Desde que era pequeña conservo la imagen del ¡Hola! y el periódico del día en la mesita del cuarto de estar. En casa le llamábamos así, no salón, ni comedor. Cuarto de estar. Ahí se estaba, se jugaba, se leía y se seguía el Un, dos, tres, La bola de cristal y los telediarios. Y veo a mi madre al principio sin gafas y después con ellas curioseando la vida de sus actrices preferidas, sus vacaciones a bordo de un yate, en una villa de la costa francesa, sus nuevos novios, sus bodas... Natalie Wood y Grace Kelly han estado siempre entre sus preferidas, quizá porque son coetáneas. Y quizá porque incluso a través del potente filtro de estas revistas mi madre comprobó que ellas también sufrían. Natalie Wood por sus separaciones de Robert Wagner y Warren Beatty, entre otros. La ambiciosa Grace Kelly por haber tenido que dejar el cine a cambio de un principado y por la rebeldía de su hija Carolina. Lo leí en aquel cuarto de estar. Al fin y al cabo, mamá, estos iconos no son más que mujeres que ganan y pierden, como todas las demás. Salvo por el brillo que rodea su
existencia y las hace parecer menos humanas.
Algo compartieron ambas, un final misterioso. Recuerdo a mi madre llorando cuando sacaron el cadáver de Natalie Wood de las aguas en las que navegaba su yate y un año después con los ojos hinchados después de que Grace Kelly se saliera con su coche de una curva cerrada en Mónaco. Conservó los recortes durante tiempo en un cajón. Con los años lo entendí y me resultó muy tierno. (Lloré como si no hubiera un mañana con el suicidio de Kurt Cobain y la muerte de Amy Winehouse me dio una pena tremenda. Así somos).
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