domingo, 24 de noviembre de 2013

Emmet Gowin

Esto no es una crítica de una exposición. No soy crítica de arte.
Esto es un agujero que se abre en un domingo gris y lluvioso al que anteceden al menos trece días iguales.

Emmet, un chico de Virginia hijo de un severo pastor metodista, cogió un día una Leica de 35 mm. y después se enamoró perdidamente de una chica cuya familia vivía junto a la suya. No sé si en ese orden. Edith, la chica, se convirtió en su musa, su modelo, su esposa, la madre de sus hijos, la cómplice y la compañera de un largo viaje que aparece en un sinfín de fotografías que parecen haber sido tomadas sin ningún esfuerzo, con la misma naturalidad con que el sol atraviesa y funde a veces las nubes de otoño. "Sin Edith, hoy no sabríais nada de mí…" ha dicho un hombre que, además, sabe escribir.

Mr. Gowin (1941, Danville, Virginia) ha atravesado con su mirada muchas más cosas a lo largo de medio siglo. En su nítido blanco y negro ha recogido fragmentos de piedra hallados en Italia y en Petra. Ha sobrevolado desiertos de pruebas nucleares en Nevada, vastos círculos del Medio Oeste norteamericano habitados por instalaciones de riego fantasmagóricas, entrañas de extensas minas de carbón abiertas al cielo, no-lugares tatuados por huellas de todoterrenos… Un sinfín de paisajes aéreos sorprendentes que resultan abstractos de puro hiperrealismo. Pero Edith siempre vuelve a protagonizar sus series. Bellísimas. Y lo bello no es el aspecto de esta mujer, o cómo incide la luz sobre ella, o la elección del entorno, el gesto o la postura. Creo que lo que más me ha emocionado es la paz, la honestidad, la manera de dejarse estar delante de la cámara del hombre que la fotografía. El hilo umbilical que se intuye entre los dos. Ella misma lo explica en una entrevista conjunta. Que cada vez que ve esas imágenes, de la misma manera que cuando su marido las estaba tomando, siente cómo la quiere. Sí, creo que es eso.



"Emmet siempre me dice, en cualquier situación en que estoy de pie en algún lugar, quédate quieta, quédate ahí. Y entonces, sé que me va a fotografiar". Ya está. Sin más discurso conceptual, ni parafernalia pretenciosa. Es un placer verlos y escucharlos a ambos, a sus sesentaytantos, en esa conversación grabada. Él asegura que no es un artista de mensajes, no pretende transmitir ninguno en especial con su trabajo. Si acaso, dejar constancia del mundo que le rodea y que nos rodea, para que podamos conocerlo y querer cuidarlo. Falsas modestias aparte, este tipo de reflexiones suele conducirme a pensar que la gente que es realmente buena en lo suyo tiende a restar importancia a lo que hace, es más de desnudar que de vestir. No necesitan esos ejercicios de vanidad tan vergonzosos en los que a veces caemos quienes somos infinitamente más mediocres.

Hace pocos años a Emmet Gowin le encargaron un trabajo de catalogación de insectos en Sudamérica para un proyecto científico. Algo en principio bastante más prosaico que poético, dio paso a una serie maravillosa que tiene bastante de onírico y mucho de homenaje. El objetivo era fotografiar mariposas nocturnas, y lo hizo, decenas, centenares y miles quedaron atrapadas en su lente, pero la última noche, antes de dar por terminada la caza de imágenes, recordó que en su equipaje llevaba unas siluetas de fotografías tomadas a Edith. Así que aprovechó las últimas horas para fotografiarlas superpuestas a la red donde se posaban las mariposas de la noche. El resultado es increíble, el de un espíritu que vuelve a acompañarle y a ocupar su lugar rodeado de sombras aleteantes y regueros de luz dibujados sobre negro.

Recomiendo pasar hora y media, o lo que cada cual necesite, ante estas imágenes. Como quien receta ibuprofeno en días de migraña. Sirven para amantes de la fotografía, para enamorados del amor, para poetas disfrazados de transeúnte anodino, para buscadores y para quien quiera escanciar algo de luz en cualquier oscuridad.


Bilbao, Sala Rekalde, hasta el 26 de enero de 2014.



domingo, 20 de octubre de 2013

¿Qué horas son, mi corazón?

Doce de la noche en La Habana, Cuba. Ding!...
Once de la noche en San Salvador, El Salvador. Ding!... 
Once de la noche en Managua, Nicaragua. Ding!...

Y doce de la noche en Lisboa, Portugal. Dong.

Al principio ha estado muy bien escuchar de nuevo a Manu Chao, viajar hasta los noventa, cuando Mano Negra tenía la sana costumbre de no anunciar sus conciertos, con lo cual, o te pillaba cerca del pueblo en cuestión cuando te enterabas, o te perdías la ocasión asegurada de una juerga bailonguera-reivindicativa. Digo al principio. Porque el tasco que estaba poniendo anoche esos entrañables temas de hace veinte años, en modo cd completo -sí, cd- se halla justo debajo del apartamento que hemos alquilado en la Alfama para esta semana. Y debajo quiere decir que sacas la mano por el balcón y le rascas la calva al cliente que ha salido a fumarse un cigarro en plena efervescencia socializadora después de meterse una rayita y tragarse medio copazo como si fuera el último de la Tierra y esta noche la del fin del mundo. Y que no pasa nada, que todos hemos estado en ese lado, pero justo anoche, no. Anoche una contaba ilusionada con dormir un poco después de toda una jornada saltando de adoquín en adoquín por estos barrios que son todo menos llanos, que recubren la piel de las siete colinas lisboetas con casitas humildes a las que les brotan protuberancias en forma de escaleras al aire, terrazas laterales ajenas a la ley de la gravedad, desvanes fuera de ordenación urbanística, paredes panzudas y  jardines silvestres en los tejados. Espíritu libre el de estos barrios, especialmente el de "el nuestro", Alfama.

Anoche, antes de ser acunados durante horas por Manu Chao y sus coros callejeros, cuando trepábamos camino a casa por uno de esos callejones bastante más angostos que una cama doble, descubrimos un lavadero. Un lugar al que las vecinas del barrio, señoras mayores con faldas a la rodilla y chaquetas remangadas hasta el codo, acuden con sus baldes repletos de ropa, la mojan, la restriegan bien contra la piedra inclinada, la enjabonan, vuelven a frotar, la aclaran y la retuercen hasta sacarle la última gota de agua. Arduo proceso que la instauración de la era del consumo y la llegada de lavadoras a los hogares hizo pasar a mejor vida hace décadas. Pero en esto, como en tantas otras cosas, el pasado se demora perezoso en multitud de rincones, pueblos y momentos de Portugal. Por eso merece tanto la pena perderse por aquí unos días. Por el viaje en el tiempo, por ese aire de decadencia y abandono que impregna tantos edificios que aún se empeñan en resultar maravillosos, por el olor a sardina asada que te asalta tras cada esquina, por las terribles humaredas que desprenden los hornillos de los castañeros y que te hacen localizarlos como a incendios en el monte gallego en plena noche. Por las galerías de arte mínimas, las tienditas de artesanía, la impecable exposición de Felipe Oliveira Baptista en el MUDE, el Museo del Diseño y Moda, la majestuosidad intacta del Monasterio de los Jerónimos, las iglesias que lanzan sus cruces de hierro como espadas al cielo desde cada montículo, los kioscos que asoman bajo tejado de cristal esmerilado y filigranas art decó. Por los benditos pasteis de nata, con su hojaldre ligero y crujiente y su crema al punto y por los sumos do día, que te refrescan el espíritu y puedes tomar en cualquier parte por uno o dos euros.


A quienes somos de naturaleza impaciente Lisboa también nos pone a prueba, o nos regala un ejercicio. Porque cada vez que uno pide un plato de bacalao, un café, o una caña, hay que esperar. Como si el bacalao, el café y la cerveza estuvieran aguardando sentados sobre un bidón metálico en la trastienda, sesteando, hojeando el periódico o limándose las uñas hasta que nuestro pedido llega. Y entonces se estiraran la falda, se arreglaran un poco el pelo y se dijeran "vamos, a lo nuestro, a dar de comer al hambriento y de beber al sediento". Y sólo entonces se dejaran preparar en salsa de tomate, servir en taza con un poco de leche humeante o repicar en vaso ancho. Todo lleva su tiempo, y una aprende que incluso se puede esperar, y está bien que en ocasiones así sea. Sobre todo cuando la espera se ve recompensada. Para huir de lo bucólico, se ha de decir que esto no siempre ocurre. Este jueves un batido de mango tardó en completar su recorrido hasta la mesa cerca de media hora, y cuando ya había renunciado mentalmente a la idea de sorberlo con una pajita, apareció. Eso sí, disfrazado de copa de leche templada con una lejana reminiscencia al mango en el tono y el sabor. Irreconocible.

Con todo, siempre se vuelve a Lisboa. A la orilla del Tajo, a su brisa atlántica. Ella no es impaciente, siempre está aquí, esperando sin prisa, porque sabe que vendrás otra vez a verla.

Me gusta soñar, me gustas tú. 
Me gusta la mar, me gustas tú.










martes, 17 de septiembre de 2013

La dentista de Jamín

David Rodríguez

Jamín se ha cruzado con osos y lobos camino de Caunedo como quien se encuentra con una zarza. Con la misma indiferencia. No hay miedo. Curtido como el cuero toledano, este hombre de aldea cántabra  ha cumplido 88 pero debe de haberse quedado atascado en unos 73. Igual que los tacos de las almadreñas que va clavando al andar en el barro del camino. Jamín, Ben Jamín.

Nos topamos con él una mañana de abril fresca y brumosa, va descendiendo tranquilo por un angosto camino de monte con tres ramas larguísimas sobre el hombro, sin prisa y sin dar la sensación de que le pesen especialmente. Es un terreno de desniveles abruptos, a unos metros del camino se eleva una pared tapizada de un verde jugoso, tan vertical que da la impresión de que los dos caballos negros y la yegua rojiza que vemos pastando sobre esa ladera son recortables pegados con velcro. O tienen dos patas la mitad de largas que las otras dos. No encuentro otra explicación a su extraño equilibrio. A Jamín no le sorprende ese ejercicio de funambulismo equino, vive acostumbrado a su presencia, como antes lo estaba a la de los osos y los lobos. Justo antes de apoyar las ramas en la pared, quitarse las madreñas y dejarnos ver las zapatillas de casa que viajaban dentro, marrones y de cuadros, como tienen que ser, nos cuenta que lleva toda la vida con la misma mujer. Un cura los casó sesenta años atrás casi contra su voluntad. La del cura, porque para ser el primer matrimonio que oficiaba, se encontró con que los futuros marido y mujer compartían el mismo apellido, y aquello no le pareció sano. Emma María Fidalgo y Benjamín Fidalgo no son hermanos, ni siquiera primos, pero no hubo quien convenciera a aquel sacerdote inquisidor.

- Al final el hombre tuvo que ceder... ¡Jeeejeje! Y tres dientes cilíndricos como patas de un taburete asoman desprevenidos al balcón abierto de su sonrisa.

Nada más escucharle, aparece Emma María, rodeada de un delantal blanco y un jardín de exuberancia silvestre sembrada de tiestos de distintas razas de los que brotan geranios y petunias que se enredan en los rosales.

- Te tengo el café recién hecho. Siempre me llega a la misma hora. ¿Habéis oído si el café es malo para los dientes?




domingo, 8 de septiembre de 2013

Ladrones con corazón

EP
"No teníamos idea de lo que nos estábamos llevando. Os devolvemos vuestras cosas. Esperamos que vuestros chicos puedan continuar marcando una diferencia en la vida de las personas. Que Dios os bendiga".

¿Os imagináis encontraros esta nota en vuestro lugar de trabajo un miércoles por la mañana? Yo tampoco. Pero ocurrió. Apareció el pasado 31 de julio en las oficinas que una ONG estadounidense tiene en el soleado epicentro de las mechas rubias, California. Me habría encantado ver a través del ojo de cerradura que ya no llevan las puertas la cara del empleado que la descubrió. La nota, junto con los equipos informáticos, otras cosillas de valor y dinero en metálico. Todo bien cubicado dentro de un carro de supermercado, como en los videoclips de raperos del Bronx de los ochenta. Puro robo obrero.

¿Cómo sobrevino ese ataque de buena conciencia a estos ladronzuelos de barrio? ¿Cuándo? En el momento en que se enteraron de que la empresa donde habían sustraido lo que les vino bien -quién sabe si para montar su propia compañía en estos tiempos inciertos-, era una ONG. Una organización que se dedica a proteger y brindar ayuda a víctimas de abusos sexuales. Bonita historia, ¿no? Entronca con la tradición literaria de raptores de lo ajeno con corazón, Robin Hood, el Sindicato Andaluz de Trabajadores...

Precisamente en Andalucía creo que todavía están esperando algo así. Un folio manuscrito, una declaración pública, algo, para tratar de entender por qué su ex Director General de Trabajo se pulió un fondo de 647 millones de euros destinado a empresas en crisis. Más bien lo redirigió, hacia  subvenciones a la empresa de su chófer y otros adláteres, pensiones que nunca habían generado para su suegra y la de su chófer, hectolitros de gintonic y bolsas de farlopa para él y para su chófer -quería al hombre, sí-, y también hacia la compra de las voluntades que hiciesen falta por el camino.

Los valencianos imagino que ya ni la esperan. Ni esta nota ni ningún otro reconocimiento parecido. Entre obras magnas de Calatrava, visitas grandiosas del Sumo Pontífice, bigotes, correas, blanqueo de capitales, fraudes fiscales, cohechos y tráficos de influencias de su clase política, no deben de tener tiempo ni resquicio mental para imaginar si otra realidad sería posible. Eso es lo más triste. Que cuando una filosofía vital tan pervertida como esta arraiga en una sociedad, se deja de apreciar como lo que es, una enfermedad que se debe curar, un brazo gangrenado que hay que amputar. Y pasa a encajarse como una manera de vivir. La del listo. La del que si no lo hace, es porque no tiene la oportunidad. Ahí está Bárcenas, más listo que nadie, en Soto del Real desde el 27 de junio, fumando sus puros traídos del mundo exterior. Esperando algún truco que le permita recuperar en breve su abrigo de corte impecable y su maletín. Rinconete y Cortadillo se han hecho mayores, peores, y han perdido la gracia.

Sí, triste. Pero lo que más me enerva, lo que realmente me cabrea, porque no consigo entenderlo, es que si hace unos meses, hoy mismo, o dentro de un año, se convocan elecciones en la Comunidad Valenciana, en Madrid, en Galicia, en las Baleares, en Cantabria... el PP volverá a ganar, con o sin mayoría absoluta. Aquí reposa un fascinante yacimiento por descubrir para los futuros expertos en salud mental y ciencias del comportamiento. Ya pueden ir haciendo prácticas, a mí me encantaría que me iluminaran.

* Hoy, domingo, El País publica los resultados de una encuesta de Demoscopia. Dos de cada tres votantes del PP creen que su partido no está colaborando con la justicia en el caso Bárcenas. Bien. ¿Y? O ¿y bien?

viernes, 30 de agosto de 2013

Pensiones


Pienso en los alojamientos sencillos y económicos que he encontrado alguna vez en La Alfama lisboeta, encajados entre ventanas floridas en una cuesta escalonada y tapizada de azulejos blancos y añil. Con una distribución interior anárquica y sorprendente y mobiliario de distintas épocas que se encuentran o desencuentran, pero siempre generan una atmósfera vagamente obsoleta, como de haberte caído por un agujero en un rincón del siglo XIX. Un remedo breve del Aleph borgiano.

También puedo pensar en cuchitriles con catre, sábanas que nacieron blancas y se perdieron por la senda de los parduscos, mesilla de formica y lámpara de luz mortecina. Pero no quiero.

Así que termino derivando en lo que son hoy las pensiones de las que vive buena parte de la población, y sobre todo, en lo que no serán. Leía esta semana mientras preparaba el reportaje del día que en Euskadi los jubilados cobran, de media, 1.060 euros, más que los madrileños, catalanes, manchegos… y mucho más que los gallegos. Un 3,2% más que el año pasado, dicen las estadísticas. Pero unos señores pensionistas se me han reído a la cara cuando les he trasladado estos datos, porque resulta que como ha subido el precio de los productos, de los servicios que pagamos, y de los impuestos que también tenemos que apoquinar, el poder adquisitivo que tienen nuestros padres y abuelos es más pequeño de lo que parece. Así son las cosas, mientras la tijera no las alcance de lleno, en la realidad de las pensiones.

La duda es cómo serán en diez, veinte o treinta años. Hoy por hoy, a mí me cuesta imaginar que una cantidad que me permita vivir decentemente me vaya a ser ingresada en cuenta cada mes cuando cumpla los 65. Y eso que la cantidad en cuestión la habré generado yo misma, si consigo mantenerme trabajando y cotizando, durante toda mi vida laboral. ¿Pesimista? Cada vez es más precario el empleo, los contratos para más de tres meses se han convertido en una joya en medio del fango, acumular antigüedad está al alcance de cuatro funcionarios, los salarios que recibimos por el mismo trabajo son más bajos y despedirnos resulta baratísimo. Somos menos los que cotizamos, y cotizamos menos. 

Claro, existe la opción de tratar de blindarse un poco el futuro mediante un plan de pensiones, pero ¿por qué seguir alimentando la privatización? ¿Por qué tenemos que asegurarnos de manera privada una garantía que ha de ser pública, porque es uno de los pilares de ese Estado del Bienestar que construimos hace décadas? Hoy vivimos en un malestar permanente, pero en ocasiones, hay destellos que nos hacen replantearnos lo que percibimos como realidad abrumadora. 

Un pensionista me alertaba el otro día. Venía a decirme que la idea de que nuestra generación no va a tenerpensiones que cobrar es mentira, es lo que quieren hacernos pensar. Sagacidad reposada. En la generación de un estado de opinión siempre subyacen intereses, los de la banca, los de un partido, los de un gobierno. Sabemos que la estrategia del miedo siempre funciona. Y a pesar de ello, seguimos cayendo en la trampa. 

sábado, 27 de julio de 2013

Miedo al espejo

Cuando tenía seis o siete años y una capacidad casi intacta de creer en lo increíble, alguien me dijo que si me miraba en un espejo a medianoche con la luz apagada, me vería reflejada tal y como iba a ser de vieja. De mayor no, de vieja. Sólo lo intenté una vez, una noche de verano como las de este mes de julio, en una casa de pueblo y con la luz de la luna penetrando en el baño por la ventana. Pero no me atreví a subir la mirada del lavabo al espejo. Esperaba algo terrible al otro lado.

Me he acordado de aquel momento esta mañana, al ver la foto que ha publicado en portada El País. Creo que es muy buena, sobre todo porque une lo que iba a haber sido y lo que fue. Futurible y presente.

La imagen habla de lo que el pasado miércoles, cuando el Alvia partía de Madrid a las tres de la tarde, era un futuro esperable y previsible, un horizonte conocido y casi seguro que no daba miedo. Seguramente, en ese tramo junto a la parroquia de Angrois, cuando sólo faltaban cuatro kilómetros para Santiago, los pasajeros más impacientes ya habrían empezado a guardar libros, revistas y botellines de agua en sus bolsos. Los más ansiosos estarían enviando whatsapps a los amigos y parejas que les esperaban en la estación para anticiparles que ya, que ya llegaban. Los perezosos y los agotados por cinco horas y pico de trayecto aún no habrían despertado de esa última cabezada que nos guardamos de comodín en los viajes largos. Las madres y padres andarían acelerados recogiendo los dinosaurios, rotuladores y coches de bomberos de sus hijos pequeños, atusándoles el pelo y estirándoles las camisetas arrugadas por el viaje. Las parejas de jubilados ya habrían preguntado a algún chaval joven y de aspecto enérgico si podría ayudarles a bajar su equipaje. Las adolescentes y las maduras más coquetas justo habrían vuelto de retocarse los labios y el pelo en el baño. Todas las señales de que el futuro previsible era inminente se dieron cita en ese instante. Porque el futuro inmediato se concretaba en la estación de Santiago, y sólo faltaban 4 kilómetros. A 80 km/h., tres o cuatro minutos. A 190, sólo uno. Imposible. No hay tren que pueda decelerar y parar en esa distancia.

A las 20.40 horas del miércoles las proyecciones mentales de esos 222 viajeros, y del maquinista, estallaron. Rompieron los cristales, se golpearon contra las paredes metálicas de los vagones, se esparcieron por las vías y saltaron un talud hasta desplomarse junto a las viviendas más cercanas. Algunos de esos futuros próximos se reconstruirán, aunque a sus dueños les lleve tiempo, les cueste, les duela, y al principio no consigan dormir tranquilos por las noches. Pero otros futuros, 78, se desintegraron en esa curva. Simplemente dejaron de existir. Y con ellos, murió también una parte de quienes protagonizarían ese tiempo cercano que iba a llegar ya, igual que la estación de Santiago. Padres, hermanos, abuelas, novias, maridos, hijos, amigas, compañeros de trabajo.


Primer Alvia que pasa junto al siniestrado. (Foto publicada en El País, 27/07/2013. Pablo Blázquez, Getty)

Eso es lo que se me pasaba por la cabeza hoy, cuando he visto esta imagen, así que no he podido dejar de preguntarme qué habrán pensado los pasajeros sentados junto a la ventanilla derecha en ese instante, qué habrán sentido en el cuerpo. Y el maquinista. Qué habrá pensado y sentido él, también. Quizá para ellos esos segundos han sido como los de quien ve un espíritu, el de lo más terrible que te puede ocurrir, el de lo que nunca esperarías ni imaginarías que te fuera a tocar. Uno de los futuros posibles que nadie queremos ver. 

Por eso preferimos no mirar al espejo.

Desde aquí, toda la solidaridad y el cariño para quienes han perdido a alguien en este accidente. Y para quienes han sobrevivido. Espero que obtengan el apoyo y la comprensión que merecen y que necesitan.








domingo, 9 de junio de 2013

20 km. de camino

No importa que uno haya hecho antes el Camino de Santiago o no, porque de esta ruta tenemos la sensación de que lo sabemos todo. Se han publicado ya tantas novelas, cuadernos de ruta en bici, caballo o cabra, bitácoras, guías secretas, diarios de crecimiento personal y reportajes trufados de anécdotas, que nos parece que esos 800 km. -si has elegido el francés- ya no dan más de sí. Experiencias religiosas, paulocoelhianas, deportivas, ociosas y puramente hedonistas... Impresión de déjà vu. Y sí, pero no. Es como decir que existen tantos libros, películas y documentales sobre las consecuencias de la guerra civil española que hay que callarse y dejar de remover la tierra. Todo el mundo tiene derecho a hacer su propia búsqueda y a exigirla, y a recorrer y vivir su tramo de camino.

El nuestro fue mínimo y casi espontáneo. Para los profesionales, una miseria, para nosotros, una tarde
Mar de espigas.
estupenda. Quiso la vida que el hermano de uno de mis mejores amigos en esta vida -en otras ojalá también-, sea adicto a los retos de alta exigencia. Tras marcar en el cinturón las muescas de unos cuantos maratones, Nueva York, Tokyo, los Sables (240 km. por el Sáhara marroquí a más de cuarenta grados en seis días, amigos) eligió la ruta jacobea. Una minucia, 800 km. al trote en 13 días a sólo veintitantos grados. ¿Quién no lo haría? Nosotros, por ejemplo. La aportación fue unirnos a la etapa Estella-Los Arcos la semana pasada, en la primera jornada de sol tras meses convencidos de que vivíamos en Escocia. Así tenemos estos trigales de un verde insultante y estos campos rozagantes, normal. Lo justo y necesario.
Josep Maria, la nena y La Nena, pilgrims for one day.

El Joe y la Rosa son els pares del Carles, el corredor de fondo, y del Josep Maria, el meu amic. Una pareja maravillosa que, recién estrenados los setenta, siguen queriéndose y mantienen un espíritu vital, curioso y viajero que otros no han conocido ni a los treinta. Ellos constituyen el apoyo logístico, con su coche recorren la distancia del Camino multiplicada por siete, recogiendo a su hijo de los finales de etapa y llevándolo a los comienzos, compartiendo con él comidas, cenas y relatos del día. El Josep Maria y La Nena, hermano y tía del deportista, se sumaron durante dos o tres días a la experiencia familiar, y la que suscribe se adhirió en la etapa de Estella, por aquello de enseñar un poco el lugar donde nació y descubrir ese camino que, de puro conocido, no había hecho en mi vida. Vuelta a los orígenes.

He de reconocer que durante esos 20 km. me sentí orgullosa de mi terruño, de los mares de trigo ondulantes, los puentes románicos, las amapolas que asomaban junto al camino, los lavaderos medievales, las fuentes y los hortelanos que te hablan gritando como si estuvieras a 500 metros de distancia cuando estás a 5. Siempre que miras tus parajes a través de otros ojos encuentras algo nuevo y mejor.

Tramo entre Villamayor de Monjardín y Los Arcos.
- Mi tierra también es muy verde, y tiene un montón de colinas y montes, pero no es como aquí... Esto es maravilloso.

Me lo dijo una chica colombiana con la que coincidimos en una cuesta arriba. Ella llevaba muletas y un ritmo costoso, casi arrastraba la pierna izquierda. 800 km. así. Otro peregrino de Montpellier y madre americana nos desveló el misterio en el siguiente pueblo. Había sufrido un accidente que le había dejado paralizada la mitad inferior del cuerpo. Tras un tiempo de rehabilitación se había lanzado al Camino de Santiago. Sí, 800 km.

A nosotros, las cuatro horas de paseo nos sirvieron para hablar de madres, de serlo y no serlo, de lo que han sufrido algunas de las nuestras y de lo poco que se les nota hoy -por eso saben disfrutar mejor-, de lo que hacen sufrir cuando los años pasan, de amores, parejas y peajes, de sueños perdidos y libertades encontradas, de los viajes que hicimos y los que haremos. Y también para libar antídotos contra la trascendencia, reírnos, bañarnos en fuentes del Medievo y después cenar rico todos juntos. ¡A por el siguiente tramo!