueblo y enseguida se les pegaban, aumentando la familia.

Tenía algo de épico aquella imagen de los dos hermanos jorobados seguidos por una hilera de perros flacos caminando entre las huertas, recortados contra los atardeceres de verano. Una épica de posguerra, de conflicto en los Balcanes o de campo de refugiados. Su casa era así. Nunca me atreví a llegar hasta el final de la calleja, que partía justo delante de nuestra casa, era un reto infantil que se me quedó sin cumplir. Pero cuando murieron yo ya había llegado a los dieciocho y había ahorrado para comprarme una Pentax P30-T con la que me sentía aventurera, aunque no tanto como para ir sola. Así que una tarde pedí a mi madre que me acompañara, también para sentir que llevaba conmigo el permiso de alguien que realmente era del pueblo, y con ella llegué hasta el final, atravesando las zarzas y la maleza que habían crecido salvajes desde que la Tomasa y Serapio se habían marchado. Primero, a una residencia, y después a donde sea que vayamos.

Descubrí su casa, como una cabaña pequeña, descuidada, y aunque la puerta estaba abierta, porque seguramente alguien la había forzado antes, al entrar tuve la desagradable sensación de ir a cometer  allanamiento de morada. Todo estaba allí. Como si cualquiera de los dos fuera a entrar en cualquier momento. Su ropa colgada de clavos repartidos por las paredes, su colchón de lana destripado sobre el suelo, la silla de patas de alambre en la que se sentarían para ponerse y quitarse las botas, las cazuelas con sus tapas y un cazo oxidado sobre la cocina de leña esperando que alguien encendiera el fuego. Y un par de pinzas sin calcetines. Sí, podía haber sido un hogar abandonado a toda prisa en medio de los Balcanes en plena guerra. Quizá fue así, no lo sé. Me impresionó encontrar un baño que funcionaba como almacén, la bañera llena de cacharros inservibles, las baldosas cubiertas de cubos, trapos, cachivaches diversos... Supongo que si me hubiera quitado de encima la sensación de tristeza, habría pensado que era la casa de unos buhoneros. Esto, buscando la poesía. Sin buscarla, una veía que aquellos dos hermanos que nunca se lavaban, que nadie sabía qué comían ni cómo conseguían alimentar a esa veintena de perros flacos, sufrían un síndrome de Diógenes como una catedral. Y que ese, seguramente, era el menor de sus problemas. 

Pero a pesar de los colchones, de los clavos y de la bañera, la Tomasa era la única persona del pueblo a la que recogía un taxi cada jueves para bajarla a hacer la compra al mercado de Estella, y cuando volvía, abría la puerta del taxi, se recogía trabajosa las faldas, la toquilla y todas las capas que se echaba por encima, salía de aquel vehículo inmaculado y extraño, y envuelta en su olor particular y en su perfume Maja de Myrurgia se agachaba como podía para decirnos a mi hermana y a mí "venid, majicas, os he traído unos chicles. De fresa, ¿verdad?". Y con sus dedos oscuros y sarmentosos nos dejaba en la mano un par de Cheiw Junior. Esa era la Tomasa.




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